El filósofo y esteta chileno Luis Oyarzún escribió en su libro Meditaciones estéticas sobre el arte contemporáneo un revelador concepto que, sin lugar a dudas, explica lo que muchos espectadores sentimos frente a obras que en primera instancia rechazamos. Oyarzún plantea y reflexiona sobre ese doble sentimiento de extrañeza e identificación, que tanto aturde al contemplador de arte contemporáneo cuando observa una obra que, a primeras, no comprende y por tanto rechaza.
Como observadores de obras de arte, venimos desde un hábito que se basa en recrearnos y deleitarnos frente a aquella obra que copia o imita a la naturaleza. Aquella relación con la creación artística, se centra en la admiración que provocó en nosotros la precisa copia de la apariencia de la naturaleza y de las cosas, muchas veces desprovista de intimidad y profundidad.
Según Oyarzún, el arte actual, va más allá de la visión inmediata, buscando detrás de esa evidente apariencia, profundidad, reflexión y resonancia, relación que el filósofo denomina identificación. Pero en la relación de la obra contemporánea, previo a este sentimiento, vivenciamos lo opuesto, ya que, previo a identificarnos con la obra, tenemos un sentimiento de extrañeza. La extrañeza surge de lo más profundo de la materia y de la imagen transformada, domeñada por la mente y las manos del artista. Artista que ya lleva años hablando idiomas desconocidos para algunos contempladores, que no se han dado el trabajo de dedicar un mínimo tiempo y reflexión frente a un arte que simplemente les parece una patraña.
Y es que a veces el espectador siente una angustia que no quiere vivenciar pues, el alma se acongoja frente a imágenes donde ciertamente nos es difícil encontrar la belleza. ¿Dónde está la belleza de la La llorona o de Guernica, de Pablo Picasso? ¿Dónde radica la belleza de Los niños muertos, de Oswaldo Guayasamín?
En un mundo agitado, violento y cambiante, no podemos pedir que el artista sea un ente ajeno a la realidad y, que plasme en sus obras el trino de un ruiseñor o la plácida tarde de un valle, el artista refleja en su obra toda la resonancia que tiene con y hacia una sociedad vertiginosa, mutante y extraordinariamente agresiva. El artista como ser catalizador y hasta visionario, da respuesta de este mundo extraño, a través de un arte aparentemente, también extraño, pero igualmente complicado y simbólico.
A través de esta misteriosa simbiosis entre extrañeza e identificación, el arte contemporáneo mantiene su vigor, su fuerza y su poder. Ambos, artista y espectador, se ven sometidos a estas fuerzas y a su riqueza. El poder de cambio de la obra contemporánea, radica justamente en esa dialéctica, es decir, el poder está en la relación simbiótica entre extrañeza e identificación.
Hace algunos años, visité el estudio de mi maestro de pintura de la Universidad, don Camilo Carrizo Opazo. La casa de mi profesor, está empinada en los altos de un cerro que mira hacia la bahía de Valparaíso. La vista panorámica desde su jardín fue extraordinaria y, digo fue, pues hoy está salpicada de grandes edificios que no aportan más que ser muros inertes y soberbios, que impiden el libre acceso a algo que debería seguir siendo privilegio de todo ser humano. Me refiero al derecho a mirar, a observar y a gozar de un paisaje tan majestuoso e inspirador como es el mar, en el caso de don Camilo, la vista hacia el espléndido océano pacífico.
La casa de don Camilo está secuestrada por la estética de los años 60 y, también, está totalmente empapada de la presencia de su mujer doña Alicia. Alicia mujer ágil y pequeña que todo lo cose, todo lo teje y todo lo decora, tiene el particular talento de hacer fundas, es así como al entrar a su cocina vemos cada electrodoméstico de los años 60, con su funda, justa, precisa y decorada de blondas. En este ambiente pulcro y cuidado, el lugar de trabajo de don Camilo Carrizo, no desentona, podría hasta sorprender a cualquier persona ajena al mundo del arte, pues comúnmente se piensa que los artistas trabajan en el desorden la falta de disciplina y la suciedad. El pequeño espacio, donde don Camilo desarrolla su talento y creatividad, posee un orden de laboratorio, todo clasificado, ordenado y distribuido de forma tal, que parece que estuviéramos en un lugar donde nadie coge un pincel o mezcla una pintura. La pulcritud del ambiente, nos hace sentir que estamos dentro de un templo sacro y, como templo nos pide a nosotros, los intrusos un actitud reverencial.
Dentro de las muchas obras que vi, quedó en mi memoria emotiva, un conjunto de tres manzanas que me detonaron una gran extrañeza. Don Camilo es un acuarelista experto, un dibujante eximio y un colorista de talento. Dentro de su acervo pictórico encontramos paisajes urbanos, múltiples jarrones con flores, de las más variadas y múltiples formas, bodegones de frutas a montones que, a ratos, nos recuerdan al maestro Paul Cézanne, pero en versión local y criolla, lo cual no desmerece a don Camilo, sino, al contrario, lo hacen único, auténtico y de un talento con sello propio.
Estas tres manzanas me generaron una profunda agitación, tuvieron la particularidad de decirme al oído que no eran un bodegón cualquiera, que estaban allí para contarme algo. Observé el conjunto por largo rato, en tanto que, doña Alicia, desplegaba sus dotes culinarias sirviendo un rico zumo de jengibre con naranjas y un espectacular bizcocho. Conversábamos amenamente contándonos la vida, recordando los tiempos de universidad y, charlando entre risas, pero las manzanas no se alejaban de mi retina, era un conjunto de manzanas que iban desde una joven y lozana hasta una que estaba prácticamente podrida. Don Camilo me observaba, sabía que yo había tomado contacto con sus manzanas y, que estaba extrañada. Todas las demás frutas se veían jóvenes, bellas y turgentes en sus bodegones, estas no.
Al acabar la merienda, ambos nos apartamos junto a la obra, mientras doña Alicia se preparaba para ir a su curso de baile, actividad que realiza con gran entusiasmo y alegría. Don Camilo comenzó su relato frente a mi atenta y a ratos atónita mirada. Como cuando se inicia la aventura en la lectura en una obra de suspenso, me quedé quieta y absorta, detenida en los recuerdos de Don Camilo.
Siendo él profesor de pintura en una facultad de arte, asistió junto al profesor de escultura, a la anual visita al Cementerio, junto a los estudiantes. Esta actividad se realizaba cada año, debido a las numerosas esculturas, panteones y mausoleos que allí habitan. Ambos profesores hacían una clase abierta, para que así los estudiantes dibujaran volúmenes, luces, sombras, etc. En dichas instancias don Camilo solía tomar apuntes y aprovechaba el tiempo para hacer bocetos y pensar en sus nuevas obras, pero aquel día fue distinto, aquel día le tocó presenciar una escena que nunca olvidaría. Mi profesor observaba y dibujaba en su cuaderno de apuntes, muy afanosamente, de pronto, dirigió su mirada hacia un punto en concreto pues, se sentía jaleo, ruido, algo muy impropio de un cementerio, fue entonces que sin poder dar crédito a lo que sucedía, vio un camión el cual descargaba con absoluto desparpajo el traslado de cuerpos hacia una fosa común.
Recuerda mi maestro que, ver ese conjunto de cuerpos desnudos caer de la forma más brutal y deshumanizada, lo paralizó. Los cuerpos iban cayendo cual torre de dominó, unos encima de los otros hasta llegar a la quietud del fondo del pozo. Me relataba su espanto como si lo estuviese volviendo a ver, volvía a observar como aquellos seres humanos estaban despojados de toda humanidad y, sus cuerpos eran solo eso, restos de materia deshabitadas, desprovistas de almas, desconectadas de un espíritu, ello lo tenía anonadado. La escena era dantesca, pero lo que don Camilo estaba observando tenía un aderezo más espeluznante aún, esto era el olor, el hedor que desprendía esa masa de cuerpos apilados.
Mi profesor estaba aturdido, ese olor nauseabundo me lo relató como algo único, algo nunca antes vivenciado, algo inenarrable. Su vista quedó detenida cuando, terminaron de volcar a todos esos ex humanos hacia la fosa común, dos cuerpos quedaron enganchados, abrazados estrechamente, como si se tratase de un par de amigos que brindan con una cerveza en el bar de la esquina. Don Camilo pensó sobre lo curiosa que puede ser la vida, ahí había dos personas que no se habían cruzado jamás y que, sin embargo, se abrazaron y acompañaron para despedir sus propios huesos.
Cuando don Camilo llegó a casa, seguía desencajado, sin poder ordenar sus ideas, sus emociones y, las imágenes que se le agolpaban una y otra vez, a tal punto, que fuera de todo pronóstico no pudo pintar lo vivido. Quería transmutar la vivencia, pero no podía pintar, nada, ni los cuerpos, ni la escena, el hedor lo seguía como un fantasma empecinado en zarandear su vida. A los pocos días, todo volvió aparentemente a su normalidad, Don Camilo regresó a sus clases, a su casa ordenada, a sus meriendas con Doña Alicia, parecía que el episodio ya había tomado el camino del olvido.
Don Camilo y doña Alicia tenían la costumbre de ir al mercado cada semana para comprar las variadas y ricas frutas, verduras y hortalizas que se dan en los huertos de la zona. Como siempre, la fruta quedaba en los hermosos fruteros arreglados por su hacendosa esposa. Una tarde, después de la reglamentaria merienda, doña Alicia se dispuso a reorganizar las frutas que quedaban y fue allí cuando se encontró con dos manzanas en mal estado. Don Camilo le pidió que no las tirase, esas manzanas putrefactas le trajeron todo el horror que había vivido hacía meses en el cementerio. Comenzó una catarsis de imágenes en su mente, las manzanas se mezclaban con los cuerpos de los camaradas abrazados, todo era por un lado muy confuso, pero a su vez, parecía que por fin todo hacía sentido.
Fue así como don Camilo comenzó a pintar manzanas, de una manera casi compulsiva, a través de la piel de este fruto, pudo narrar desde lo vivido, el paso de la vida a la muerte de todo ser humano. La manzana le sirvió como símbolo universal de vida y, a través, de los tonos, la variedad de los colores, las luces, las sombras y el cambio de sus volúmenes pudo al fin transmutar el impacto que tuvo aquel día, por fin podía trascender por medio de la pintura aquello que comenzó siendo una inocente clase de dibujo y terminó como un sismo emocional en su vida.
Don Camilo, a sus 80 y largos años, agrupa manzanas en series pictóricas, siempre están de a tres de a cinco o de a seis. Las manzanas siempre se rozan, no están independientes una de la otra y, siempre viven y sufren cambios de textura, de tonalidad, y de forma.
Uno como espectador capta que hay manzanas turgentes, otras marchitas y otras casi podridas, eso es lo que descoloca. El contemplador vivencia la extrañeza, pues sin duda es más bella una manzana roja y carnosa, sin embargo, éste se encuentra frente a una obra que le muestra esta fruta casi en estado de descomposición. Luego de observar detenidamente el conjunto de manzanas, viene la identificación, ésta asoma pues nos vemos a nosotros mismos, somos uno más dentro del conjunto.
Será nuestra propia proyección y nuestro estado del alma, quien nos haga vernos en una u otra fruta de Adán, seremos la manzana carnosa y turgente, pero quizás hoy nos veamos en la manzana marrón y podrida. Como espectadores podemos llegar a testificar que estamos frente a una obra bella, pues en la verdad de esas manzanas radica su auténtica, genuina, honesta y extraña belleza.
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