ARTÍCULOS LITERATURA

JUAN MARSE, EL CREADOR DE BARCELONA

Ha muerto Juan Marsé para dejarnos Barcelona en los labios. Pero no una Barcelona cualquiera, y tampoco –lo que ya sería mucho– la Barcelona de su narrativa. Es otra Barcelona la que ahora se diluye, amplia y luminosa, portuaria y legítima en su mediterraneidad reconvertida en fiesta matinal. Es la Barcelona de dry martini en Boadas, la escudella en Leopoldo, las noches de Boccaccio dentro de su relato –incluido en su espléndido volumen de cuentos Teniente Bravo– y los bocadillos en Kimet. Es una Barcelona del vermú cuando no existía la fiebre del vermú. La de Carlos Barral. La Barcelona en la que Gabriel Ferrater se reunía con el joven estudiante Salvador Clotas para hablar de Stendhal en el bar Carioca mucho antes de la aromatización del gin-tonic, cuando la ginebra se servía sola y en vaso largo. O la de Joan Manuel Serrat tomándose un cubata con Jaime Gil de Biedma, antes del concierto, porque quiere musicar uno de sus poemas, seguramente No volveré a ser joven. Ésa es la Barcelona que hasta ahora ha resistido con Marsé, como su Guinardó. Es la Barcelona que ya echamos de menos, como si todos fuéramos nuevos Pijoapartes directos a escalar las torres del independentismo para hallar el amor en ciudades abiertas como el sol del mediodía.

El Raval era una religión que inventaba la noche. En el bar Marsella las botellas se cubrían por su manto de olvido, salino y profundo, como recuperadas de la bodega del Nautilus. Y los jóvenes Terenci Moix, Manuel Vázquez Montalbán y Pere Gimferrer iban escribiendo una geografía barcelonesa de estrellas hollywoodienses en declive, detectives gastrónomos y noches en el Ritz; porque Eduardo Mendoza, aunque ya había escrito La verdad sobre el caso Savolta, hacía tiempo que estaba en Nueva York. Vivir en Barcelona era ensanchar ese pulmón del mundo que es el puerto de origen, pero también de encuentro, de nacionalidades sin bandera. Cómo si no iban a recalar allí Gabriel García Márquez, Julio Cortázar o Mario Vargas Llosa. Esa Barcelona, en la literatura, era Seix Barral o Barral Editores y su Premio Biblioteca Breve, que un día vio llegar a Barcelona a un madrileño, muy buen narrador y dialoguista, que se haría amigo de todos: Juan García Hortelano. Todo este mundo ha muerto –o casi– con Marsé. Nos queda Gimferrer, rompeolas de todas las Españas y también de la gran poesía entendida como magma de lenguaje entre cine y pintura, visión alucinada y cultural hasta los pasadizos de uno mismo. Nos queda Gimferrer, voz y encarnación de gran poesía, pero también memoria de ese tiempo fugaz en el que un niño, aprendiz de un taller de joyería, quería ser escritor.

Su relación con el cine fue fecunda, pero también terrible. Fecunda porque sin el cine no se explica su pasión por narrar, tan evidente en obras como El fantasma del cine Roxy, Si te dicen que caí y, más últimamente, Esa puta tan distinguida. Pero también terrible, porque siempre anduvo a la gresca por las adaptaciones de sus películas, que tenían argumentos fácilmente convertibles en guiones, sí, pero con estructuras de lenguaje que habrían necesitado más a un Orson Welles que a un Vicente Aranda, o a un Basilio Martín Patino; porque Aranda que iba más a lo suyo, que era el sexo sin más, y reincidía.

Ha escrito con acierto Alberto Olmos que Juan Marsé salió de un taller de joyería, en el que trabajaba, para entrar en otro taller: el de escritor. El hallazgo es cierto y ajusta la memoria y la definición a toda la poética del joven narrador, siempre al acecho de la expresión perfecta. Se ha especulado mucho sobre la figura tutelar de Marsé. Que si pudo ser Carlos Barral, que si fue Ferrater. Él mismo ha respondido alguna vez que Barral fue su amigo, básicamente, y también su editor, y que con Ferrater hablaba de otras cosas, por ejemplo del tour, mientras se tomaban un copazo. Sin embargo, fue con Jaime Gil de Biedma con quien más habló de literatura. Eso me lo ha confirmado alguna vez Salvador Clotas, que sin embargó sí disfrutó de una relación profundamente literaria bajo el lúcido magisterio de Gabriel Ferrater, autor de una obra poética de altura con un título turbador, por lo que tiene de verdad total para Ferrater y para otros muchos: Las mujeres y los días.

¿Ésta es la Barcelona que creó Juan Marsé? Digamos que se integró en ella mucho mejor que el Pijoaparte en la vida de Teresa, que sigue siendo una de las novelas preferidas por el público lector. Porque si la más perfecta, en cuanto a experimentación con el lenguaje y diversas voces narrativas, es sin ninguna duda Si te dicen que caí, desde el punto de vista del encanto de ese mundo en tránsito, contrastado en personajes fronterizos como lo fue el mismo Marsé, como hijo de la emigración en la orilla del gran mundo de la burguesía, son Últimas tardes con Teresa y La oscura historia de la prima Montse las que más nos darán un aroma de época, con esos palacetes erigidos en jardines cerrados.

Siempre que regreso a Barcelona busco la Barcelona de Marsé. Y un día volveré.

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