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AL AMPARO DEL LENGUAJE

Un término de un idioma antiguo es ocasión para admirar el misterio de lenguaje.  A partir de aquí, el autor medita sobre el poder curativo de las palabras, su fragilidad y su fuerza.

Esta mañana, temprano, el milagro ha sucedido de nuevo: escondida desde hace siglos, esperándome en su casa de tinta, una palabra me ha revelado, sin decirme apenas nada, todo lo que necesito saber. Por ejemplo, que la delicadeza existe. También, que la inteligencia es un ave que alcanza su vuelo más alto cuando se posa. Que somos efímeros y necesarios. O que siempre hay algo más en lo que se escapa que en aquello que la mano apresa. 

Se trata de una palabra del griego antiguo que, en su alfabeto seductor, se escribe así: φιλόδροσος,y, en los sonidos de nuestra lengua, suena de este modo: filódrosos. A la belleza de su forma y de su música se une el encanto de su significado: amante del rocío. Que exista un vocablo para designar una realidad así, ¿es azar o transcendencia?

¿Qué hombre o qué mujer, qué anciana con la piel de pergamino o qué adolescente fue el primer amante del rocío? ¿Desde dónde miraba el mundo quien se atrevió a insertar la palabra amor en el vapor frío de la noche y creó de este modo –minúsculo puzzle infinito– un término con el que nombrar lo nuevo, lo marginal, el prodigio de lo único?

Criaturas vulnerables, nos acercamos al lenguaje como una cría se acurruca en el regazo de su madre. Habitamos la intemperie, la casa sin paredes de la vida. Y las palabras son luciérnagas en la oscuridad. 

Desde que se desató la pandemia, he pensado mucho en el lenguaje. Es –o al menos eso me parece– una ocasión propicia para revisar nuestra relación con ese instrumento que se nos ha dado y que nunca llegamos a comprender. Al impuesto confinamiento exterior he sumado un confinamiento interno que, al contrario que el primero, no solo no ha limitado sino que ha expandido el alcance de mis pasos, las coordenadas de mi vida. Atento a lo que dicen los poetas, he pasado semanas sumergido en la fonética, recorriendo senderos de sintaxis, decantando etimologías, saboreando desinencias.

Este exilio voluntario, este alejamiento de lo instantáneo y  lo coral, es una forma de acceso a la realidad, una opción ética y un compromiso con el presente. Esta es mi convicción, mi aventura y mi apuesta. Es, desde luego, un don que la vida –valiéndose de las manos de algunos– ha ido poniendo en mis manos. Como todo lo importante, también la filología –el amor a la palabra y, desde ella, el amor al mundo– es algo que se nos ha dado, una semilla que nos convierte en campo y nos pide apertura para dejar que lo que tenga que suceder suceda. 

El futuro es lo que nos espera atrás. Lo que se ha demostrado ya como posible. Por eso, las palabras funcionan como monedas antiguas con las que podemos abonar los peajes por los que nos toca transitar en nuestros días. Son bálsamo que el tiempo ha conservado para sanar las heridas de ahora. En el libro segundo de la Historia de la Guerra del Peloponeso, encontramos el Discurso fúnebre de Pericles, pieza retórica que Tucídides escribió bastantes años después de que el orador –en el Cementerio del Cerámico de Atenas– pronunciara lo que, sin duda, sirvió de base para la composición del texto que ha llegado hasta nosotros. Aproximadamente a la mitad, y referido a los ciudadanos atenienses, aparece lo siguiente: Amamos la belleza dentro de la sencillez y la sabiduría sin blandura.  

Recuerdo el impacto que hace veinte años, siendo estudiante de Filología Clásica, me causó esta declaración cuyo sentido, sin embargo, no he comenzado a entender sino ahora. Y es que hay palabras que necesitan el poso de la vida para convertirse en lenguaje de verdad. Esta antigua frase griega ha sido en los últimos meses una antorcha para mí. Por varias razones. 

En primer lugar porque esta formulación de un ideal surge en un contexto de derrota. Cuando Tucídides escribe, Atenas ha sido vencida por Esparta y aquello que la frase afirma –la primacía de la belleza y la verdad– pareciera desmentido por las armas. Pero no es así. El fracaso bélico se convierte en ocasión de profundizar en el universo de valores, de formularlos desde el realismo de la situación concreta. En este sentido, los dos verbos griegos que la traducción española esconde son de una precisión milimétrica y, sobre ellos, se cimienta una mirada honda a la realidad. 

Ambos –philokaleo, philosopheo– comparten una misma construcción compuesta: verbo amar + objeto del amor. Lo prodigioso es que la lengua griega haya acogido como palabras con entidad propia estos dos verbos que expresan el amor por lo bello (philo + kalós) y por el hecho de conocer (philo + sophía). Pero la maravilla no termina aquí, va aún más lejos a través de las cláusulas que acompañan a cada verbo. 

En el primer caso, Pericles habla de un amor por una belleza contenida por la sencillez. El término original –euteleia– está tomado de la economía y se refiere a un objeto por el que no es preciso versar una gran cantidad de moneda. El tránsito que la palabra realiza es desde la carencia (aquello que es tenido como poco) hasta el valor (aquello que está más allá de su precio). En la segunda parte de la frase, el conocimiento es alejado de la malakía, que hemos traducido por blandura y, aplicado por ejemplo al mar, representa la ausencia de oleaje, la planicie de lo que está llamado a ser también encrespado, insumiso, violento.

El paisaje final en que la frase griega introduce a quien la lee es el siguiente: una forma de vida donde la ética (la opción insobornable por la verdad) y la estética (la elección de una belleza desnuda) componen un díptico cuyas tablas se explican recíprocamente y, como planchas de cristal, se espejan. 

Somos súbditos del reino de la cantidad. Y adoradores del instante. Estas dos características de nuestra época –la sociedad de masas, la apoteosis de las agujas del reloj– inoculan su veneno también en el lenguaje. La fiabilidad que se concede a las redes sociales, donde la falta de argumentos serios es un argumento para que la gente les rinda su favor, y la emergencia de gurús virtuales –influencers y youtubers–, que enseñan cómo vivir, pervierten el lenguaje que, como todo lo sagrado, necesita intimidad, umbrales, soledad, espera. 

Antífanes, dramaturgo griego del siglo IV a. C, cuenta que en una ciudad hacía tanto frío que, cuando las palabras se decían, quedaban congeladas en el aire y, hasta que no llegaba el calor, no se descongelaban y la gente no podía escuchar sus contenidos. Es decir, los habitantes de esa ciudad proferían en invierno las ideas que oían en verano. Esta breve fábula, en su ingenuidad solo aparente, es una imagen preciosa para explicar qué es la poesía. Escribir un poema es lanzar a ese cielo de Antífanes palabras cuyo destino consiste en esperar. Y dice Horacio que un verso tiene que aguardar siete años en el cajón antes de trasladarse a un libro. 

En la poesía –en su férrea oposición a lo cuantitativo, en su negativa a considerar importante lo que sucede ahora tan solo porque sucede ahora– el lenguaje se protege y nos salva. Hay una bellísima imagen de Paul Valéry en la que distingue la prosa de la poesía diferenciando, a su vez, el desfile de la danza. Igual que el cuerpo encuentra en esta última el espacio para que lo imposible se transforme en movimiento, así el lenguaje halla en la poesía el lugar donde el esfuerzo se convierte en gracia. 

Privar a los niños del lenguaje poético es un delito ecológico, pues es sacarles fuera de su espacio. Es echarles de su hogar. En estas fechas en que planea sobre nosotros una enésima reforma educativa en que las humanidades son nuevamente despreciadas, hay momentos en que no puedo vencer la tristeza que me provoca pensar que sobre las cabezas de los que ahora frecuentan las aulas no caerán, dentro de unos años, las palabras que, congeladas en el aire, tendrían que esperar la ocasión propicia para ir a su encuentro. 

Seres únicos rodeados de únicos, eso somos. Habitar en el lenguaje es volver a nuestra casa y encontrar que allí, esperándonos, siguen las palabras. Sílabas negras con las que purgar la tristeza que atenaza nuestro corazón. Vocales encaladas que absorben todo el sol en primavera. Monosílabos que abren puertas o las cierran y nos resguardan. Arcilla de aire, diamante más frágil que el polvo, suelo sobre el que soñamos: el lenguaje es la sustancia de la que misteriosamente estamos hechos. 

Leemos en el libro del Génesis que la primera acción es un acto de palabra: Y dijo Dios: exista la luz. Y la luz existió. El mundo adquiere su contenido y su forma gracias a la expresión de un deseo, a la encarnación del amor en sonidos que convierten el caos en música, la nada en gramática. La realidad es un acto verbal, un templo de letras y silencio. 

Porque es sagrado, el lenguaje revela nuestra fragilidad. Su riqueza consiste en empobrecernos devolviéndonos a nuestra condición primera. El poeta Henri Pichette dice que nunca se debería escribir ni una sola frase que no se pudiera susurrar al oído de un agonizante. Y Christian Bobin, a propósito de ello, anota: “Hay una literatura que es suntuosa, sobrecargada de oro y autoestima. Considera el hecho de escribir mayor que la vida. No conoce nada más noble que una bella frase. Engendró, sin lugar a dudas, obras maestras, y me resulta indiferente. Es de una literatura distinta de la que estoy hambriento. […] No admiro una obra porque me dicen que la admire, sino por el poder del amor que en ella vibra. Lo que yo entiendo aquí por amor no es nada sentimental. El único amor que es real es de una dureza increíble. Esa es la palabra: increíble”.

Lo que Bobin apunta no está lejos del amor que generan la belleza sencilla y la verdad sin blandura. Hay un modo de llegar a ello que, como bien advierte, es de una dureza increíble. Se trata de reconocer nuestra condición de moribundos y aprender, al amparo del lenguaje, a ser amantes del rocío. 

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