Las palabras del famoso eslogan de la Revolución Francesa, libertad, igualdad y fraternidad, siguen resonando en nuestros días. Probablemente la mayoría de las personas, al menos en los países democráticos, estaría de acuerdo en que estos tres principios representan valores deseables en cualquier sociedad que aspira a ser civilizada. Se puede discutir sobre cuál de esas tres ideas fundamentales sea la más importante pero lo que está fuera de toda duda es el enorme rol que juega el concepto de la libertad en el pensamiento actual.
Como cualquier término, la palabra libertad está abierta a distintas interpretaciones. Es muy importante tener unas ideas muy claras sobre lo que es o debe ser la libertad y lo que no es, para evitar que un ideal en teoría tan noble degenere en mero libertinaje y, en lugar de ennoblecer al individuo y fomentar el bienestar general, promueva un anarquismo personal y social.
Para que la libertad individual, en la medida de lo posible, sea compatible con la igualdad y la fraternidad o al menos para minimizar las posibles incompatibilidades entre estos tres conceptos fundamentales, es ineludible la tarea de aclarar nuestras ideas sobre la naturaleza de la libertad. Nuestra idea de la libertad depende en gran parte de nuestra antropología, o sea, de nuestra visión de lo que constituye la esencia del ser humano.
En el siglo XVIII, Jean Jacques Rousseau, uno de los pensadores que inspiraron la revolución de 1789, escribió: “El hombre ha nacido libre y por doquier se encuentra sujeto con cadenas”. Rousseau estaba convencido de que tanto el bebé como el ser humano en su estado natural, antes de ser modificado por la civilización, era libre y feliz y que las imposiciones y limitaciones de la civilización eran las causas principales de la infelicidad y sufrimiento que padecía tanta gente en aquella época. Estas ideas de Rousseau fomentaron la leyenda del noble salvaje, un hombre primitivo no contaminado por los vicios de la civilización; una leyenda que tuvo tanta influencia sobre los escritores y artistas del período romántico y que sigue teniendo su eco en nuestra era, a veces con consecuencias nefastas.
Está fuera de toda duda que muchísimos seres humanos en aquel momento histórico, tanto en Francia como en tantos otros países se encontraron encadenados y encorsetados por un sistema político injusto, opresivo y autoritario.
Sin embargo, algunos aspectos del pensamiento del suizo son muy cuestionables. La noción de un ser humano en un estado pre-social está basado en un mito, un mito que probablemente ha contribuido al exacerbado individualismo que caracteriza nuestra época. De hecho, el mismo Rousseau reconoció que este concepto fue una hipótesis que no correspondió a ninguna realidad histórica. En sus propias palabras: “No hay que tomar las investigaciones que se puedan realizar sobre este tema por verdades históricas, sino sólo por razonamientos hipotéticos y condicionales, más propios para esclarecer la naturaleza de las cosas que para mostrar su verdadero origen”. Pero, ¿ayuda esta hipótesis a esclarecer la naturaleza verdadera del hombre? La verdad es que, debido a su propia esencia o forma de ser, la persona humana jamás ha vivido en un estado pre-social, ni puede hacerlo nunca. El ser humano es, ineludiblemente, un ser social desde su nacimiento y, para funcionar y desarrollarse, necesita el apoyo de alguna red familiar o social, por mínima o básica que sea. De hecho, el ser humano necesita más tiempo y más apoyo para alcanzar la madurez y poder valerse por sí mismo que cualquier otro animal.
En su libro Literatura y el hombre occidental, el escritor J. B. Priestley insiste que “un bebé no está libre, sino severamente condicionado por su impotencia. Los hombres primitivos, moviéndose con cautela y miedo en un mundo lleno de espíritus amenazadores, tabúes y costumbres tribales, poseen menos libertad que nosotros”. Según Priestley, la libertad, lejos de ser una cualidad innata, es una propiedad adquirida, una propiedad que solamente se adquiere mediante un esfuerzo individual serio y prolongado que se realiza en un entorno familiar y social que nos ayuda en esta tarea.
Si la afirmación de Rousseau de que el hombre nace libre es discutible, ¿qué podemos decir sobre su declaración de que por doquier el hombre se encuentra sujeto por cadenas? Es indiscutible que en esto tenía mucha razón, al menos en lo que se refiere a la vida de la mayoría de los seres humanos en la época en la que él escribió. Los límites que el Antiguo Régimen en Francia impuso sobre sus súbditos fueron claramente excesivos e inaceptables y lo mismo se puede decir sobre la vida de las masas en muchos otros países en aquel tiempo. También es cierto que mucha gente ha tenido su libertad severamente limitada por regímenes dictatoriales en nuestra época y, tristemente, en algunos rincones del planeta, muchos seres humanos siguen encadenados y privados de su libertad.
A primera vista, el concepto de lo que el politólogo británico Isaiah Berlin llamó la libertad negativa, la ausencia de presiones o impedimentos externos que limitan innecesaria e injustamente nuestra libertad parece un concepto poco controvertido. Todo el mundo reconoce que algunas normas y prohibiciones son absolutamente necesarias para que cualquier sociedad humana sea viable. Algunas normas, como, por ejemplo, la prohibición del asesinato, son universalmente aceptadas, salvo por unas personas, afortunadamente pocas, que consideramos psicológicamente insanas.
Es obvio que, al nivel pragmático, una sociedad en la que estuviera permitido matar, robar, mentir, engañar e incumplir acuerdos impunemente tendría pocas posibilidades de pervivir. Por lo tanto, nadie en su sano juicio podría negar que necesitamos algunas normas externas para poder vivir en sociedad armoniosamente. Lo que resulta más difícil y más discutible es decidir dónde poner los límites a la libertad individual para el bien de la sociedad. Mantener el difícil equilibrio entre los derechos del individuo y el bienestar de la mayoría social es una tarea delicada, una tarea que requiere mucho discernimiento, y que depende en gran parte de cómo entendemos la esencia del ser humano, o sea de nuestra antropología, y de nuestra idea de lo que constituye una sociedad sana y justa.
Según Platón, nuestros deseos y nuestra razón no siempre coinciden. Si permitiéramos que nuestros deseos dominen nuestras vidas, lejos de ser libres, acabaríamos siendo, en efecto, esclavos de nuestras pulsiones y pasiones. Platón, en boca de Sócrates, describió elocuentemente la vida caótica que sería la inevitable consecuencia de concebir la libertad simplemente como la posibilidad de satisfacer nuestros deseos indiscriminadamente, una visión de la libertad que, desafortunadamente, parece relativamente común en nuestra sociedad hoy en día. Para Platón, una persona con esta visión limitada y excesivamente simplista de la libertad “pasa cada uno de sus días satisfaciendo el primer deseo que se le presenta: hoy se embriaga al son de la flauta, mañana solo bebe agua y ayuna; tan pronto se ejercita en el gimnasio, tan pronto se dedica al reposo sin preocuparse por nada…En suma, no hay orden ni sujeción en su conducta y sigue el caprichoso curso de esta vida que considera agradable, libre y dichosa”.
Platón estaba convencido de que nuestra razón debería dominar, regular y dirigir nuestros deseos y pasiones si vamos a conseguir una felicidad verdadera.
El filósofo alemán Hegel concedió tanta importancia a la idea de la libertad que consideró la esencia de la historia humana como el relato del progresivo desarrollo de la libertad. Sin embargo, su noción de la libertad dista mucho de libertinaje. En línea con el pensamiento de los filósofos de la antigüedad, él pensó que nuestra felicidad auténtica y profunda depende de la subordinación de nuestras pulsiones y deseos anárquicos a un plan global y coherente, un plan de vida que busca nuestra realización plena como seres humanos. Distinguió claramente entre la felicidad profunda y los momentos efímeros de euforia que podemos experimentar al satisfacer deseos que no concuerdan con el plan de vida global diseñado por nuestra inteligencia. Como Platón, Hegel estaba convencido de que la inteligencia es la facultad que más nos distingue del resto de los animales y que nos permite escapar del determinismo y esclavitud de nuestros erráticas cambios hormonales o químicos.
La idea de que la libertad no es solamente la ausencia de impedimentos externos (la libertad negativa) sino que sirve para algo concreto, que sirve para satisfacer aquellos deseos que reflejan nuestra naturaleza auténtica y nuestro global plan de vida es lo que Isaiah Berlin llamó libertad positiva. Para vivir felizmente como individuos y como miembros de una comunidad, tenemos que aceptar la necesidad de unas normas externas que permitan que la sociedad pueda funcionar y una autoridad interna, la autoridad de nuestra razón, que nos permite realizarnos de verdad, de acuerdo con nuestra verdadera naturaleza. Una libertad sin ninguna orientación o límite, una libertad que no reconoce las realidades del ser humano y de la sociedad humana se convierte en libertinaje, anarquía y esclavitud. Si no reconocemos estas verdades fundamentales, una verdadera libertad es imposible. En efecto, como dijo Jesús, “la verdad os hará libres”.
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