Cine Doré, Filmoteca Española, enero de 2020 (justo antes de la pandemia). Pase de la película Y la nave va, de 1983, correspondiente al ciclo Federico Fellini, 100 años del genio. Comienza la proyección y las primeras imágenes son en blanco y negro, sin sonido. Se percibe un cierto rumor en la sala, algunas personas parecen sentirse incómodas. Instantes después alguien del público grita: “¡Por favor, arreglen el sonido!”, inmediatamente le responden: “¡Que es cine mudo!”. Risas. Continúa la proyección sin más interrupciones.
Esta pequeña anécdota bien puede definir el cine de Federico Fellini: sorprende y divierte, molesta y altera, sugiere y perturba. Las primeras secuencias de la película homenajean al cine mudo pero la forma va cambiando con el paso de los minutos y poco a poco tanto la película se va transformando en algo mucho más contemporáneo y reconocible por el espectador actual. Una serie de personajes variopintos embarcan en un buque durante la Primera Guerra Mundial. Los sucesos durante la travesía van aconteciendo con estructura episódica, casi en forma de sketches, y con reparto coral del protagonismo. La película se remata con uno de los clásicos trampantojos del autor, dejándonos contemplar las costuras del cine. Cine dentro del cine, dentro de un sueño.
El mundo de Federico Fellini (Rímini 1920 – Roma 1993) es inabarcable y desbordante. Entre otros muchos premios, ganó cuatro Óscar a la mejor película extranjera y uno más por el total de su carrera. Hay multitud de claves que explorar en su cine, muchos caminos que recorrer que en ocasiones convergen y en otros divergen hasta perderse en líneas infinitas. Fellini construyó el puente entre el neorrealismo y la modernidad, y para eso retrató a la sociedad italiana de su época inventando al mismo tiempo un universo propio. Cuando Cabiria nos mira fijamente en la escena final de su historia (Las noches de Cabiria, 1957), nos está haciendo ver que todo está en proceso de cambio, que las reglas están para romperlas y que el futuro será tan fascinante como el presente y el pasado. Tomando el testigo y el mismo guiño de la Mónica de Bergman (Un verano con Mónica, 1953) o precediendo al Antoine Doinel de Truffaut (Los 400 golpes, 1959), Fellini mira a cámara sin pudor afirmándose como uno de los puntales del arrollador cine de autor que cambiaría de manera decisiva la forma de hacer y de ver películas.
Revisar la obra de Federico Fellini tiene muchos momentos de gozo y algunos momentos de fatiga, pero si algo no se puede negar es la deslumbrante libertad de cada uno de sus planos. En Amarcord (1973) inventa un mundo dentro de este mundo donde la memoria es sueño y el sueño es memoria. El collage de escenarios y personajes que forman parte de sus recuerdos no se extraen con bisturí y escalpelo, sino que se respiran y se sienten sobre la piel como una brisa. Esa forma de vivir a la italiana donde el comer, el beber y el gritar (tan española también, por otra parte) agarran el recuerdo a la mente, impidiendo que se olvide y que se desvanezca al despertar. Es probable que Amarcord sea su gran obra y la consecuencia de un torrente de maravillosas películas que desembocan en ella. En Los inútiles (1953) se aprecia de manera lógica la huella del neorrealismo, no olvidemos que Fellini colaboró con Roberto Rosellini en algunas de sus obras durante los años 40, siendo en esta película donde se reflejan como en ninguna otra la frustración y desesperación de la posguerra, siendo los especiales toques de humor lo que diferencia a Fellini de otros compañeros de generación.
Con La Strada (1954) se produce un salto importante y lo que en principio es una representación de la realidad, cruda realidad, en manos de Fellini se convierte en otra cosa. La historia de aquellos tristes payasos es emoción y es inocencia, el viaje por la Italia profunda como metáfora del ciclo de vida y del momento del choque con lo más duro de ella. Va incluso más allá en Las noches de Cabiria (1957), utilizando a esa portentosa actriz con recursos de cine mudo que es Giulietta Masina, construye uno de los personajes más inolvidables de la historia del cine, una mezcla maravillosa de delicadeza, sutileza, humor, sensibilidad e inteligencia. Como comentaba en líneas anteriores, el paseo final de Cabiria con la mirada a cámara resume en un par de minutos el sentido de la vida (lo confieso, es mi favorita). Si bien es verdad que entre Amarcord y estas otras películas hay otras de gran importancia, desde mi punto de vista las cuatro forman el póker de Fellini, sus obras más incuestionables.
Resulta imposible separar las imágenes de las anteriores películas de la música de Nino Rota, en una de esas colaboraciones que sólo se pueden definir como mágicas cuando dos artistas de disciplinas diferentes se unen, resultando que la música trae las imágenes y las imágenes traen la música: Hitchcock-Hermann, Leone-Morricone, Spielberg-Williams, son ejemplos de otros casos similares. Rota no sólo acompaña las imágenes de Fellini, sino que su música parece salir de las propias imágenes del director. Solo unas breves notas de cualquiera de sus composiciones tienen esa fuerza evocadora de lo clásico y permanente, de manera que aún sin haber visto las películas de Fellini la música es capaz de crear mundos propios y fantasía. Fellini lo tenía casi siempre muy cerca y lo consideró como el más importante de sus colaboradores.
Dentro de ese grupo de colaboradores cercanos me gustaría también destacar al montador Ruggero Mastroianni (hermano del actor), responsable del especial ritmo de las películas del director y de la creación del original ambiente de ensoñación mediante la combinación de imágenes en planos fijos y en movimiento.
Durante el anterior período creativo hubo, por supuesto, otras películas de importancia. Entre ellas se encuentran sin duda La dolce vita (1960) y 8 1/2 (1963). Películas complejas que quizás carecen del toque romántico de las cuatro señaladas, ofreciendo una visión más cínica de la realidad. Marcello Mastroianni actúa en ambas como alter ego del director, recorriendo su universo más personal y autobiográfico. Fellini sigue empleando su formato narrativo en forma de episodios y repartos corales, reforzando aquí aún más el poder de los símbolos, donde cada uno de ellos tiene su significado. La dolce vita ofrece un recorrido peculiar por una festiva y nocturna Roma, a través de los ojos de un descreído reportero que, en el fondo, nos representa a nosotros mismos. Fascinación y al mismo tiempo decadencia, sólo un maestro podría combinar ambas sensaciones. Muchos años después, en 2013, otro inconformista director italiano se atrevió a realizar una segunda parte: una visión actualizada de La dolce vita que con parecidos mimbres consiguió también emocionar. Paolo Sorrentino consiguió que La gran belleza no sólo fuera digna sucesora, sino que, para algunos, superara a la que la inspiró.
En Roma de Fellini (1972), el director continúa su recorrido romano con otra película libérrima e inclasificable, barroca y excesiva, sin hilo argumental alguno que no sea el escenario donde se desarrolla y las decenas de personajes (reales y ficticios) que la habitan. 8 ½ es considerada como una de las grandes películas sobre la creación fílmica, en ella un director en crisis confunde realidad y fantasía, pasado y presente, para representar el bloqueo del autor. Si bien la filmografía de Fellini está llena de referencias autobiográficas, esta quizás sea su película más íntima, la que penetra en sus obsesiones y contradicciones. Es por eso que se trata de una película nada fácil ya que si bien en una primera capa podemos quedarnos con la irónica presentación del mundo del cine, en siguientes capas entramos en formas de autocrítica casi terapéutica, como un acto de contrición personal. Actuales interpretaciones de la obra de Fellini reprochan sus toques misóginos y su baja implicación política, quizás en esta película se encuentren escondidas las claves de todo eso.
La etapa en color de Federico Fellini incluye películas como la anteriormente nombrada Roma de Fellini, o las provocadoras Satiricón (1969) y Casanova (1976), llenas de teatralidad y esperpento, en las que podemos imaginar al propio Fellini peinando, vistiendo y maquillando a sus actores y entrando a gritos en cada escena para dar indicaciones (por esa razón no rodaba con sonido directo). La ciudad de las mujeres (1980) o Ginger y Fred (1986) tienen un cierto toque nostálgico que se corresponde con el final de una carrera y vuelven a demostrar que Fellini era incapaz de separar vida y obra. Sin embargo, de esa época me quedo con una rareza llamada Entrevista (1987). Se trata de un falso documental donde Fellini se divierte y nos divierte jugando con el cine dentro del cine, en un truco de muñecas rusas que transcurre en la mítica Cinecittá y que rezuma cariño por su oficio y, sobre todo, por sus personajes: la emoción durante la reunión de Ekberg y Mastroianni no la pueden disimular ni los propios protagonistas. Sobre la espectacular actriz sueca hay una anécdota que resume bien la personalidad del director: en una ocasión le preguntaron si era cierto que mantuvo una relación con ella durante el rodaje de La dolce vita, a lo que Fellini respondió: “No os lo voy a decir, pero vosotros contad que sí la hubo”.
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