ARTÍCULOS LITERATURA

LA CONQUISTA DEL PÁRAMO

Nuestro páramo ha muerto. ¡Viva el páramo! Desde esta analogía entre la sombra hundida del monarca despedido en la muerte y la nueva figura que surgirá entre salvas, con su corona en ciernes sobre el trono, podemos contemplar el viaje de tendencia más potente y sorpresivo de nuestra penúltima literatura. Me refiero a la escritura rural, que ha pasado de esa intemperie yerma que parecía inmortal e inevitable, con su nostalgia inhóspita y su deshumanización del recuerdo –porque no hay otra cosa en el olvido–, a su actual presencia rutilante en las mesas de novedades de nuestras librerías. La propia expresión, hoy tan acuñada, para referirse a los libros de la España vaciada, y a esa misma situación, no deja de ser una concesión del título del libro que la ha vuelto a renovar en el imaginario colectivo, como necesidad y rebelión por lo que se ha perdido: me refiero a La España vacía, de Sergio del Molino. Porque si ha habido un libro que ha capitalizado, protagonizado e impulsado este no ya resurgimiento, sino triunfal llegada de la literatura neorrural, a pesar de todos los intentos anteriores por cristalizar la denuncia de ese testimonio, ha sido La España vacía: un ensayo que aborda con pulso periodístico de urgencia y mirada quirúrgica la despoblación del interior, esos territorios convertidos en un escenario de abandono y derrota. Sin embargo, ha habido un recorrido, invisible y certero, desde la casi total ignorancia del paisaje literario de la despoblación de esos territorios interiores hasta esta moda más reciente, que ha servido no sólo como estímulo a los recién llegados –con más o menos verdad–, sino también como camión de recogida, con justicia poética, de los nombres que antes batallaron en esa misma guerra de silencio.

Si miramos atrás, ni el tema ni los escenarios son nuevos. Desde Doña Perfecta de Benito Pérez Galdós, pasando por la escritura en marcha del 98 –pienso ahora en Castilla, de Azorín, pero también en Campos de Castilla, de Antonio Machado–, Viaje a la Alcarria de Camilo José Cela o Réquiem por un campesino español, de Ramón J. Sender, el salto hacia nuestra literatura más reciente, anterior a este boom neorrural en una nueva generación –la de los escritores nacidos a partir de los primeros años de nuestra democracia–, cristalizaría quizá no sólo en casi toda la obra de Delibes, sino especialmente en El disputado voto del señor Cayo –que tiene además el valor de situarse poco después de ese éxodo masivo del campo a la ciudad, cuando los escenarios prácticamente acababan de ser abandonados–; y, un poco después, en La lluvia amarilla, de Julio Llamazares, cuyas ediciones se siguen sucediendo como un maná poético de intención y lírico silencio.

El propio Llamazares, en un artículo publicado en El País el 10 de marzo de 2017 titulado La literatura de la España vacía, pone el acento en el necesario rescate de esos libros que han estado ahí, en esa recreación de aquel mundo perdido, con sus voces y gentes, y corren el riesgo de quedar silenciados por la apisonadora de una actualidad que puede tener un poco de gusto pasajero, frente a la raigambre con el campo y la vida, sus costumbres, esas miradas sepias que además de vislumbrarse en las últimas escenas de Los santos inocentes, de Miguel Delibes, ha estado también en otros escritores de los últimos años. Y Julio Llamazares, que ha sido estandarte de ese mundo, partiendo de la Comala del mexicano Juan Rulfo y de la Celama de Luis Mateo Díez –reciente Premio Nacional de las Letras españolas 2020–, como territorios con presencia de abandono, recordaba a los autores Avelino Hernández (Donde la vieja Castilla se acaba), Maria Barbal (Pedra de tartera) o Jesús Moncada (Camí de sirga), el ensayo Las otras lluvias amarillas de José Luis Acín y los relatos mesetarios de Ignacio Sanz, Ramón Carnicer y Jesús Torbado. Y se han sumado Emilio Cancedo (Palabras mayores), Jesús Carrasco (Intemperie), Paco Cerdà (Los últimos. Voces de la Laponia española) o Gabi Martínez (Un cambio de verdad: Una vuelta al origen en tierra de pastores).

Alejandro López Andrada destaca por el cuerpo de su obra frondosa y veraz, enramada por libros de poemas, ensayos y novelas. Su trilogía de la memoria del mundo rural, integrada por El viento derruido, Los años de la niebla y El óxido del cielo está siendo reeditada por Almuzara y constituye un testimonio de lirismo antropológico, tensión y recogimiento emocional; porque López Andrada, como Llamazares, más allá de la circunstancia dolorosa de la despoblación, se abisma en esos personajes que se han quedado solos entre sus recuerdos, en toda esa extensión evocadora, entre arcana y rural.

O Maribel Andrés Llamero, premio Hiperión por su Autobús de Fermoselle, que se abisma con una elegante sutileza en la tierra dura y emocionante de Castilla como materia y prisma fundadores de una identidad. Parece que esta literatura ha llegado al fin para quedarse, para hacernos mirar nuestro interior de páramo perdido y volver a habitarlo.

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