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ATOCHA, MONUMENTO DE VIDA

No ha habido ni una vez que haya pasado por ese monumento de piedra en el abrazo sin pensar que estan vivos. Es imposible, o a mí me ha resultado imposible creer que ese bloque de roca en Antón Martín, emergiendo con fuerza de irrupción granítica, es sólo un monumento inspirado en el cuadro famoso de Juan Genovés, El abrazo, ese mismo lienzo que representó la Transición y había sido pintado y concebido pensando en la amnistía. Amnistía, libertad. Ese grito le costó la vida al estudiante Arturo Ruiz, de 19 años, cuando fue tiroteado durante una marcha pro amnistía el 23 de enero de 1977. De ese grito surgió, al día siguiente, el de cientos de jóvenes que se manifestaron en Madrid como protesta por el asesinato de Arturo Ruiz. Y fue esa misma noche, en esa calma tensa de llovizna, cuando temblaron las paredes del despacho de los abogados laboralistas en el número 55 de la calle Atocha. Fue la explosión final de un enero muy duro, que había comenzado con la promulgación de la Ley para la Reforma Política el día 4, tras el Referéndum del 15 de diciembre, y que había alcanzado su mayor tensión con los secuestros de Antonio María Oriol y Urquijo y el teniente general Emilio Villaescusa por los GRAPO. Pero es que el mismo 24 de enero, además de la fruición por las amenazas de la extrema derecha, había triunfado en Madrid una huelga general contra el Sindicato Vertical del Transporte. Se había puesto en jaque al último reducto del régimen franquista, que no supo frenar ese lento drenaje que Comisiones Obreras supo ir deslizando entre sus estructuras, hasta ganar el pulso desde dentro. Y en esa pugna estuvieron no sólo asesorando, sino prestando sus instalaciones para todos los encuentros y reuniones, los jóvenes abogados de Atocha.

Eran apasionados, eran brillantes y tenían la ilusión por delante. Había más de 150 abogados laboralistas en Madrid, vinculados de una u otra manera al movimiento clandestino antifranquista. Pero brillaban especialmente tres despachos colectivos: el de Lista, de Paca Sauquillo, el de Españoleto, con Cristina Almeida, apoyada por Francisco Javier Sauquillo y su mujer, Lola González Ruiz, y el de Atocha, liderado por Manuela Carmena. El de Atocha tenía dos sedes en la misma calle: en el número 49 y en el 55. Los asuntos que llevaban básicamente pertenecían, o habían pertenecido, a tres ámbitos: hasta su abolición, los casos políticos ante el Tribunal de Orden Público; los temas de derecho laboral, defendiendo fundamentalmente a obreros –muchos de ellos del transporte; de ahí, también, la importancia del despacho en la organización de la huelga de ese mismo 24 de enero– y el asesoramiento a las asociaciones de vecinos en los barrios más humildes de Madrid, donde se había profundizado en una gran labor comprometida, llamémosla así, de evangelización jurídica. Esos abogados, la mayoría de ellos muy jóvenes, habían comprendido que la verdadera lucha consistía en llevar a las casas de esos barrios de la periferia, nacidos como poblados de chabolas por la gran inmigración desde los pueblos, no sólo agua corriente y electricidad, sino otras infraestructuras necesarias para la vida.

La noche del 24 de enero de 1977, Manuela Carmena tendría que haber estado en el número 55 de la calle Atocha, participando en una reunión sobre las asociaciones de vecinos. Pero esa misma mañana, Luis Javier Benavides, otro integrante del despacho, le había solicitado un cambio de local, porque ellos tenían que atender a los obreros hasta que el último de ellos pasara a pedir consejo, pensando en las posibles represalias por el éxito de la huelga, y para eso les venía mejor usar el despacho del número 55. Así que Manuela trasladó la reunión en la que estarían también José María Mohedano y otros abogados al 49, y en el 55 se quedaron el mismo Luis Javier Benavides, Lola González Ruiz y su marido, Francisco Javier Sauquillo, Enrique Valdelvira, Miguel Sarabia y Luis Ramos. Estaba también con ellos el estudiante de Derecho Serafín Holgado, ya integrado en el despacho, que estaba a punto de terminar la carrera. Ángel Rodríguez Leal, el administrativo que se había curtido en la negociación sindicalista en Telefónica, ya se había marchado a tomar una caña y celebrar el éxito de la huelga; pero había dejado un ejemplar de Mundo Obrero olvidado sobre su mesa. Lo necesitaba para una reunión del día siguiente, y regresó. Alejandro Ruiz-Huerta, actualmente el último sobreviviente del atentado, subió con un bocadillo de jamón que había comprado en el bar El Globo, y le dio la mitad a Luis Javier Benavides. En ese momento se escuchó el timbre de la puerta.

Lo que sigue es una ejecución con cinco muertos y cuatro gravemente heridos. Lo más parecido sería la escena de Los fusilamientos de Moncloa de Goya. Como a él, no me interesan los rostros de los asesinos. Son los abogados, rutilantes de esperanza, derecho y convivencia democrática, los que siguen latiendo en mi retina cada vez que paso por Antón Martín y miro el monumento, con su piedra de vida.

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