El Manifiesto Comunista escrito por Karl Marx y Friedrich Engels concluye: “Los proletarios no tienen nada que perder, salvo sus cadenas. Tienen un mundo por ganar. ¡Uníos obreros del mundo!”. Si estas palabras nos evocan el lenguaje empleado por los profetas del Antiguo Testamento al denunciar la injusticia social, puede que la explicación sea más que una mera coincidencia.
Aunque Karl Marx creció en un ambiente familiar de indiferencia religiosa, su abuelo materno era un rabino en Holanda y su padre, que abandonó el judaísmo y adoptó, al menos en apariencia, el protestantismo para poder seguir trabajando como abogado en la Prusia de aquel entonces, descendió de catorce generaciones de rabinos.
El pensamiento de Marx está impregnado de un sentido profundo de compasión hacia los obreros y desfavorecidos que sufrieron las consecuencias brutales del proceso de industrialización ya en marcha en Alemania y de un sistema capitalista que Marx vio como injusto e inhumano. Sus siguientes palabras expresan su sincero deseo de mejorar la vida de los pobres de la tierra: “Si hemos elegido una posición en la vida en la que podemos trabajar para la humanidad, ninguna carga nos puede desanimar, porque son sacrificios realizados por el beneficio de todos… nuestra felicidad pertenecerá a millones”.
Aunque a veces algunas personas parecen pensar que Marx inventó el concepto de la justicia social, la realidad es que la Biblia Hebrea, escrita muchos siglos antes de que Marx naciera, insiste una y otra vez en la imperiosa necesidad de establecer la justicia social y la ve como una obligación moral absoluta: “No torcerás el derecho del extranjero ni del huérfano, ni tomarás en prenda la ropa de la viuda, sino que te acordarás que fuiste siervo en Egipto, y que de allí te rescató Jehová tu Dios; por tanto, yo te mando que hagas esto. Cuando siegues tu mies en tu campo, y olvides alguna gavilla en el campo, no volverás para recogerla; será para el extranjero, para el huérfano y para la viuda; para que te bendiga Jehová tu Dios en toda obra de tus manos”. (Deuteronomio 24: 17-19).
Los profetas en particular no se cansan nunca de denunciar la injusticia en un lenguaje apasionado y vehemente: “¡Ay! los que decretan decretos inicuos, y los escribientes que escriben vejaciones, excluyendo del juicio a los débiles, atropellando el derecho de los míseros de mi pueblo, haciendo de las viudas su botín, y despojando a los huérfanos”. (Isaías 10, 1-2).
Marx estaba convencido de que la creencia religiosa es una ilusión que nos distrae de la obligación de mejorar las condiciones terrenales y que nos anima a fijar nuestros ojos en una supuesta felicidad eterna en el Paraíso después de la muerte. Él pensaba que la necesidad que tanta gente siente de alguna creencia religiosa desaparecería una vez establecida la utopía comunista que él quiso promover. Describió la religión como el opio del pueblo. Sin embargo, mientras que la gente tenía que vivir en una sociedad profundamente injusta, Marx reconoció el consuelo real y el alivio del sufrimiento emocional que la religión ofreció a la humanidad sufriente. “La angustia religiosa es la expresión de una angustia real y una protesta contra un sufrimiento real. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el sentimiento del corazón de un mundo sin corazón y la expresión del espíritu en una situación carente de espíritu. Es el opio del pueblo”. A pesar de su indudable efecto consolador y su capacidad de aliviar el sufrimiento emocional de la gente marginada y maltratada por un sistema económico cruel, Marx pensó que la religión representó un tratamiento meramente paliativo, algo que alivió los síntomas sin atacar la raíz de la enfermedad, una enfermedad que, para él, era el sistema capitalista.
Marx estaba convencido de que el derrumbe del sistema capitalista y su sustitución por un sistema comunista era absolutamente inevitable y predecible. Una cuestión interesante es hasta qué punto las ideas de Marx podrían haber sido moldeadas inconscientemente por las tradiciones e ideas del judaísmo, una religión que él rechazó en su nivel consciente. A pesar de la indiferencia religiosa de la familia de Marx, es difícil creer que los valores e ideas de sus numerosos y distinguidos antepasados judíos no dejaron ninguna huella en su pensamiento. De hecho, su fe inquebrantable en un final feliz es muy parecida a la visión escatológica del judaísmo según el cual, con la llegada del Mesías, los problemas del mundo serían resueltos y toda la humanidad podría vivir felizmente en paz, justicia y armonía. La visión marxista de una era de comunismo puro en la que todos recibirán en función de sus necesidades y aportarán en función de sus capacidades, utopía en la cual la lucha de clases cesará para siempre y la humanidad entera disfrutará de la justicia social anhelada durante tanto tiempo, no suena tan distinta de la visión del profeta Isaías: “El lobo y el cordero comerán juntos y el león comerá paja igual que el toro, y la serpiente se alimentará de polvo. Nadie hará daño ni destruirá nada en toda mi montaña sagrada”.
La creencia en la llegada de un Mesías que liberaría el pueblo de Israel y traería a la tierra una era mesiánica de paz y justicia universales se considera como una de las nociones más fundamentales del judaísmo y fue incluido por Maimónides en sus Trece Principios de la Fe. ¿Se puede considerar el marxismo como una especie de mesianismo secular? ¿Una visión escatológica de una futura era mesiánica y utópica, un mesianismo separado de sus raíces religiosas y, por lo tanto, un mesianismo incompleto o mutilado?
El mesianismo de Marx se basa en la idea de que el ser humano es fundamentalmente bueno y, para conseguir una sociedad justa, basta con cambiar las estructuras económicas y políticas que, en la opinión de Marx, distorsionan y corrompen nuestra bondad natural. Para Marx, cambiar estas estructuras pasa necesariamente por una lucha de clases en la que la clase oprimida por el sistema capitalista tumba el sistema e instala el sistema comunista que resolverá los problemas que afligen a la humanidad. Esta visión es radicalmente distinta de la visión del ser humano en la Biblia Hebrea y en el Nuevo Testamento. La tradición judeocristiana está convencida de que, para conseguir la justicia social, no basta con cambiar las estructuras, sino que hay que cambiar el corazón humano.
Si examinamos la historia de las revoluciones, parece que la visión bíblica del ser humano, aunque a primera vista menos positiva que la del marxismo, es quizás más realista. Cambios en las estructuras políticas y económicas, en lugar de traer el Paraíso a la Tierra, tristemente han traído un infierno de encarcelamientos arbitrarios, hambrunas, policías secretas, torturas e innumerables muertes. El mismo Jesús, al ser tentado por el Diablo a convertir las piedras en panes, se negó a ser un Mesías secular, insistiendo que el ser humano, además del pan, necesita la palabra de Dios si va a vivir una vida plena y feliz. Solamente, después de intentar cambiar los corazones de sus oyentes a través de su Sermón de la Montaña, distribuyó comida, una comida que, una vez convertidos los asistentes, satisfizo el hambre de una multitud. Hoy en día, sobra tecnología para alimentar a toda la población del mundo, pero, mientras que el corazón humano siga endurecido, la comida no llega a los que tanto la necesitan.
En su encíclica Caritas in Veritate, el Papa Benedicto XVI dejó claro que la justicia social no es una opción más, sino una obligación fundamental para cualquier cristiano: “La caridad es la vía maestra de la doctrina social de la Iglesia. Todas las responsabilidades y compromisos trazados por esta doctrina provienen de la caridad que, según la enseñanza de Jesús, es la síntesis de toda la Ley”. (cf. Mt 22,36-40). Ella da verdadera sustancia a la relación personal con Dios y con el prójimo; no es sólo el principio de las micro-relaciones, como en las amistades, la familia, el pequeño grupo, sino también de las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas. Para la Iglesia —aleccionada por el Evangelio—, la caridad es todo porque, como enseña San Juan (cf. 1 Jn 4,8.16) y como he recordado en mi primera Carta encíclica Dios es caridad.
Una de las diferencias importantes entre la visión judeocristiana de la justicia social y cómo se la puede conseguir y la visión marxista es la noción del desarrollo integral. A diferencia de los mesianismos seculares como el marxismo, que han amputado la dimensión trascendental o espiritual del ser humano, la doctrina social de la Iglesia Católica insiste en la necesidad de buscar la realización de todas las dimensiones humanas sin excepciones. Como dijo el Papa Pablo VI en su encíclica Populorum Progressio, “el desarrollo no se reduce al simple desarrollo económico. Para ser auténtico, debe ser integral, es decir, promover a todos los hombres y a todo el hombre”.
A la hora de buscar una solución a los intolerables y radicalmente injustos problemas que afligen al mundo es muy importante reconocer que tener buenas intenciones no basta. De hecho, como dijo Shakespeare, “el camino hacia el Infierno está pavimentado de buenas intenciones”.
Lejos de tener el marxismo un monopolio en lo que se refiere a la justicia social, se puede argumentar que, como cualquier otro mesianismo secular, el marxismo, al ignorar cualquier dimensión trascendental, ofrece una visión muy limitada y radicalmente incompleta del ser humano. Mientras que está claro que el hombre necesita el pan para vivir, sigue siendo cierto que, como dijo Jesús, reproduciendo las palabras de Deuteronomio, el hombre no vive sólo de pan. Un mesianismo secular no solamente no ofrece una vida humana plenamente satisfactoria en todas sus complejas dimensiones, sino, al menos hasta la fecha de hoy, tampoco ha sido capaz de darle al ser humano el pan que necesita para vivir.
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