En una primera lectura, la ventana se concibe en múltiples formas geométricas. Se arquea, se convierte en un círculo, en un solo marco cuadrangular, líneas al fin que delimitan el espacio. Se convierte, de hecho, en mera apariencia de una realidad material que en sí misma no existe, recreación mental de apertura a un mundo por descubrir. Un recuadro que nos lleva a introducirnos en espacios sin tiempo, sin coordenadas, como ocurría a Alicia en el País de las Maravillas. Es el encuadramiento que nos hace vislumbrar un paisaje, una calle, un edificio, gente que corre, que anda, convirtiéndonos en espectadores de una realidad que pasa delante de nuestras miradas, testigos de escenas ajenas a nuestra irrupción. La ventana abre y cierra planos y es desde donde se vislumbra un escenario, similar a aquel legado de Alfred Hitchcock en la célebre escena de su obra maestra La ventana indiscreta, rodada en 1954, donde James Stewart concibió todo el lugar de un asesinato.
La ventana no es solo un marco, un encuadre, un hueco en lo pétreo de un muro. Crea, por el contrario, un sentido de perspectiva, de apertura, de conciencia del espacio que se expande, que se prolonga más allá de un límite a veces que mira al infinito. La ventana abre y cierra espacios, diluye mundos divergentes, como en las celosías de las viviendas musulmanas o en los propios conventos. Dos líneas del tiempo diferentes en las que, tras ellas, se encierra el secreto mejor guardado de una comunidad: la vida doméstica de la familia siguiendo la tradición coránica o la vida en oración puesta en común en la soledad de la comunidad religiosa. Despliega emociones místicas, pues por ella irrumpe la luz divina, como en las grandes vidrieras de las catedrales góticas en las que ya George Duby plasmaba las representaciones más excepcionales de la Historia del arte formadas por gamas de colores que invadían el conjunto monumental.
La ventana reclama sensaciones, ganas de conquistar el mundo. La vida pasa ante ella, encuadra existencias ajenas, gente que pasea, que corre, que discute, se mira, se busca, se observa… Bullicios que dan pulso a una urbe, a una plaza, a una calle o a cualquier rincón en el que se entrecruzan las almas de dos seres. El reclamo de la ventana como entrada al interior recogido en los escenarios oníricos de los paisajes de Faulkner, Balzac o el propio Chejov y que desborda el propio marco, escape también de esa celda que en noches oscuras ya evocaron San Juan de la Cruz o Santa Teresa de Jesús. Su abertura da lugar a la incursión de olores que no dejan ajena a la propia alma, a la sensación de liberación que desencadena los lazos rígidos, al igual que el hombre de la celda interpretado por Burt Lancaster que dio lugar, en años posteriores, a una legión de imitadores de los que su contacto con el espacio exterior era la ventana de una celda.
La ventana despliega de esta manera comunicación, donde los papeles de emisor y receptor pueden ser mutables en función del contexto en que se esté situado o desde el punto de vista en que nos coloquemos. Y es que, a través de la cristalera de una ventana, la luz se concibe como la protagonista: puede inundar el interior de nuestro escenario y convertirse en punto de referencia de nuestra propia vida. Quizás esa sería la sensación que tenemos al contemplar La vocación de Mateo, de Caravaggio, realizada entre los años 1599 y 1600, acentuada por un léxico místico y en la que la presencia de una fuerte luz focal que diluye la oscuridad descubre una excepcional ventana, dibujada con sencillez, resaltando la textura de la madera y en cuyo marco se insertan cuatro líneas cuadradas, a modo de cruz, que van perfilando una tonalidad sombría reflejo del contraluz propio de las composiciones del genio italiano. Una ventana que forma parte del escenario, reflejada en el instante de la luz mística que indica el brazo de Cristo, a cuyos pies se desarrolla el tema esencial de la composición: el grupo de San Mateo y sus amigos. Una ventana que mira hacia el interior, como nuestra propia conciencia del alma.
Unos siglos antes, en la pintura primitiva flamenca, la ventana ya se había convertido en esa apertura no solo reflejo de perspectiva, sino que nos descubría el mundo urbano floreciente que iba concibiéndose en sus propias ciudades, la sociedad que nos llevaría al final de la Baja Edad Media. No son simples encuadres, sino que se idean con un sentido de elegancia de formas en los que juegos de arcadas y columnillas van sustituyendo a unas básicas líneas de separación. Ante el espectador la ventana abre un mundo detallista, de preciosos paisajes, donde los ríos discurren entre los umbrales de la ciudad en línea confusa de horizontes sin fin.
Roger Van Der Weyden nos descubre de esta manera, en la preciosa escena de San Lucas dibujando a la Virgen, la vida exterior como mundo que descubrimos desde el frontispicio de un marco. El lienzo, realizado entre 1435 y 1440, conservado actualmente en el Museo de Bellas Artes de Boston, respira esa concepción de entrada a la vida que ya se recogía en la idea humanista de la pintura flamenca. Descubridora de este espacio exterior se revela como gran triunfo de la pintura contemporánea, concepción plena de la libertad compositiva que había definido el mundo de la vanguardia. Matisse, en 1905, nos dejaría su famosa Ventana abierta hoy conservada en el National Gallery of Art en Washington, ejemplo de un excelente cromatismo del paisaje.
La ventana abierta, la irrupción del mundo exterior en la vida interna de los ambientes domésticos, traspasa la concepción melancólica de la luz que invade repentinamente y, al tiempo, ilumina y da lugar a una lección psicológica de los personajes que, por ejemplo, puede ser de sorpresa. Algunos de ellos los concibió el genial pintor holandés Johannes Vermeer, maestro de interiores. Como ejemplo dejó la famosa muchacha con un collar de perlas, realizada en 1662, hoy conservada en la Gemäldegalerie de Berlín. Unas notas de melancolía impregnan la composición también de Vermeer llamada Mujer leyendo en la ventana, fechable hacia 1657. El objeto en sí se convierte en un cuadro espacial de entrada al interior. En él el rostro de lado de la mujer afligida se refleja sobre el cristal de los cuadretones inferiores, verdadero diálogo emocional de dos caras de un mismo rostro. Quizás Bartolomé Esteban Murillo nos dejara la mejor lectura de la luz exterior irrumpiendo por una ventana en El joven mendigo, creada hacia el año 1650, conservada hoy en el Museo del Louvre, discurriéndose por la textura arcillosa y desmoronada del enmarque parcial de una ventana que nos muestra la pobreza infantil propia del Barroco. Ya Virginia Wolf en su mundo interior evocaría la luz que transcurre por el escenario de otra ventana en la obra La habitación propia, publicada en 1929: “La luz de la mañana de octubre caía en rayos polvorientos a través de las ventanas sin cortinas y el murmullo del tráfico subía de la calle”.
La luz atenuada de la noche a veces invade los interiores de las habitaciones a través de ellas, reflejo de las farolas urbanas, de la propia luna, y configura una conjunción de sombras y grises que acarrea atmósferas melancólicas, de insomnio, de personajes atormentados por experiencias negativas de la vida. Lo resaltarían así las múltiples versiones que Edward Munch a lo largo de su producción. Recordamos a la famosa Chica de la ventana, fechada en 1893, conservada en el Art Institute de Chicago, que muestra la visión interior de una muchacha frágil que mira por ella, nuestra ventana, iluminada por un reflejo de luz mortecina. Este reflejo de los contornos de la estructura enmarcada sobre el suelo expone el juego de sombras y luces que, posteriormente, revisaría Murnau en la famosa escena final de Nosferatu realizada en 1922: la inclusión de los primeros rayos de sol desintegraría al monstruo.
Las ventanas se convierten, a su vez, en verdaderos enmarques de enigmáticos personajes que, situados a espalda del espectador, se asoman a un mundo que en sí mismo se diluye a su vista. La perspectiva lineal de la mirada desde el interior hacia la naturaleza o hacia la ciudad, el río, el campo o a una calle se convierte en gozo de juegos narrativos, en dialogo espacial de luces y colores, en el que el devenir del tiempo se ha parado como si estuviéramos esperando en este instante algún acontecimiento que debe llegar. En 1822 Friedich Caspar David mostraría en su único interior, Mujer en la ventana, hoy conservado en el Staatiche Museum de Berlín, uno de los retratos psicológicos más excepcionales del mundo romántico. No conocemos la figura de la mujer, sus facciones físicas no las muestra en la realidad material, es una pura sugerencia de emociones en la que la figura nos traslada, a través de su posición, a la visión del río Elba y del mástil de un barco al lado de un entorno fluvial. Un aire de melancolía envuelve toda la composición en la que la ventana abierta encuadra a la figura femenina, verdadera protagonista. El alféizar se convierte en el banco de apoyo de los brazos de la mujer que quizás medita por un desengaño o por el paso de la propia vida.
Unos años más tarde Salvador Dalí recrearía el mismo tema con su famosa Figura en una finestra, creada entre los años 1923 y 1926 y conservada en el Museo de Arte Contemporáneo Reina Sofía de Madrid: una de las obras más significativa del genial pintor español y que puede ser de las más conocida del propio siglo XX. Un retrato en sí dedicado a su hermana Ana, inquietante, llena de vida, completado por el ritmo del viento que ondula las olas surgidas ante la mirada de la muchacha, fundiéndose la belleza de la propia mujer con la de la naturaleza. Cadaqués, el lugar de residencia familiar en los periodos festivos, se presenta como contexto incuestionable de reflexión melancólica entre un suave cortinaje de textura lisa con colores blancos y azules.
Una versión del mismo tema, Clotilde en una ventana, de Joaquín Sorolla, dejaría constancia del alma de su esposa, su amor eterno, de la que apoyada en el alfeizar se vislumbra su rostro. Al igual que en el pequeño dibujo Mujer asomada a la ventana, esbozo compositivo de 1888 hoy conservado en el propio Museo de Sorolla de Madrid, en el que la figura destaca en el contorno espacial. En 1919 Picasso habría realizado en esa línea compositiva la muy conocida Naturaleza muerta frente a la ventana de Saint Rafael.
La mirada exterior de una ventana alumbra espacios interiores en los que el juego narrativo subyace al cambio de perspectivas. A través de ellos el espectador puede admirar los interiores domésticos, auténticos miradores de configuración de la vida social americana. Así encontramos la excepcional representación del interior de un bar, composición de 1942 conocida con el nombre de Nighthawks, conservada en el Instituto de Arte de Chicago, que desde una perspectiva alejada nos asoma, a través de un amplio ventanal, a la escena nocturna de la barra en la que se ha dado cita una pareja entablando conversación con el camarero y el personaje masculino de espaldas al espectador: una escena de soledad, de interiores nocturnos, un plano que utilizaría pocos años después el cine negro americano de Howard Hawks o John Huston.
Hopper y el juego de ventanas darían lugar a una amplia producción a lo largo de su carrera artística entre la que está Sol de la mañana, fechable hacia 1952, conservada en el Museo del Arte de Columbus: una mujer sentada en la cama observa, de nuevo a través de la ventana, el mundo exterior que se le abre como comienzo a una nueva vida, signo de la soledad identificada en la concepción espacial y resaltada por el protagonismo de la ventana, ahora soporte emotivo de la posición del artista ante el escenario de la vida.
BIBLIOGRAFÍA
Díaz-Urmeneta Muñoz, J. (2014). Carmen Laffon. Apuntes para una biografía artística. Arte Hispalense, 86, p. 180-182
Díaz-Urmeneta Muñoz, J. (2015). Carmen Laffon. El paisaje y el lugar. Centro de Estudios Andaluces
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