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OBJETOS CON ALMA

El largo debate sobre la sostenibilidad de la artesanía en el siglo XXI, es ciertamente, un tema que no está cerrado. ¿Era y es posible que un quehacer artesano exista en un mundo cada vez más tecnológico? Para poder dar respuesta a esta pregunta, se han realizado muchos debates y reflexiones sobre qué es la artesanía.

No hay una respuesta única, ni fácil, pero prácticamente todos los especialistas, expertos quienes opinan y debaten desde el conocimiento, todos han hecho referencia a que la artesanía es un quehacer que surge de la necesidad humana es decir de resolver dichas necesidades, por ello, es que la artesanía vive tan cómodamente en el mundo del objeto. Es el objeto quien va buscando satisfacer esas necesidades de toda índole. La única manera que el hombre tuvo para dar satisfacción a aquellas necesidades fue a través de la experiencia, el ensayo y el error en la creación de herramientas y objetos, y de la relación con la materia. 

Así fueron surgiendo rubros artesanos, cada vez más especializados; ceramistas, talladores, herreros, vidrieros, bordadoras, textileros, y un largo etcétera. La pregunta es porqué aquellos objetos que fueron entrando en la vida humana, para hacerla más cómoda, fácil y perfecta, necesariamente tuvieron que buscar la estética y la belleza, junto a la función de los mismos. ¿El objeto necesariamente nació con esta conjunción indivisible? La verdad, es que siempre que se encuentran piezas de cerámica, tallas de madera o antiquísimos textiles, siempre encontraremos esta perfecta unión, unión verdaderamente simbiótica entre función y belleza.

El ser humano tiene una relación estética con el entorno, con su medio, con la naturaleza, pues como dijo el filósofo chileno Luis Oyarzún: “El ser humano es estéticamente sensible”, y por ello, esa sensibilidad la plasmará en los objetos de la más variada índole que pueda crear y con los cuales se relacione. Esa relación sensible con la belleza de la naturaleza lo moldea, y lo determina, es decir que el ser humano no concibe un mundo objetual sin belleza.

Todas las culturas desarrollaron su lenguaje estético, ello junto a las tradiciones, la visión cósmica, mística y /o religiosa, determinó una forma y un quehacer que se manifestó y plasmó en el objeto artesano. Ha sido a través de la maestría de la mano, la única forma de dominar la materia, asirla, y crear un mundo de cosas. La relación era perfecta, pues el artesano era un miembro más de la comunidad y la habitaba al igual que sus pares, por tanto, la prenda de vestir, las vasijas, la cacharrería, la orfebrería, los utensilios de labranza, o la imaginería religiosa, etc., se fueron modificando y adecuando a las necesidades de dicha comunidad de la cual él formaba parte.

De allí que el cesto de mimbre de una zona será diferente al de otra, pues un canasteiro gallego lo crea para que sus pares lo utilicen para sacar mariscos, y un cestero andino lo creará para que se pueda cosechar maíz. Por tanto uno y otro cesto pertenecen a un grupo humano preciso, y dicho cesto ha variado hasta llegar a su clímax evolutivo y ser el cesto óptimo y perfecto para su función, pero además ha sido decodificado por su comunidad en la belleza. Esta relación era tan perfecta, porque además la relación del creador de los objetos tenía una relación directa con el usuario y comprador. Entonces ¿qué puede salir mal? Aparentemente, nada. El usuario estuvo en una comunión perfecta con la función y la belleza de sus objetos hasta la llegada de la revolución industrial. El impacto fue brutal, demoledor para el mundo artesanal, el único que se conocía hasta entonces. Sin embargo el producto, el objeto industrial tenía sus problemas, no tenía éxito en la relación entre el usuario y la belleza, y no tenía éxito pues rompió aquel equilibrado matrimonio tan bien avenido por siglos de siglos, que formaba parte de una manera natural y propia del objeto artesano. El producto industrial resultó perfecto en su función, ¿pero y la belleza? Así los objetos fueron rechazados, no fueron decodificados ni aceptados muy en sus principios, y comenzaron a desfilar una serie de propuestas, movimientos y estilos para poder dar solución a este problema. Entonces llegó Walter Gropius a crear en 1919 la escuela de arquitectura, diseño, artesanía y arte Bauhaus, apoyándose justamente en el maestro artesano para su éxito. “Arquitectos, escultores, pintores…debemos regresar al trabajo manual. 

Establezcamos, por lo tanto, una nueva cofradía de artesanos, libres de esa arrogancia que divide las clases sociales y que busca erigir una barrera infranqueable entre artesanos y los artistas” (Walter Gropius1). 

La escuela Bauhaus estableció la disciplina del diseño como una forma de dar solución a este dilema enorme que había llegado con el producto industrial. Sin embargo, la experiencia nos dice que aún no está cerrado el conflicto y que la pregunta sigue abierta ¿tiene cabida la artesanía en el siglo XXI?

En la meseta andina hay una cultura precolombina, llamada Aymara, pueblo que habita entre el occidente de Bolivia, el noroeste de Argentina, el sureste de Perú y el norte Grande de Chile. Los Aymaras contienen una tradición textil de origen prehispánico, que se mantiene muy arraigada en la comunidad. Esta actividad ha sido característica de esta cultura, una cultura tejedora por excelencia. Sus técnicas y estilos se han seguido transmitiendo de generación en generación, principalmente a través de las mujeres de esta cultura. Las niñas desde muy pequeñas se inician en las labores textiles, tejiendo pequeñas piezas de creación propia. Su aprendizaje comienza con el telar de cintura, y realizan pequeñas piezas como fajas, bolsas para guardar semillas o las hojas de coca. Su saber hacer, y su dominio en el hilado y teñido de sus lanas de alpacas y vicuñas, han dejado un acervo cultural profundo, y un lenguaje textil propio. Con telares horizontales bastante simples, en su estructura, crean tejidos de utilidad doméstica y laboral, de gran calidad y excelencia en su prolijidad. Ruanas, ponchos, chales, fajas, mantas y bolsas son sus creaciones más comunes y usadas por toda la comunidad Aymara. Pero más allá de la prenda de vestir tejida, más allá de su excelencia, los textiles Aymaras representan la cosmovisión de su cultura.

La iconografía, la combinación de formas y líneas, los diferentes usos del color, y la manera de componer en el espacio en los textiles, son elementos de un lenguaje visual que se articulan para transmitir mensajes, incluso poemas. En un textil Aymara, la combinación de colores, por ejemplo, manifiesta la pertenencia a un grupo, y con ello genera una relación con la combinación cromática.

Lo cierto es que ha sido ésta una cultura que se ha desarrollado en torno al tejido, en todos sus procesos, los cuales comienzan con la adquisición del vellón, el posterior teñido, el hilado con un pequeño huso de madera, y finalmente la creación del tejido a telar.

El telar además de una actividad manual, es una actividad espiritual, en cada tejido se vierte el pasado, se vierte todo el acervo cultural de esta comunidad, pero además es una actividad matemática. El telar es cuenta viva.

A principios de la década del 2000, fui destinada al Norte de Chile, a impartir un curso de asesoría en el área de diseño en comunidades Aymaras. La experiencia que tuve fue absolutamente reveladora y dejó en mí una huella y una enseñanza de vida. Inicié mi trabajo en las ciudades de Iquique, poblados de Alto Hospicio, Pozo Almonte, y en la ciudad de Arica y poblados de Azapa. Partí con un respeto anticipado hacia la cultura y hacia las mujeres con que iría a trabajar. Encontré que cada grupo siempre se autodenominaba con un nombre que las representara e identificara. Grupos muy organizados, disciplinados, con estatutos, funciones y tareas descritas. Estas mujeres de mentalidad matemática, disponían su día en múltiples funciones que iban desde las labores domésticas de casa, como limpieza, cocina y cuidado de niños, como también el pastoreo y trabajo textil. Comencé mi relación con ellas despacio, observando, tanteando el terreno, para poder asesorar de manera eficaz en áreas que pudieran estar más necesitadas. Para ello visité sus casas, y me adentré en su rutina diaria, lo cual generó en mí solo admiración. Las casas generalmente estaban dispuestas de la misma manera en el espacio. Al entrar a una vivienda, casi siempre hay un espacio de reunión formal con una mesa de comedor, donde se observa rápidamente que allí no se desarrolla la actividad protagónica del hogar. Hacia atrás la vivienda se va abriendo hacia patios de diferentes tamaños, allí la actividad se vuelve casi frenética. Zona de cocina, y corrales que dan lugar de permanencia a los telares y grandes tambores en donde se efectúa el teñido de los vellones. Allí es la mujer la lideresa, ese es su reino. Cada mujer realiza una enorme cantidad de funciones y tareas.

En mis visitas a estas comunidades llegué a observar cómo una mujer Aymara a la vez que hilaba con el huso, revolvía el alimento que hervía en una olla, y con el pie mecía al bebé en la cuna.

La distancia entre objeto, usuario y comprador, no ha sido un problema ajeno a las tejedoras Aymaras. Los usuarios de sus tejidos no son sus vecinas, ni tan siquiera los miembros de su comunidad, pues en cada familia hay una mujer tejedora. La usuaria compradora se fue estableciendo cada vez más lejos, más distante, en grandes ciudades, en Ferias de artesanías, o incluso en alguna tienda VIP de algún centro comercial en algún aeropuerto. Allí visualicé un problema, ¿quiénes son, cómo viven, qué necesitan los posibles compradores y usuarios del tejido Aymara? Nadie lo sabía. El hecho de convivir con las mujeres de esta cultura nortina, me hizo entender su mundo de objetos, un mundo absolutamente diferente al de la gran ciudad.

La primera actividad que hicimos fue coger un bus e ir todas juntas a visitar el gran centro comercial de Iquique. Para ellas resultó un gran impacto, pues fuimos con libreta de apuntes, observando y haciendo una lista de todo lo que se vende en el ámbito del hogar. Ellas que provienen de un mundo objetual bastante simple, sencillo, no podían comprender la cantidad de cosas que se vendían; cojines para una variada gama de muebles, mantas de cama, cortinas, mantas y bolsos de bebé, y un etcétera tan amplio como la vida citadina. Para ellas que visten su traje de faldas, mantas y ruanas, se establecía un abismo al observar las variadas prendas de vestir que se ofrecían en la moda femenina.

Debo puntualizar, que en la ciudad de más al norte, Arica, no pudimos hacer el ejercicio de ir al centro comercial, por una sencilla razón, no existía. Entonces, el ejercicio lo desarrollamos libreta de apuntes en mano, viendo la serie de media tarde de televisión. Las escenas las fuimos desmenuzando, y anotando la cantidad de objetos que observamos. La primera expresión, común a todos los grupos fue “cuántas cosas necesitan para vivir en la ciudad”. Esa reflexión nos llevó a plantear la siguiente pregunta: ¿de todo lo que se oferta, qué podemos tejer nosotras? El dilema era claro, las tejedoras Aymaras se habían quedado en un desmedro, en una distancia tal a sus posibles compradoras, que no tenían objetos que ofrecerles, por una razón simple, no sabían que necesitaban.

Sé, que el impacto fue enorme, ellas observaban sus hogares en donde todo era actividad práctica y comercial, ellas no poseían objetos de decoración, objetos que cumplieran un mero placer estético. Eso hizo que cada una se sumergiera en una sencilla investigación grupal, ¿qué somos capaces de ofrecer? Estas mujeres hábiles, rápidas y disciplinadas comenzaron a desarrollar proyectos increíbles, y cuando me presenté en la siguiente visita, me sorprendieron con un showroom hecho por ellas mismas en donde había vestidos infantiles, cojines para terraza, un bolso para guardar los utensilios del bebé, cortinas, pieceras, adornos para el árbol navideño y hasta un traje de novia. Todo realizado desde su lenguaje, desde su combinación de colores, lanas y desde su acervo cultural. 

Esa experiencia me reveló de manera tácita, que el gran problema de la artesanía del siglo XXI es esa disociación, esa distancia entre el artesano y su posible comprador, distancia que lleva consigo esa falta de conocimiento de las necesidades que están más allá de la frontera de su taller. Esa distancia entre creador y comprador, que nunca se dio antes de la Revolución Industrial, y que en muchos casos no tiene remedio.

En mi deambular por talleres en la ciudad de Arica, observé que había una mujer tejedora que de alguna manera no lograba formar grupo de trabajo con las compañeras del curso que yo impartía. Ella siempre quedaba postergada, ella siempre trabajaba en solitario. Resultaba osca, y su mirada transmitía una culpa escondida. En una visita a su taller, la cual hacíamos todas de manera conjunta, para ver los avances, para ver las propuestas de cada cual, y aportar como equipo, se vio desvelado el conflicto. Esta mujer Aymara tenía en su espacio de trabajo un gran telar, en él se veía un tejido de varios metros, y a un costado baldas con mucho tejidos terminados. Pregunte ¿qué tienes allí? ¿Qué prendas son esas? Ella enmudeció, entonces su mirada de culpa se vio enrostrada por sus compañeras: “Ella teje para una diseñadora santiaguina. Ella teje tela, solo tela, metros de tela según el color que le piden. Ella ha ensuciado nuestro nombre, eso no es ser una tejedora Aymara, eso es ser una obrera asalariada”.

Aquella respuesta certera, diáfana y sin adornos, me dejó atónita. Entendí de una vez, que ellas, las mujeres tejedoras Aymaras, sí sabían cuáles eran las características que las hacían dignas merecedoras de llevar ese título. La tejedora Aymara, observa y da soluciones formales y estéticas, ella da forma a sus objetos. Tejer metros de tela, convirtió a esta mujer en obrera, y eso para su acervo cultural era una ofensa, era una vergüenza.

Esta experiencia ha sido para mí una lección de vida, pues esta dinámica la he visto en muchas comunidades artesanas, es decir llega un diseñador, una diseñadora y hace encargos, demanda la creación de objetos como si de materia prima se tratase, el nombre, las ideas, el acervo cultural, la cosmovisión, la propuesta creativa del artesano se pierden, de él o ella solo se requerirá su buen hacer, su experticia manual, experticia que el diseñador por supuesto, carece. Aquellas mujeres Aymaras, orgullosas y altivas, me develaron este conflicto de manera honesta, pero sin lugar a dudas no es un conflicto que les atañe solo a ellas.

El conflicto ha sido develado. La distancia, la forma de vivir del artesano, lo deja fuera de las pistas, lo deja, sin poder descifrar qué necesita ese posible usuario, el único quien podrá comprar, y por tanto permitir que su artesanía, su dominio y experticia sigan vivas y vigentes. La solución generalmente ha sido dada por diseñadores, dejando a un lado al artesano, utilizado como mano de obra, o bien por intermediarios comerciales, quienes compran a bajo precio y colocan los objetos artesanos en mercados, a los cuales sus creadores nunca podrán acceder por sí mismos, sencillamente porque no saben que existen.

Las mujeres Aymaras, que yo conocí, me dieron una lección de orgullo, dignidad y amor hacia su quehacer, como nunca antes había visto. Ciertamente la pregunta aún no la puedo responder, pues ellas sin un apoyo para llegar a esos mercados compradores, con potenciales usuarias de sus prendas no podrán dar soluciones a nuevas necesidades, no por incapacidad, sino porque las desconocen. Ningún artesano rural, étnico o campesino, podrá mantener su quehacer sin un apoyo. La distancia entre éstos y los mercados consumidores, que sí pueden requerir, apreciar, y comprar, debe ser resuelta no por comerciantes inescrupulosos, sino por agencias interesadas por preservar, cuidar, y legitimar el acervo cultural de dichos artesanos.

Se ha de comprender que ser artesano implica muchas funciones y habilidades. Es ser creador, es ser diseñador, pues da soluciones objetuales a las necesidades humanas, también es ser manualista pues contiene una riqueza y experticia en el quehacer manual, y sin duda también es ser vendedor.

La solución debe ser dada por una sociedad educada, una sociedad que no busque en el objeto artesano el souvenir barato, que sepa distinguir cuando el artesano ha sido utilizado como mano de obra experta y asalariada, y por supuesto sepa distinguir cuando en la feria de artesanía se vende como tal un objeto hecho en China, pues el objeto artesanal, es el único objeto que posee alma, y como toda alma, ésta ha de ser honrada.

1. Oriol Pibernat i Doménech, 1986, pag.32

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