Identificación y cercanía
Un gran poeta, miembro eminente de la famosa Generación del 27, un plantel de genios poéticos y literarios en general, a cual mejor, muy significativos en el panorama cultural de la España de entonces y con enorme estela hasta hoy. De ellos estimo, tal vez, el más fino, con Dámaso Alonso, a este ilustre montañés.
Gerardo Diego (se lo escuché en persona) quiso ser músico e hizo la carrera de piano, pero consideró que no iba a poder parangonarse con las glorias que entonces deslumbraban el Olimpo pianístico de su época, Rubinsten, Horowitz, Kempff, Gieseking y otros de igual talla. Y renunció, pero el sentido musical, el ritmo, con la exquisitez de ese instrumento-rey, los conservó en sus versos. Y, desde luego, lo que he llamado espiritualidad, entendida como dimensión trascendente, impregnada de sentido religioso fino, sin melifluas adherencias, lo tuvo de manera notoria. Todos los poetas del 27 compusieron versos de tema religioso, bellísimos, pero en Gerardo Diego esta dimensión espiritual se dio de manera eminente; sus Versos divinos, como él tituló a un gran ciclo de su obra poética, constituyen un verdadero conjunto de exquisita factura y singular aliento; al cual se añaden otros poemas sueltos, compuestos para alguna ocasión, con la misma fluidez y delicadeza que los demás.
Yo tuve el privilegio de ver y escuchar dos veces a este gran poeta. Una, más, digamos común, pero importante, como es la presentación de un libro: fue en Sevilla, en 1963 o 64, y presentaba su obra La suerte y la muerte, poemario dedicado a la fiesta brava española, hoy tan estúpidamente denostada por algunos ignorantes con apariencia de defensores de la naturaleza.
La otra oportunidad fue más especial y sucedió en Jaén, capital de mi tierra, allá por el año 1953, con motivo de la fiesta de la Patrona principal, Santísima Virgen de la Capilla, que tiene su base en una tradición singular, que afirma haber descendido la Señora en tiempo de acoso de la ciudad por los musulmanes granadinos, en 1430, el día 11 de junio. La Virgen, acompañada de un lucido cortejo, recorrió en la madrugada del día de San Bernabé, un amplio camino desde la catedral a la iglesia de San Ildefonso, entonces en un arrabal a extramuros. Es lo que se ha llamado La procesión blanca. Curiosamente, el hecho está documentado por acta notarial redactada por el Vicario y Provisor de la diócesis, don Juan R. de Villalpando, que recoge la declaración de tres vecinos que, desde puntos diferentes pero cercanos, manifestaron haber contemplado la milagrosa procesión. Desde entonces se instituyó la Fiesta del Descenso, que se ha mantenido hasta hoy, y se puso como imagen una talla gótica muy interersante, hoy restaurada, con el cambio de la tez morena que tuvo por su original policromía rubia.
Pues bien, el año 1953 se ofreció al poeta montañés ser el pregonero de las fiestas, honor que aceptó. Y pronunció su pregón desde el balcón principal del Ayuntamiento, con la plaza de Santa María repleta de público. El pregón culminó con un bellísimo poema que glosa la Procesión blanca sirviéndose del ritmo del famoso zégel de Las tres morillas, cuyo estribillo (Tres morilla me enamoran en Jaén, Axa, Fátima y Marién) modificó el ilustre vate para convertirlo en una evocación mariana: Morenica me enamora en Jaén la Santa Virgen Marién (entonces tenía la imagen el rostro moreno). Mi estima del ilustre poeta creció desde esta lejana pero inolvidable fecha.
Una obra poética de honda espiritualidad
Esta admiración se ha confirmado al conocer muchas de sus poesías. Entre ellas forman un bloque importante las de tema religioso y, muy especialmente, las dedicada a la Virgen, a las que quiero referirme, en este tiempo de preparación y celebración de la Pasión y Resurrección del Señor. Este conjunto lo encabeza el que tal vez pueda ser considerado como el más extenso y piadoso de sus poemas, el Vía Crucis, donde glosa, con el verso octosílabo del romancero popular, cada una de las estaciones, incluso ampliado a la Resurrección. Pero el hermoso ciclo comienza con una dedicatoria a la Virgen Dolorosa de tan bellos y sentidos versos que ha sido escogida como himno inicial para las Laudes de la Liturgia de las Horas de los sábados de Cuaresma en la edidicón española del Breviario. Aquí brilla, con tonos apagados por la devoción pasionista, el profundo sentido espiritual de Gerardo Diego.
El ciclo poético está dedicado a la memoria de su madre, y la inicial Ofrenda tiene la forma de una oración de súplica y amor rebosante de ternura, dirigida a la Virgen dolorosa. Desde el exquisito comienzo en el que caracteriza a la Madre de Jesús con dos datos, las tocas con que se cubre y las agudas señales de dolor, las espadas: Dame tu mano, María,/ la de las tocas moradas,/ clávame tus siete espadas/ en esta carne baldía.
El poeta prosigue en tonos de honda aflicción y, digamos, compañía mística compasiva, por la Vía Dolorosa que la doliente madre hace en pos de su Hijo, hasta llegar al Calvario. No se trata de un rosario de peticiones, sino que adopta el estilo de quien participa del dolor de María: Deja que en lágrimas bañe/ la orla negra de tu manto;/ capitana de la angustia:/ no quiero que sufras tanto, y en su fervor pide acompañar a la Virgen en su experiencia dolorosa: Déjame hacer junto a ti/ ese augusto itinerario./ Para ir al monte Calvario,/ cítame en Getsemaní. Este es el afligido tono que adopta todo el poema, que llega al corazón del lector.
Pero al meditar sus versos, un detalle interesante hemos de considerar: La imagen de la Virgen dolorosa que aquí se nos ofrece no tiene mucho que ver, por ejemplo, con las rutilantes figuras propias de la actual Semana Santa sevillana, imágenes radiantes de luz y belleza, aunque dolientes en la expresión de sus ojos y boca. Estamos glosando a un poeta del norte de España, de la tierra cántabra que fue cabeza de la naciente Castilla, en cuyos pueblos se veneran figuras de María dolorosa de carácter muy diferente: sobriamente arregladas, con mantos de luto orlados de morado, sin pecheras amplias de encaje, sino mantos que caen verticalmente; efigies que lucen en su pecho muchas de ellas el corazón traspasado por siete puñales o una larga espada, que evoca la dramática profecía del anciano Simeón en el templo de Jerusalén, Para hallar figuras marianas que se aproximen a este estilo hay que mirar a la escuela escultórica granadina y jaenesa, aunque en Sevilla se conservan algunas imágenes antiguas de talla completa, que incluye la vestimenta, con las manos entrelazadas sobre el pecho, como la Virgen de la Antigua, titular primitiva de una cofradía extinguida, recientemente atribuida a Andrés de Ocampo, imaginero de origen jaenés (Villacarrillo), tallas que hoy no procesionan.
Pero no nos detenemos en detalles iconográficos; baste esta ligera observación para indicar que la Virgen evocada por Gerardo Diego es la que viviría en Jerusalén el enorme drama de la Pasión de su hijo Jesús. Y el poeta se sitúa como un fiel acompañante de la dolorida madre en su dedicatoria del extenso ciclo de 15 poesías que glosarán cada una de las estaciones del Vía Crucis, más el final dedicado a la Resurrección de Cristo.
Tras la invocación de María traspasada y la petición de acompañarla en su camino de dolor, el poeta evoca, como contraste, dos momentos de los gozos de María: la Anunciación y la noche gloriosa de Belén, aunque pasada en pobres condiciones: el mediodía luminoso, y la ternura de la madre que sostiene al pequeño recién nacido, que reposa entre las pajas de miel. Pero hace notar cuán lejos quedan aquellos felices días; ahora aquel Hijo cruza cargado con la cruz, entre el escarnio público. Y el poeta pide unirse a la desolada madre, a la que llama con ese entrañable término familiar, como un nuevo apóstol Juan, tal como contemplamos en algunos pasos procesionales y en pinturas de las escuelas góticas flamenca y castellana antigua.
En su doliente coloquio filial acumula Gerardo Diego calificativos de hondo sentimiento y belleza, algunos contrastados: pulcra rosa, capitana de la angustia, doncella graciosa, hoy maestra de dolores; o bien rezumantes de ternura: playa de los pecadores, nido en que el alma reposa. Y, tras evocar el camino del Calvario, concluye su delicado poema con versos inspirados en frases de una tradicional oración a la Virgen: A ti, celestial princesa/Virgen sagrada María.
En resumen: estamos ante un poeta que muestra con sinceridad su condición creyente, su arraigada espiritualidad, en versos de una gran belleza, ternura y exquisitez, a la vez que con la sencillez del metro escogido, el octosílabo propio del romance castellano, sin asomo de dulzarronería sensiblera. Una confirmación de las cualidades exhibidas en sus demás poemas de tema religioso, con especial predominio de los dedicados a la Virgen María. Pero no me extiendo en más comentarios. Transmito, amigo lector, para tu disfrute, la totalidad del poema, que, por motivo de espacio, escribo en renglones seguidos, sólo con separación de los versos por barra y doble espacio en las estrofas. Aquí tienes al más espiritual Gerardo Diego.
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