Con José Manuel Caballero Bonald muere también un mundo que todavía creía en sus escritores. Pero se va además o languidece una idea distinta de lo que el escritor era y su posible encaje en la sociedad: el mensaje tenía destinatarios. Ahora, en cambio, todo es una polifonía abrupta de voces encrespadas, con libros o sin libros de por medio, porque ya no hace falta, en la que cada una legitima su propio valor por el mero hecho de existir. Para qué vamos a molestarnos en leer la poesía de Claudio Rodríguez, si Twitter está infestado de poetas que cantan lo que tus ojos ven con las mismas palabras que tú utilizarías. Para qué vas a adentrarte en la España doliente y transterrada, integrada por nervios y caídas fieramente humanas, pero también de imágenes gloriosas, de la poesía total de Blas de Otero, si nadie va a dejarte un like mientras lo haces. No me atrevo a escribir que cualquier época pasada fue mejor; y más si pienso en José Manuel Caballero Bonald, en José Hierro o en Ángel González, porque su escenario ciertamente era peor.
El grupo del 50, más que por un decir poético común, estuvo especialmente unido por una forma de sentir su tiempo. Hay en esas fotos tanto del viaje a Collioure, como las de la división de Barcelona –con Jaime Gil de Biedma, Carlos Barral, Gabriel Ferrater y Josep Maria Castellet, junto con Juan García Hortelano, que era un novelista madrileño bien recibido y querido a lo largo en Barcelona– un aire duro, en blanco y negro, de una resignada rebeldía. Un aquí estamos nosotros frente a lo que nos echen. Una especie de fuerza salvaje en la mirada seca. Su conciencia de grupo quizá fue la más fuerte desde el 98 –a pesar de las disidencias: también en el 98–, porque el momento histórico marcaba en la desolación de existir. Y en el grupo de la fotografía legendaria, tomada el 22 de enero de 1959 por Asunción Carandell, la esposa de José Agustín Goytisolo, en el veinte aniversario de la muerte de Antonio Machado, y en la que salen también, además de varios de los nombrados, José Ángel Valente, Alfredo Castellón y Alfonso Costafreda –aunque ya sabemos que, en las fotografías de grupo, suelen faltar algunos importantes– Caballero Bonald nos mira con los pies cruzados y el poema contenido en el pecho, sin adivinación.
Las adivinaciones, publicado en Adonáis sólo siete años antes de que se tomara esa fotografía, ya era un libro sensorial y con gusto plástico por la imagen de subyugantes claroscuros. Desde ese primer libro, y si hablamos en un ámbito estrictamente poético, podríamos estar de acuerdo en que la poesía de Caballero Bonald no se caracteriza, de ninguna manera, por esa búsqueda del discurso coloquial tan frecuentado, antes o luego, por una buena parte de sus compañeros de generación. Ya sean poemas amorosos o elegíacos, sutil o directamente eróticos, ensoñados de perturbación y con crisis individual en una España que apenas ofrecía sus gotas de libertad nocturna, en la poesía de Caballero Bonald hay una delicadeza barroca en la expresión que nunca busca reflejar la realidad ni apoyarse en sus ecos, sino abrir las costuras de lo visible –incluso su lenguaje y su moralidad– para convertir los costurones en grietas en las que adentrarse, donde espera el poema como fulguración de planos sucesivos en los que también se puede respirar y vivir.
Seguirían después Memorias de poco tiempo (1954), Las horas muertas (1959) y Pliegos de cordel (1963), en los que, según sus propias palabras, “se acentúa el sondeo en el paisaje moral y físico de la infancia”, mientras ve “cierta apremiante tendencia a la crítica de la sociedad”.
Después, en 1977, vendría un título fundamental: Descrédito del héroe. Un libro cimero en el uso de la imagen y el temblor existencial nos ofrece el abismo del que parecía venir también la propia sociedad. Un libro de angustia y de belleza en el que enfrenta el asedio de la nada creciente, resistiendo dentro de sus propios recovecos.
Laberinto de fortuna (1984) y Diario de Argónida (1997) fueron libros hermosos, entre prosas líricas que anunciaban ya el advenimiento del territorio mítico en Tartessos, antes de su fecunda y etapa final –Manual de infractores (2006), La noche no tiene paredes (2009) y el grandioso Entreguerras (2012)–, en la que el viejo león poético se reencontró con la gran fuerza verbal que nunca había perdido, entre zarpazos fabulosos de lince. Allá donde falla la realidad, siempre nos queda atravesar la frontera con niebla del lenguaje como primer y cierto génesis del mundo. Eso es lo que parece decirnos la obra poética (y novelesca) de Caballero: aquí está el mundo y aquí mi resistencia, aquí el franquismo y aquí nuestra foto de grupo en 1959 en la tumba de Antonio Machado, aquí esta grisura de los días y aquí la esplendidez de unos muchachos que inventaron su vida.
En los 50, estos y novelistas como Luis Martín Santos convirtieron su respuesta en un convencimiento para abandonar la oscuridad de plomo. Quizá también entonces era minoritario el receptor de esos libros: pero al menos lo había. Caballero Bonald es uno de los últimos guerreros en esa idea de escritor definitivo que se atreve con todo, en novelas poéticas, entre las que deslumbra Ágata ojo de gato: un realismo de sortilegio más propio que heredado, de raíz cubana y vivencia colombiana en el pulso tartésico. Ahora Pepe nos deja algo más solos con nuestra realidad.
Cada escritor necesita a su tiempo, pero cada tiempo necesita a sus escritores no para tomar nota, sino para inventarla.
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