Asistimos en los inicios del pasado verano a una espiral de violencia en distintos escenarios de la vida social. Lo expresan las imágenes que nos llegan de violencia incontrolada en el deporte en la final de la Eurocopa entre Inglaterra e Italia. Violencia desencadenada por la pérdida de la selección de Inglaterra en un trofeo que es solo eso, el resultado de un juego, pero cuyo final ha dejado un balance de 19 policías heridos y casi 50 personas detenidas. Pero un resultado generador de otras violencias, como denuncian los titulares de los medios: Saka sufre el racismo de Inglaterra tras fallar el penalti en la Eurocopa ya que se convirtió en víctima de comentarios racistas. Y no solo eso, sino que diversas investigaciones alertan del incremento de la violencia doméstica después de la derrota del equipo nacional, según el estudio de la Universidad de Lancaster, publicado en la revista Sage, en el 2013.
En escenarios más cercanos, Galicia, asistimos a la muerte de un joven, Samuel Luiz, a consecuencia de las palizas recibidas en plena calle y de las cuales son responsables otro grupo de jóvenes, entre los que se encuentran dos menores. Es una violencia que nos envuelve y nos sacude continuamente, también en otros escenarios como es Haití, uno de los países más pobres de América, cuando un comando de 28 hombres blancos y armados penetra en la casa del presidente, Jovenel Moïse, y lo mata a balazos, 12 balazos de dos armas distintas; su mujer también sufre el violento ataque aunque todavía permanece con vida en un hospital de Miami.
De Cuba nos llegan los violentos enfrentamientos de una multitud de cubanos que gritan por la libertad y son detenidos y atacados por el gobierno que les prometía una vida digna y los periodistas que cubrían estas manifestaciones desaparecen o son acusados de atentar contra la seguridad nacional por informar sobre los sucesos que están ocurriendo y se impide la difusión al exterior mediante el corte de Internet a la población.
¿Qué nos ocurre? Todos estos hechos no nos impactan y nos quedamos boquiabiertos ante los viajes espaciales del multimillonario Richard Branson que se enriqueció con su discográfica Virgin Records con grupos como los Sex Pistols y los Rollings Stones y el domingo 11 de julio viajó al espacio en una nave construida por una empresa, fundada por él, Virgin Galactic. La compañía pretende facilitar el turismo espacial a quien lo pueda pagar, el billete costará en principio 250.000 dólares (210.000 euros) por un vuelo de apenas hora y media donde los pasajeros podrán experimentar la ingravidez y contemplar la Tierra desde el espacio. Junto a Branson, el también multimillonario Jeff Bezos, fundador de Amazón también llega al espacio en este mes de julio. ¿Es este el turismo que queremos?
Ante lo que sucede en el planeta Tierra y lo que experimentamos en el ardiente mes de julio me resuenan las palabras de los Hechos de los Apóstoles (1,11): “Hombres de Galilea, ¿por qué siguen mirando al cielo?”… Es indudable que los avances en el ámbito espacial nos han reportado muchos beneficios, pero hay que seguir actuando para que de este planeta Tierra desaparezca la violencia y el odio y se pongan los bienes al servicio de aquellos que los necesitan. Si la riqueza fuera empleada para sanar el hambre, mejorar la educación, propiciar la investigación, curar las pandemias, fomentar el arte, propiciar vidas dignas… En la historia de la humanidad hay muchas mujeres y hombres que han luchado por erradicar la violencia de la sociedad y por lo que han dado su vida y me vienen a la memoria las palabras de un defensor de la no violencia, Gandhi: “El día en que el poder del amor anule el amor al poder, el mundo conocerá la paz”.
Y en aquel comienzo del verano tomamos entre nuestras manos las páginas de un bello cuento de Andersen, La reina de las Nieves, que narra la aventura de dos niños, Kay y Herda, en la que uno de ellos, Kay, sufre la transformación de su espíritu bondadoso en un espíritu frío y maligno: “Lo ocurrido fue lo siguiente: En aquel tiempo había en el mundo un espejo maravilloso. Era mágico y fue construido por unos diablos. Al mirar en él se veían tan solo las cosas malas y se olvidaban, en cambio, las buenas (…) Un día, llenos de alegría por los muchos niños que se habían vuelto malos al mirarlo, se olvidaron de colgarlo convenientemente. Era muy delicado y, resbalando, se rompió en mil pedazos tan pequeños como el polvo impalpable.
Pero entonces fue más perjudicial que nunca, porque todas aquellas partículas volaron por la atmósfera y se extendieron por todo el universo.
Si una de ellas caía en el ojo de algún niño, veía todas las cosas del mundo bajo su aspecto desagradable; y si le entraba hasta el corazón, entonces ¡ah! Aquel corazón se secaba, enfriándose más cada día hasta convertirse en un pedazo de hielo”.
Y esto fue lo que le pasó a Kay, pero tuvo una amiga su gran amiga Gerda que pasó por él todo tipo de peligros y lo supo rescatar de la frialdad de hielo en que se había convertido con la fuerza de su amor y misericordia que derritió el hielo de su corazón cuando sus lágrimas tocaron el cuerpo de su amigo y con la colaboración de todos los que la ayudaron en esta empresa.
Quizá haya muchas esquirlas de ese espejo prendidas en el corazón de los violentos y necesitemos que una amiga transforme nuestro corazón de hielo en corazón compasivo y generoso. Quizá el cuento nos ofrezca alguna pista.
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