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LA PALABRA O EL AMOR QUE NOS DESNUDA

Dice san Juan de la Cruz que “el amor no consiste en sentir grandes cosas, sino en tener grande desnudez”. En las páginas que siguen se presentan tres formas en las que el lenguaje –que es la mano del amor– nos sale al encuentro y nos desnuda. 

1. El otro

Cuando pronunciamos el pronombre encendemos en los labios una pira en la que invisiblemente ardemos como ofrenda. Vislumbrar lo que se esconde tras un cuerpo y una voz –la zona velada que se insinúa en todo lo que muestra– es un acontecimiento más valioso que el del astrónomo que traza nuevas órbitas.

La poesía –ese ciervo que abreva en los charcos de nuestra acera y despierta insaciable la sed– reduce lo real a su esencia: un ritmo, una música tan fina como un tul, unos sonidos que encajan como muescas. Un poema es el vestido que nos ponemos para quedarnos del todo al descubierto. 

Escribir para un (y escribir también desde y sobre un concreto) supone una ascesis muy profunda, un vacío semejante al de la creación del mundo. Del mismo modo que para que la nada se pueble de seres –luz y agua, hierba verde, alas de pájaros, células humanas– es necesario un abismo original, quien escribe –para que del lenguaje emerja vida– ha de desaparecer. 

En el encuentro con un , la palabra queda convertida en carne. Piel con piel se exuda soledad. Es la palabra la que causa la caricia de los cuerpos y no al revés. Es por el deseo de articularse tangiblemente, de expandirse a través de algo –un dedo sobre la tensión de un músculo, un ojo sobre la redondez de un pecho– por lo que la palabra habita entre nosotros. 

Para que exista intimidad –esa zona ya de nadie en la que dos seres han volcado todo– el lenguaje ha de transformarse en frontera. Sólo si me entrego a un que diciendo mi nombre puede matarme, sólo si asumo el riesgo de ser terrible y prodigiosamente yo, sin máscara. Cada palabra que se dicen los amantes es una herida que deciden que quede abierta, es el umbral para una espera infinita, el punto de intersección entre la lava del volcán y la ceniza que atraviesa el valle. 

¿Cómo no ver en ese la continuidad con un ser que fue gestado, llenó de aires sus pulmones y aprendió a caminar? ¿Cómo olvidarse de que ese cuerpo, cuya respiración serena duerme al lado, posará un día sus dedos en la aldaba de la muerte? La palabra nos sitúa frente al otro como una flor que nace un metro antes de un abismo.  

2. Lo profundo 

Dentro de nosotros, en un pequeño punto invisible, se encuentra nuestra última soledad: es un rincón no táctil de nuestro cuerpo, un soplo mudo de nuestro espíritu al que nadie tiene acceso, al que ninguna contraseña o el iris de ojo alguno puede penetrar. Nadie, nada, ni nosotros mismos.

Somos el minotauro y sus víctimas, somos Ariadna y Teseo, y el hilo que ella puso en la mano de él, somos Dédalo y las alas de Ícaro, somos cada una de las galerías –repetidas, siempre nuevas– del laberinto de aquella isla. Hay una Creta incrustada en nosotros. 

Abrimos los ojos y encontramos luz; la boca, y el aire nos llena. Caminamos, escribimos libros sobre el arte de morir, las madres amamantan mientras lloran a los niños, hay personas expertas en el vuelo de las aves, sacerdotes, taumaturgos, terapeutas, con asfalto alfombramos lo que antes era tierra, imaginamos puzles, secuenciamos la genética de la que estamos hechos, construimos armas, ciudades y violines, barcos y observatorios espaciales, ataúdes, mecedoras, decimos llegar a donde no ha llegado nadie aunque nunca nadie sepa que aquí alguien no ha llegado, nos drogamos para poder dormir y nos drogamos para no caer dormidos, trazamos sombras y contemplamos el misterio tranquilo de los árboles, crucificamos a los dioses, una mujer y un hombre interpretan el lago de los cisnes, poblamos la gravedad de seres gráciles, transformamos continuamente la materia, encanecemos, en recipientes de barro guardamos el rocío, soñamos ilíadas, quijotes, edipos y odiseas, Salvador Dalí enmascara el tiempo con relojes, dos seres se aman desnudos, mil noches después Sherazade tiene lista una noche más.

Mientras estamos vivos y nombramos lo que existe, el lenguaje convive con la  realidad y nosotros –no hay forma satisfactoria de decirlo– nos mantenemos a flote agarrados al lenguaje como náufragos. Cuando el triángulo se rompe por el lado de la realidad –cuando muere el ser del cual hablamos, cuando la flor ya es polvo y el día ha anochecido–, aunque nosotros permanezcamos vivos, ¿qué pasa con el lenguaje? El breve instante en que están juntas la palabra y la realidad es el tiempo del paraíso y, después (es decir, ahora), vivimos en el desierto, como Abraham, o en el mar, como Ulises, buscando tierras que no conocemos o regresando a un hogar. 

3. Su Nombre

El juego que ejecutaron los hebreos de componer, trazando cuatro letras juntas, una palabra impronunciable a la que asirse como un agonizante a las manos de un amigo hace que invocar Su Nombre sea tan simple como un suspiro y tan milagroso como la partitura que contiene una canción. 

Buscarle a ÉL con el lenguaje se parece a uncir al aire una pareja de bueyes y arar el firmamento sembrando luz. Todo lo que poseemos, todo cuanto nuestra mano es capaz de atesorar se apolilla y empequeñece, se oscurece y evapora ante la tensión que nuestros labios experimentan al decir Su Nombre, que es un candado sin puerta, una puerta sin umbral, un umbral que nos sitúa en un punto ilocalizable del desierto de arena ardiente que somos nosotros mismos. 

Si escuchamos con atención a quienes han hablado de Él con verdad –me refiero a esos seres que han estado entre nosotros y, ciegos de amor, nos han enseñado que hay que perforarse cada día los ojos para poder ver– reparamos en la cuenta de que de Él apenas han dicho nada. Han hablado de otras cosas: de monedas que buscan las mujeres, de la castidad del agua y del vigor del fuego, de olas, océanos y espuma, de fuertes y fronteras, de un escudo de soledad que Él nos da para que no podamos olvidarle. 

¿Y si las palabras son las redes que Él ha tejido y ha dejado deliberadamente abiertas? ¿Las flechas talladas por Él y cuyas puntas, achatadas por Su Mano, no le pueden penetrar? Él, que nos sabe cazadores, se ha convertido en presa y nos provoca, poniéndose a nuestro alcance, dejando que la mirilla de nuestro rifle le enmarque y le sitúe a tiro de una frase, de un razonamiento, de una explicación… Pero, cuando el proyectil ha abandonado el arma, cuando todo apunta a que va directo hacia el centro mismo de su ser, entonces, como una mariposa, como un virus, nos elude, se escapa como un terrorista al que persigue un ejército y se esconde en huecos de montañas a los que nuestras palabras no llegan, porque no tienen aliento, porque no está hecha la palabra humana para horadar la tierra, para vivir subterránea y escondida entre las venas del agua o en los depósitos del magma o en los rincones donde los cuerpos retornan a la arcilla. 

Hubo un hombre que nunca tocó el mar y que murió convertido en fuente. De su costado abierto brotaron alfabetos y gramáticas. Suyo es el lenguaje porque no quiso que le perteneciera nada. Cuando él habló, los dioses se callaron. Marduk, Mitra, Enlil y Adab escucharon lo que él decía. Las diosas –Inana, Maat, Isthar y Amonet– fueron sus discípulas secretas en sus respectivos cielos. Todas las religiones de la historia –y lo que todas contienen: panteones, altares, sacrificios, visiones, mandamientos, sal y sol y sangre– quedaron contenidas en su forma de caminar descalzo. Levantó un templo de metáforas. Consagró pájaros y flores. Y dejó que el amor le transformara en pan. 

El despojado, el disidente, el durmiente, el atrayente, el interrogado, el desmedido, el rechazado, el confiado, el veraz, el expresivo, el parabolista, el perturbador, el ardiente, el caminante, el traspasado, el lector, el abandonado, el consumador, el fugitivo, el novio, el comensal, el cercano, el precedente. 

Es –así lo dijo Yourcenar– 

la voz que viene del este,

entra por la oreja derecha

y enseña un canto. 

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