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A CIELO ABIERTO ENTRE ALAMBRADAS

Así debió transcurrir sus últimos años Etty Hillesum. Y recientemente ha vuelto su voz en forma de escritura a lápiz gracias a la traducción española de sus Obras Completas (Burgos, Monte Carmelo 2020) que los autores han cuidado de que sea lo más fiel posible incluso a los modismos del holandés original. También Narcea ha publicado un pequeño libro: Etty Hillesum y la tranformación que rastrea la huella de Rilke en las anotaciones de Etty.

En años pasados, hemos conocido ya  datos concretos de su biografía  a través de trabajos que, han analizado el itinerario de “una vida conmocionada”, “el corazón presente en los barracones” o “la chica que no sabía arrodillarse”.  Por suerte, los cuadernos del Diario y las varias decenas de Cartas escritas  desde Westerbork en su neozelandés natal no perecieron en Auswitch, donde su autora murió con sólo 29 años el 30 de noviembre de 1943. Los manuscritos fueron conservados por sus amigos y, a partir de 1981, comenzaron a circular al menos parcialmente en varias lenguas europeas. 

El Diario, que abarca de 1941 a 1943, recoge la transformación que experimentó la protagonista desde el encuentro con Julius Spier, un curioso terapeuta que canalizó su tumultuosa afectividad y al que Etty amó y admiró. Las anotaciones reflejan la vida entre las alambradas y llegan  hasta la angustia de los últimos meses  pasados en el campo de tránsito, en  espera de ser transportada a Auswitch, donde le aguardaba una muerte segura. Las Cartas, dirigidas a amigos desde Westerbork, publicadas también en años pasados, complementan el singular relato de los sucesos.

La aparición de esos textos,  –después de años de silencio– tuvo gran resonancia en Holanda y son considerados como documentos valiosos  para salvaguardar la memoria del tiempo de humillación y terror que padecieron millones de personas  y que ha sido evocado también por otros nombres conocidos que sobrevivieron a la catástrofe. 

El interés que vienen suscitando hasta hoy no es separable de lo atractivo de la figura de su autora: una joven judía llamativamente vital, nacida de madre rusa y padre holandés el 15 de enero de 1914 en Hilversum que, tras los estudios en Amsterdam seguía leyendo con avidez a Rilke, Dostoievski,  San Agustín  y otros autores que encontraba y que, a su vez, aspiraba a dedicarse a la creación literaria. Pero este proyecto de vida tropezó con un cerco asfixiante por la ocupación alemana, que prohibió a la comunidad judía holandesa el acceso a los locales habituales y le negó el uso de los  medios de transporte hasta obligar a ancianos y enfermos a caminar interminablemente por los muelles y paseos de la ciudad. Con todo, a lo largo de  los textos, escritos en tiempos de amenazas y  exclusión, entre penurias y  degradación  extremas,  Etty reitera la negativa a dejar espacio al odio y  no deja de afirmar  que la victoria será del amor. 

Algunos apuntes sobre una vida corta 

Etty (Ester) Hillersum había nacido en Middelburg, donde su padre, Louis Hillesum, enseñaba lenguas clásicas. Se trasladaron a Tiel, a Winschoten y finalmente, en 1924, se establecieron en Deventer, una  pequeña ciudad de la Holanda oriental. El padre  era un hombre estudioso, discreto, casi taciturno y, en cambio, Rebeca, su madre, nacida en Rusia y afincada en Holanda, era –lo señala su propia hija– temperamental, apasionada y pasional, caótica (rasgos que en alguna medida reaparecen en Etty). Tenía dos hermanos: Jaap y Misha, este segundo muy dotado para  el piano pero necesitado a veces  de  curas psiquiátricas. 

Como adelantábamos, ella misma acudió a la consulta de Julius Speir, un terapeuta con quien entabló una relación discutible desde el punto de vista de la ética profesional, pero que resultó ser una ayuda importante para que Etty pusiera orden en sus afectos desbordados  y probara a asomarse a la propia interioridad. Así aprendió a dominar sus impulsos y a adentrarse en su propio pozo, el  lugar secreto, la fuente de su libertad y de la capacidad de actuar siguiendo el “ardor elemental”, como llamó al amor al prójimo. Un amor ensanchado, que vivió hasta límites que emocionan si se tienen en cuenta las circunstancias en que hubo de desplegarlo.

Sus anotaciones en el Diario, que inició por consejo de Spier, reflejan la situación que hubo de afrontar exterior e interiormente una vez estallada la guerra:

“Viernes (…) Y ahora parece que los judíos no podrán más entrar en los negocios de fruta y verdura, que deberán entregar sus bicicletas, que no podrán subir más a los tranvías ni salir de la casa después de las 8 de la noche. Sí, me siento deprimida por estas disposiciones; esta mañana, por un momento, las he advertido como una amenaza plomiza, que buscaba sofocarme, pero no es por la disposición en sí. Me siento simplemente muy triste, y entonces esta tristeza busca confirmación. No son nunca las circunstancias exteriores, es siempre el sentimiento interior –depresión, inseguridad, etc.– que da a estas circunstancias una apariencia triste o amenazante. En mi caso, funciona siempre del interior al exterior, nunca viceversa. A menudo las disposiciones más amenazadoras –y son muchas actualmente– van a quebrarse contra mi seguridad y confianza interior, y una vez resuelta dentro de mí, perdono mucho de su carga de temor” (12 de junio de 1942).

Bajo la ocupación alemana encontró trabajo en una de las secciones del Consejo Hebraico, organización surgida para servir de puente entre los nazis y la población judía. Pero pronto, aunque como enviada del Consejo, se ofreció como voluntaria para trabajar como asistente y enfermera en el campo de concentración de Westerbork, que era la antesala de Auswitch al que finalmente eran deportados los residentes. Y al que presentía, como sucedió, que lo serían ella misma y su familia. Gracias a un permiso especial, pudo volver varias veces a Ámsterdam y actuar como correo llevando cartas y mensajes de los prisioneros, además de procurar medicinas para ellos. 

En los cuadernos del Diario –que suman 1.200 páginas manuscritas– y en varias de sus 70 cartas, describe con toda sinceridad su camino personal y, a partir de su entrada en el campo, retrata  con realismo lo que sucede entre las alambradas, la dureza de los guardianes y la miseria de los barracones, asentados en un terreno fangoso adonde llegaban a diario centenares de niños, mujeres y hombres judíos que no alcanzaban a  comprender el alcance de lo que les sucedía y menos aún  les aguardaba. De aquel campo Etty ve partir semanalmente trenes atestados de personas a las que sólo puede consolar y tender los brazos cuando se derrumban. 

Su dedicación incondicional a los otros choca con el sinsentido y la crueldad patentes en aquel arenal  fangoso y cercado. Basta releer cartas como la que dirige a Han Wegerif o a Maria Tuinzing, y otros tantos parágrafos de su Diario, para darse cuenta de que Etty querría que sus trazos a lápiz en lucha con las palabras dieran una imagen siquiera pálida de lo que sucedía: quería ser “el corazón pensante de los barracones”:

“En Westerbork –escribe a un amigo–  no hacemos más  que darnos empellones. Es un auténtico desbarajuste; algo parecido a lo que ocurre, tras un naufragio, en el último trozo de madera, al que se aferran desesperadamente demasiadas personas en peligro de ahogarse. Incluso en esta provincia perdida, la más desheredada de Holanda, la gente prefiere quedarse y pasar el invierno detrás de las alambradas, antes que dejarse arrastrar al último rincón de Europa, a comarcas y destinos desconocidos, de los que únicamente han llegado muy estrechos y vagos rumores (…) Algunos días nos decimos que sería más sencillo para nosotros largarnos de una vez por todas “en el convoy”, antes de ser testigos, semana tras semana, de las angustias y la desesperación de miles y miles de hombres, mujeres, niños, lisiados, débiles mentales, enfermos y ancianos que se nos escapan de entre nuestras compasivas manos, en un cortejo casi ininterrumpido”.

Llamativamente, en medio de la violencia y la miseria de aquel lugar, Etty es capaz de advertir la belleza de un retazo de cielo azul y de sorprenderse con los pétalos de alguna pequeña flor que asoma entre el barro.

Ayudar a Dios

Es la expresión que aparece en varios tramos de sus obras y que ha sido mil veces comentada en los decenios que siguieron a la Shoah. Etty, empieza a referirse a Dios y a nombrarlo a partir de su relación con Spier. Y lo hace cuando habla de descender hacia la propia interioridad, y en algunos tramos de su escritura la palabra Dios resulta cercana –y hasta intercambiable– por vida, fuerza, esplendor, fuente….mientras que en otros  momentos aparece relación directa con su lectura frecuente de la Biblia o  de  textos de autores cristianos. 

Esas referencias a Dios, hallado en lo íntimo, son inseparables de las que, cada vez más a menudo, hace a la oración, una experiencia que tuvo su inicio en el impulso sentido de arrodillarse, como ella misma reconoce, y que fue su refugio y su fuerza en las peores circunstancias:

“Las amenazas y el terror crecen día a día. Me cobijo en torno a la oración como un muro oscuro que ofrece reparo, me refugio en la oración como si fuera la celda de un convento; ni salgo, tan recogida, concentrada y fuerte estoy. Este retirarme en la celda cerrada de la oración, se vuelve para mí una realidad siempre más grande, y también un hecho siempre más objetivo. La concentración interna construye altos muros entre los cuales me reencuentro yo misma y mi totalidad, lejos de todas las distracciones. Y podré imaginarme un tiempo en el cual estaré arrodillada por días y días, hasta no sentir los muros alrededor, lo que me impedirá destruirme, perderme y arruinarme”. (18 de mayo de1942).

El 29 de mayo de 1942 escribe con franqueza sobre lo insoportable de la inhumanidad que le golpea:

“A veces resulta duro asimilar y comprender, oh Dios, lo que quienes han sido creados a imagen tuya se están haciendo entre sí en estos enloquecidos días. Pero no voy a recluirme en mi habitación, oh Dios; intentaré mirar a las cosas a la cara, incluso los peores delitos, y descubrir al pequeño y desnudo ser humano en medio de los monstruosos restos provocados por las absurdas acciones del hombre… Intento plantar cara al mundo, oh Dios, no huir de la realidad a mis bellos sueños –aunque creo que los bellos sueños pueden coexistir con la realidad más horrible –y seguir alabando tu creación, oh Dios, a pesar de todo…”.

En los momentos más duros su oración es un ofrecimiento hecho con palabras y gestos sencillos:

“El jazmín  que hay detrás de mi casa ha sido completamente arruinado por las  lluvias y las tormentas de los últimos días; sus blancas flores flotan en las enlodadas charcas sobre el tejado del garaje. Pero en alguna parte dentro de mí el jazmín sigue floreciendo imperturbable y difunde su fragancia en la casa donde tú, oh Dios, habitas. Ya ves que cuido de ti, que te traigo no sólo mis lágrimas y aprensiones, sino también el fragante jazmín. Y te traeré todas las flores que encuentre en mi camino que ciertamente son muchas. Intentaré que te sientas siempre en tu casa”.   

Unas líneas escritas el 12 de julio del mismo año, que vienen siendo repetidamente citadas, expresan esa manera suya de pensar- orar a Dios que sigue llamando la atención. Sin que conozcamos con precisión donde o en quién pudo inspirarse. Etty  habla de “ayudar a Dios”. Una actitud que se conjuga, desde luego, con la consideración de Dios que encontramos en la teología después de Auswich y que anticipó a su modo la chica que no sabía arrodillarse:

“Amado Dios, vivimos tiempos de inquietud… Pero hay una cosa que cada vez tengo más clara: que tú no puedes ayudarnos, que nosotros te ayudamos para que nos ayudes a nosotros mismos. Y todo cuanto podemos hacer en estos días y lo que realmente importa es proteger ese poco de ti, oh Dios, en nosotros. Y, posiblemente, también en otros. Lamentablemente no parece que puedas hacer mucho en nuestras circunstancias, en nuestras vidas. Tampoco te responsabilizo por ello. No puedes ayudarnos, pero debemos ayudarte a defender tu morada en nuestro interior hasta el final… Créeme; trabajaré sin descanso para ti y te seré fiel y nunca te apartaré de mi presencia”.

Finalmente: “El Señor es mi baluarte (mi cámara alta, en otras versiones)”, escribió en una postal desde el tren que, como a otros a quienes había ayudado, la trasportaba a Auswitch, junto con sus padres y  hermano. 

Ayudar a Dios y ayudar a los que sufren son inseparables en el legado de Etty. No es extraño que en tiempos de “silencio” y de crisis del lenguaje religioso la escritura de una vida como la suya – nada “convencional”- siga captando la atención. 

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