Todos los escritores nos movemos a tientas entre la realidad y un eco de lenguaje que se escucha a lo lejos, y podemos tocar. Crecer es encontrar su nitidez: las palabras exactas, su temblor y su alcance. También una intención, si entendemos la escritura como una aventura colectiva en marcha, con profundidades arqueológicas en las que recogemos esas voces y las hacemos nuestras, dotando así al discurso de una esencia individual, sí, pero también deudora de los pasos que marcaron antes la tierra que pisamos.
Este viaje no cuenta con una única ruta: más allá del instinto de escribir, está la tradición, como un amor al prójimo que jamás te abandona. Y también tu propósito: entender la escritura no sólo como un juego de espejos entre lo que has leído y lo que aportas, sino como un código interno de intenciones que te hermana con esas mismas huellas cuyos restos descubres mientras vas avanzando. En la medida en que puedas ir ajustando todos estos impulsos, todas estas lanzaderas que siempre laten junto a la escritura, el eco de lenguaje que ya te reclamaba, entre susurros, antes de comenzar, irá ganando fuerza y claridad, hasta configurar la narrativa en la que establecerte como el ingeniero de tu propio camino.
Tras haber disfrutado de Asombro y desencanto, el ensayo no sólo de viaje que Jorge Bustos ha publicado en Libros del Asteroide, estoy convencido de que su escritura literaria ha alcanzado el lugar desde el que edificarse. En sus columnas de prensa ya se aprecia su gusto punzante por el juego verbal y por la referencia culturalista que siempre potencia el texto. La aparición del guiño no sólo histórico y filosófico, literario o poético, en su foco sobre la actualidad, no representa la posible tentación de la coctelera de citas de cara a la columna, sino que robustece un pensamiento que suele plantearse con la primera línea, a partir de la anécdota que luego se trasciende. Pero ya se sabe que el escritor de artículos necesita siempre el reto del libro entre las manos, del tomo que se ofrece con una voluntad no ya de perdurar, sino de ser.
En ese sentido, he leído dos libros anteriores de Jorge Bustos: Crónicas biliares (2017) y Vidas cipotudas. Momentos estelares del empecinamiento español (2018). El primero era un libro juvenil de escritura anterior, recuperado para su publicación, con ese tiroteo de tanteos provocadores en los que destacaba la guerrilla creacionista, su búsqueda de hallazgos, ese laboratorio previo a la escritura de periódicos cuando se aspira al brillo casi lírico y de alguna manera se está acotando un reino. En el segundo, con una prosa más aquilatada, además de la tensión verbal se conquistaba otro elemento importante para el escritor: el dominio del territorio.
Pero el gran escritor aspira a más. Asombro y desencanto, este libro que no es sólo de viajes y que recorre La Mancha en su primera mitad, y buena parte de Francia en la segunda, es el libro de Bustos en el que cristalizan todos los elementos anteriores. Aquí hay un linaje corajudo que no parte únicamente de la anécdota, contada al principio, del reportaje para El Mundo, siguiendo aquellos pasos de Azorín por tierras de Castilla, que se convertirá en libro, sino una voluntad moral de incardinarse también en Unamuno, en Baroja, en Valle y los Machado: 98 en vena. Salimos de Puerto Lápice, leemos a Fray Luis y Nabokov antes de comprender que Macondo no existe sin La Mancha. Nada es más duro que los baños de Argel, pero la cueva de Medrano muestra su oscuridad. El viajero/escritor relata con un punto de Cela por la Alcarria más sofisticado, mientras llega a Campo de Criptana. Infantes, con Quevedo: esa vieja posada de los Bustos. Cuando llega a Almodóvar del Campo, con la sombra líquida de un Don Quijote cada vez más vivo, acudirá también en nuestro auxilio Hemingway con El viejo y el mar, porque un hombre puede ser destruido, pero no derrotado. La senda de Don Quijote, esa pernoctación en tantos escenarios cervantinos, con duelos y quebrantos en el anochecer de las ventas que acechan la lectura, la sequedad profunda en los caminos, toda la Castilla retratada con tanta austeridad como riqueza, sus rostros esculpidos en esa soledad tras los siglos de olvido que es España, pero también el humor, es la gran escritura como fogonazo de espíritu y país. Al final, la lúcida locura del hidalgo acudirá también para salvarnos.
La segunda parte es Francia: el estilo alcanza otra velocidad, la fluidez panorámica en la que ya no deseamos imitar esa ruta, con el libro en la mano, porque al leerlo somos protagonistas de ese viaje. El choque entre lo castellano y lo francés es médula y ambición al tocar el alma un país –no Francia, sino España– desde sus claroscuros en reciprocidad. De Burdeos a Montmartre, todo es deslumbramiento. Estamos ante el primer gran libro de uno de los principales escritores de su generación. Y el final es grandioso: el viaje literario nos devuelve la fiebre del lenguaje, su hoguera primigenia para los hombres libres.
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