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ALFONSO X, EL REY ‘ESFORÇADO’

Los acontecimientos que ensombrecieron los últimos años del reinado de Alfonso X, unidos a su fama de astrólogo y preocupado por estudios extraños, contribuyeron a crear ya desde entonces una cierta distorsión de su figura, que se mantuvo con el paso del tiempo, bien por intereses empeñados en manchar su memoria o por juicios críticos más o menos precipitados. Eduardo Marquina escribió aquello de “De tanto mirar al cielo / se le cayó la corona”. Sin embargo, a la luz de su propio concepto de realeza, cabe pensar que Alfonso nunca dejó de ceñir su corona cuando miraba al cielo, o mejor, que ciñó su corona con una altura de miras y un conocimiento de causa que no todos sus contemporáneos supieron apreciar.

Alfonso X hizo de todo: escribió, legisló, fundó, gobernó, estudió, dirigió campañas militares y optó al trono del Sacro Imperio Romano Germánico, además de casarse con doña Violante de Aragón, tener algunas amantes y 16 hijos e hijas (de varias mujeres), a los que reconoció y atendió todo lo que pudo, aunque el infante don Sancho le dio el gran disgusto de su vida, del que no se repuso.

Para los autores de artículos o libros recientes, Alfonso X es “el primer gran rey”, “el legislador” “el apasionado de la cultura” o “el rey cosmopolita”. Lo de sabio se nos queda corto. Afortunadamente, los centenarios ponen las cosas en su sitio y los personajes se miran con más y mejor luz.

Tengo que reconocer que, a pesar de ser sevillana, de haber estudiado Filología Hispánica en Sevilla y de estar acostumbrada a ver las sepulturas de Alfonso X junto a la de sus padres, Fernando III, santo patrono de la ciudad, y Beatriz de Suabia, en la catedral de Sevilla, fui, durante mucho tiempo, desconocedora de la figura completa de este rey, al que consideré durante toda mi carrera solo como un autor literario de la Edad Media, otro más. 

Naturalmente, mis profesores me contaron que había nacido en Toledo, en 1221 y que, además de haber inspirado o escrito, en galaicoportugués, las excelentes Cantigas de Santa María, organizó, con gran esfuerzo propio y de muchos colaboradores, la compilación de las leyes del momento creando un corpus jurídico, en castellano, para unificar en lo posible, las leyes feudales del país. Aquello, reconozco, me pareció un rollo y esa lección la aprendí con alfileres, así que me perdí saber lo que fueron el Fuero Real, El Espéculo y Las Siete Partidas. El Espéculo, por ejemplo, fue la primera redacción de un código legal unificado, en la línea del Fuero Real. Fue promulgado en 1255 y se envió a los núcleos urbanos del reino. Después, el rey castellano decidió que su equipo de juristas elaborara un nuevo código legal ampliado basado de nuevo en El Espéculo y en el derecho romano. Se trata de Las Siete Partidas, redactadas entre 1256 y 1265; una obra monumental dividida en siete partes, cuyo nombre original era Libro de las Leyes, concebida como texto legislativo y, por ello, buena parte de su contenido es más filosófico que legal, pues el rey quería que se tomara como fundamento para la elaboración de leyes.

Alfonso quería que sus eruditos escribieran principalmente en castellano, en “castellano derecho” (es decir, correcto), al que convirtieron en lengua literaria al regularizar la sintaxis y tomar prestadas —y definir— palabras para conceptos no usados anteriormente.

También conocí la relación del rey con la Escuela de Traductores de Toledo, tanta relación que, en la memoria colectiva española, se considera muchas veces a Alfonso X, como su fundador y no fue así, aunque él fue quien la consolidó y la llevó a su nivel más brillante.

Toledo se había convertido en la Ciudad de las Tres Culturas, nombre con el que ha sido bautizada gracias a que musulmanes, judíos y cristianos convivieron con sus propias costumbres y en relativa paz durante los siglos XI, XII y XIII. Por eso, pudo surgir la Escuela de Traductores de Toledo, convirtiendo a esta ciudad en un importante núcleo intelectual a nivel europeo. Pero la Escuela no era un espacio físico, sino más bien un grupo de expertos, organizados por áreas de investigación y trabajo y coordinados por el monarca, que trabajaban donde podían. Los eruditos islámicos aportaron valiosa información en los campos de la medicina, botánica, geografía o farmacología, entre otras ciencias. Los europeos estaban asesorados por mozárabes, judíos y árabes. Fueron los pioneros del renacimiento intelectual de aquel tiempo. En el siglo XIII y bajo el reinado de Alfonso, Toledo alcanzó uno de los periodos de mayor esplendor, convirtiéndose en la capital europea de la cultura.

Y no sólo se recopilaba y se copiaba, sino que también se creaba mucha obra original en todas las materias (medicina, filosofía, cosmografía, etc.). Un ejemplo eminente es el Libro de las Tablas Alfonsíes, creadas a partir de las observaciones realizadas en el observatorio astronómico que el rey había instalado en la ciudad. Fueron un completo tratado de astronomía que todavía tres siglos más tarde admiraría Copérnico.

Alfonso incluso amplió la Escuela más allá de Toledo. Creó unos studii en Sevilla, escuelas generales de latín y árabe y en 1269 fundó la Escuela de Murcia. Y, más o menos, aquí se acabó mi aprendizaje sobre la labor literaria del rey.  Si hubiera sabido más historia medieval, habría comprendido lo que significó ese rey para Castilla, para los demás reinos peninsulares, y para Europa: por ejemplo, hasta Alfonso X, las Cortes, nacidas a fines del siglo XII (León, 1188), tuvieron una vida precaria y nada relevante; pero en su reinado “las Cortes de Castilla y León llegaron a su plena madurez, adoptando los rasgos que las caracterizarían hasta el final de la Edad Media”, en palabras de J. O’Callaghan (The Learned King. The Reign of Alfonso X of Castile. University of Pennsylvania Press, 1993).

La principal medida económica de su reinado fue la creación del Honrado Concejo de la Mesta que reunió a todos los pastores de León y Castilla en una asociación nacional y les otorgó importantes prerrogativas y privilegios. Reconozco que imaginar a un rey preocupado por trazar las principales cañadas reales (la leonesa, la segoviana, la soriana y la manchega) para que pasaran miles de ovejas, tiene su gracia.

Alfonso quería llevar al reino a una situación moderna, evolucionada, en la que el rey no estuviese tan subordinado a la nobleza. Entendía que el rey y el pueblo formaban algo así como una corporación superior a los vínculos feudales, por eso podía ser legislador y juez, jefe del ejército y cabeza de la administración, así como quien decidía la política exterior del reino. Por eso hizo todo lo que hizo, por eso estudió y legisló y también fundó ciudades, entre otras, Villa Real, la actual Ciudad Real. Con estas fundaciones, el monarca limitaba los dominios de la nobleza y de las órdenes militares. 

El fecho de allende

Ya desde el inicio de su reinado, Alfonso X comenzó a preparar una gran operación militar encaminada a conseguir el control del norte de África que impidiera las invasiones musulmanas de la Península Ese fue el llamado fecho de allende en el que el monarca castellano invirtió tiempo e ingentes cantidades de dinero. 

Sin embargo, hasta 1257 no se documenta la primera expedición contra el Magreb, concretamente contra una plaza cercana a Orán llamada Taount. En Cádiz, las tropas del rey ocuparon la alquería de Alcanate, llamada muy pronto Santa María del Puerto. Desde El Puerto de Santa María se abasteció la flota que, en septiembre de 1260, saqueó la ciudad marroquí de Salé, al norte de Rabat. Todavía en 1261, Alfonso X convocaba Cortes de Sevilla para recabar dinero y llevar adelante el fecho de allende. Después se conquistaron Jerez y Niebla.

El fecho del Imperio

Como el rey no descansaba en sus metas y proyectos, mientras intentaba la conquista del Magreb, tuvo la oportunidad de apuntar mucho más alto en sus intenciones.

El segundo fecho importante de su reinado fue el llamado del Imperio. Con este nombre, los textos castellanos de la época definieron el intento de Alfonso X de ser elegido Rey de Romanos del Sacro Imperio Romano-Germánico, aprovechando su condición de hijo de Beatriz de Suabia. A la muerte del rey Guillermo de Holanda, en enero de 1256 se produjo un problema sucesorio por la elección del siguiente rey.

Alfonso puso en juego toda su capacidad diplomática, que era mucha, y los enormes recursos del reino, provenientes de los tributos de los territorios musulmanes. Sin embargo, encontró muchas dificultades internas en este empeño. Las Estorias y Las Siete Partidas empezaron a redactarse a raíz de esta propuesta, pues era impensable para él no contar con una legislación adecuada a su potencial dominio europeo. Pero, en la propia Castilla, muchos nobles expresaron su desacuerdo por las exigencias extraordinarias de dinero y soldados que ello implicaba. La elección, que correspondía a los Príncipes del Palatinado, fue muy complicada y nada limpia, de manera que Alfonso tuvo que seguir gastando enormes cantidades de dinero en conseguir apoyos para su causa, lo que produjo el descontento de las Cortes y la oposición de la nobleza. A menudo, como fecho del Imperio, se entiende precisamente el gasto que supuso esta pretensión.

En realidad, Alfonso X pretendió continuar la obra de su padre. De hecho, Fernando III había solicitado del papa Gregorio IX que le reconociese como Emperador de España, título con el cual el monarca pretendía resucitar el viejo Imperium Hispanicum leonés, símbolo de su supremacía sobre los restantes reinos cristianos de la Península. 

El Papa consiguió disuadirle, pero el viejo sueño sería retomado con fuerza por su hijo Alfonso quien seguramente vio en el título de Emperador Romano-Germánico la mejor forma de resucitar, sobre nuevas bases y con más fuerza, el viejo imperio hispánico leonés. Sin embargo, había muchos poderes en juego y, después de muchos conflictos, el rey tuvo que renunciar a sus pretensiones en una entrevista con el Papa que tuvo lugar en Belcaire (Francia), en 1275. Fue la gran decepción de su vida.

El amargo final

A partir de ese momento, todo fueron desgracias y reveses para el rey. Unos meses más tarde, de regreso a Castilla, recibió la noticia de la muerte repentina, en Ciudad Real, de su heredero, don Fernando de la Cerda, a quien había dejado como regente durante su ausencia. Tenía 19 años; se había casado con Blanca de Francia y tenía dos hijos pequeños, los llamados infantes de la Cerda.

A su muerte, entraron en conflicto dos leyes sucesorias. Según el derecho consuetudinario castellano, en caso de muerte del heredero, la sucesión debía corresponder al segundo hermano varón, don Sancho; sin embargo, el derecho romano privado introducido en el código Las Siete Partidas, establecía que los herederos debían ser los hijos del difunto don Fernando. Buena parte de la nobleza, descontenta con la política real, apoyó a don Sancho, así que se rebelaron e incluso llegaron a desposeer a Alfonso de sus poderes, aunque no del título de rey, en 1282. Sólo Sevilla, Murcia y Badajoz permanecieron fieles al viejo monarca. Todos los sevillanos sabemos que el lema y logotipo del Ayuntamiento, NO8DO, es un acrónimo con jeroglífico que debe leerse no-madeja-do (no me ha dejado), en referencia a la fidelidad de la ciudad al rey Alfonso. Los estudiosos barajan otras posibilidades para el origen del símbolo, pero para la ciudad, no hay otro significado.

Alfonso maldijo a su hijo y lo desheredó en el testamento; las revueltas se sucedieron y algunos autores hablan de guerra civil, aunque no podemos entenderla en sentido estricto. Alfonso llegó a buscar apoyo en los benimerines para recuperar su posición y parecía alcanzarla cuando la muerte le llegó en Sevilla en abril de 1284. En ese mismo mes, Sancho fue coronado rey en Toledo. 

El rey Alfonso murió a los 62 años abrumado por la división de su casa, seguro de que su hijo Sancho, no seguiría la visión de gobierno que él planteó y por la que trabajó durante todo su reinado, aún con errores e injusticias. Su testamento sobrecoge. Quiso ser enterrado en varios lugares: en Sevilla, en Murcia, en el Puerto de Santa María, en Jerusalén; entero o por partes. Finalmente, Sevilla acogió su cuerpo, pero su corazón descansa en Murcia, “el primero lugar que Dios quiso que ganásemos a servicio dél, e a honra del rey Don Fernando e de nos…”.

En la cara visible de la Luna, hay un cráter de 119 kms. de anchura, que fue considerado como uno de los posibles lugares de aterrizaje para las misiones espaciales Apolo 16 y Apolo 17. Se llama Alphonsus, por decisión de Giovanni Riccioli (cuyo sistema de nomenclatura en 1651 se ha estandarizado), en memoria de Alfonso X y de su gran interés por la Astronomía. Riccioli lo llamó originalmente Alphonsus Rex.

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