Con esta frase de sentido un tanto enigmático nos vamos a referir a la experiencia o vivencia experiencial de dos fenómenos que podemos calificar de estéticos, como son la visión de un claustro monástico y la audición, en la liturgia, del canto gregoriano. La ocurrencia de calificar como “teoría de la serenidad” a estas dos realidades se apoya en el significado de ambos conceptos:
Teoría: “Ley o sistema de leyes que se deducen de la observación de ciertos fenómenos y sirven para explicarlos y relacionarlos”.
Serenidad: Sosiego, apacibilidad. Y, en significación más amplia, derivada de aquellas escuetas acepciones, la definiríamos como “estado anímico en el que la persona se halla en equilibrio emocional, con sosiego y paz, sin perturbaciones ni tensiones que alteren dicho equilibrio y paz”.
Teoría de columnas: serenidad en la contemplación
La experiencia de los dos fenómenos mencionados, en el ámbito de un espacio tan significativo como es el monasterio de Santo Domingo de Silos, la calificamos con esos términos. Y referiremos la experiencia con mayor extensión. Por un lado, aludimos a la contemplación, en el claustro de Silos, de la fila de columnas pareadas que sostienen los arcos de cualquiera de sus naves o pandas, vista en perspectiva de sucesión, y de los mismos arcos en sus sobrias curvas de medio punto, sin alarde de polilobulados, ojivas o arcos carpaneles, sino en sencilla y ordenada sucesión de columnas y capiteles (hecha abstracción del prodigioso y variadísimo tallado de éstos); todo este conjunto, visto en un atardecer, bajo la sola luz del ocaso todavía viva, en absoluto silencio, me llevó a percibir, a experimentar, una sensación con sentido rítmico, que suscitó en mi ánimo una, digamos, novedosa vibración de sosiego, fenómeno sublime, como en acceder a un clima psicológico y espiritual de sosiego existencial incomparable con la vivencia de otras situaciones de plenitud vital. Esto me sugirió la curiosa calificación con la que titulo estas reflexiones.
Porque uno de los rasgos que imprimen a la experiencia monacal su carácter más propio es el de la serenidad. El sosiego integral del ser, el experimentar la llamada de la Esencia, del Ser-en-sí divino, palpita silenciosamente en el ritmo de aquella sucesión de columnas y arcos. Nos hallamos ante la pura abstracción y espiritualidad, y con su fusión absoluta con la existencia definitivamente realizada, vivencia que constituye un algo que hace adelantar, en cierto modo, la plenitud esencial y existencial que ansiamos y sólo se nos dará en el ámbito de las eternas esferas, en un ignoto momento futuro, ya sin término ni inquietud ante el temor de su fugacidad o ruptura.
Esta plenitud inmaterial, esta absoluteidad del espíritu, es prodigiosamente evocada por la sucesión perfecta de las columnas de este claustro, que invitan a la contemplación sin prisa alguna, dejándose absorber y subyugar por tan inigualable perfección, y logra elevar al ámbito de suprema excelsitud al que trasladan.
Pero hay más. El claustro de Silos constituye el núcleo esencial de este monasterio, tomado en todas sus dimensiones. Porque si la contemplación de esta columnata, en su ordenada hilera, es un estudio de serenidad, la visión de sus prodigiosos relieves en las esquinas, es una vivencia insuperable de identidad cristiana, por su valor testimonial presentado con una expresividad en la que late el poder evocador de la realidad a la que se refieren. Cuánto sabían los que programaron esos relieves y qué maestría la de quienes los esculpieron. En especial, los mejor conservados: las imágenes del drama de la Pasión, el del encuentro con Jesús camino de Emaús y el de la duda de santo Tomás constituyen un mensaje de tal calidad doctrinal que asombra hasta el colmo. Estos relieves ofrecen un mensaje que subyuga el espíritu y lo sume en una actitud contemplativa y orante que hace de ese ‘paseo’ por el recinto claustral una experiencia inigualable.
Ahí, en esos relieves, está admirablemente representado todo el drama de la Encarnación, Pasión, muerte y Resurrección de Jesús, el Dios humanado, tal como aparece en el famoso himno cristológico de la carta paulina a los Filipenses: “Cristo, (el Hijo) se despojó de su rango (divino) y tomó la condición de esclavo –de ser humano caído–, pasando por uno de tantos, hasta hacerse semejante incluso en la muerte y una muerte de cruz” (Flp 2, 7-8). De modo que no podemos quedarnos en la evanescente realidad del Dios abstracto, sino que hemos de asirnos a este Mediador resucitado, como muestran la imagen de los discípulos de Emaús y la de santo Tomas ante el Cristo que le invita a meter la mano en su herida del costado. Experiencia sublime del claustro silense, que conjunta arquitectura y escultura propiciadoras del encuentro con Dios.
El canto gregoriano: melismas serenantes
La segunda experiencia vivida en el monasterio de Silos es la participación en la liturgia monástica de Laudes y Vísperas, aunque todas las demás Horas (Vigilias, horas menores –Tercia, Sexta, Nona– y Completas, último tiempo sagrado del día) se realizan en canto gregoriano. Mas son las horas mayores las que destacan por su más dilatada duración y ofrecen al asistente la oportunidad de vivenciar ese fenómeno de especial sentido y calidad que es el canto gregoriano.
Para no extendernos en explicaciones farragosas digamos que este canto, tal como se practica en la actualidad, es el resultado de la meticulosa restauración efectuada desde finales del siglo XIX por los monjes benedictinos de la Abadía de San Pedro de Solesmes (Sarthe, región francesa del Loira), comunidad reinstaurada en dicho monasterio (igual que en otros, como Silos en España) tras la catastrófica eliminación de monasterios realizada en Francia por la Revolución Francesa y regímenes políticos continuadores, y seguida en los demás países católicos inspirados en esa ideología. Es a ellos, los monjes de Solesmes, cabeza de la más ilustre de las congregaciones benedictinas actuales, a quienes corresponde la renovación del canto gregoriano como instrumento orante de la liturgia monástica. Y el monasterio de Santo Domingo de Silos, en la provincia de Burgos, perteneciente a dicha Congregación, ha seguido los pasos de sus hermanos franceses y representa hoy la fiel ejecución de ese canto, junto a otros dos monasterios fundados por sus monjes, Leyre (Navarra) y el Valle de los Caídos (Madrid). Baste, como base histórica, la síntesis anterior para introducirnos en nuestra reflexión acerca del canto gregoriano como teoría de la serenidad. Este medio excepcional de expresión musical aporta semejante vivencia a quienes tengan tal interés (experiencia accesible a cuantos puedan visitar Silos).
Un sabio monje benedictino de dicho cenobio, organista y experto en canto gregoriano, expuso conceptos básicos en una excelente ponencia presentada en el Congreso celebrado en octubre de 2001, con motivo del milenario del nacimiento del Santo Abad Domingo Manso, restaurador del antiguo y ruinoso monasterio de San Sebastián de Silos (que en adelante adoptó el nombre de santo abad como principal de su identificación). El padre Bernardo desarrolló en su ponencia las características excepcionales del canto gregoriano como medio de expresión litúrgica de la oración monástica, pero, al mismo tiempo, abunda en la condición, que calificaríamos como terapéutica, de esta música sublime, como valor para alcanzar el sosiego del espíritu y la persona entera, gracias a sus cualidades específicamente armónicas.
Aporta el padre Bernardo una carta de la doctora Presidenta de la Asociación catalana de Musicoterapia, en la que reitera el carácter del canto gregoriano como instrumento restaurador del equilibrio emocional y la serenidad del ánimo en el ser humano. Tomamos de esta carta sólo dos breves pero expresivos párrafos: “El canto gregoriano crea un estado de ánimo que predispone al encuentro con el misterio de Dios… Además, constituye una auténtica terapia, la que va dirigida a lo más profundo del ser humano, la que trata de ayudar, de dar sentido a la vida y propiciar el encuentro con lo sobrenatural, cuya carencia es la raíz de estados patológicos diversos”.
Qué densidad de criterio contienen estas frases de una doctora, profesional dedicada a la importante tarea de ofrecer a las personas que padecen alguno de esos estados patológicos la posibilidad de recuperar el equilibrio psíquico y existencial…: ¡la serenidad! Nuestra experiencia, al participar en esos cantos de Laudes y Vísperas, es la de percibir un clima, como un cierto aura, que pone la personalidad en un estado de paz y sosiego inimaginables en la experiencia de otras formas musicales
Porque, ¿cuál es el secreto del canto gregoriano en su acción terapéutica, restauradora del equilibrio anímico? El mismo monje lo precisa en su ponencia: “El canto gregoriano suscita sensaciones de paz, sosiego y tranquilidad (¡de serenidad!, dicho con un término que condensa todas las demás expresiones!) por su ritmo libre que, en su caso, no le viene de afuera, sino que nace de la interioridad de la pieza que se interpreta, por la que circula la savia vital de la palabra sagrada”.
Nuestra vivencia, al participar en dichas celebraciones litúrgicas, es producida por las rítmicas y suaves ondulaciones que constituyen verdaderos melismas armónicos nacidos desde la misteriosa interioridad del canto que resuena en las altas bóvedas del templo monástico: ¡Experiencia de serenidad!, teoría, digamos una vez más, utilizando el más profundo de los significados de esta poderosa palabra.
En síntesis conclusiva: contemplación de un conjunto arquitectónico y ahondamiento en el canto gregoriano, constituyen dos vivencias de suma belleza y armonía, en las que el ánimo se expande y alcanza una plenitud existencial incomparable con casi ninguna otra experiencia.
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