Por más que lo intento no consigo acostumbrarme: todavía me siento un marciano que acaba de aterrizar en un planeta en que la gente está ocupada fotografiándose a sí misma a la menor ocasión. El torrente de autoestima o la necesidad de afirmación que parece haberse desatado gracias a esa combinación mortal entre telefonía y redes sociales a más de uno le habrá deparado no pocas sorpresas, sobre todo en el descubrimiento, a nuestro pesar, de las motivaciones que mueven al personal. Gentes a las que tenías en cierta estima –y se las sigues teniendo, porque el afecto, a un nivel muy básico, no depende esencialmente ni de la admiración ni del respeto-– aparecen cada día fotografiándose a sí mismas, enmarcándose con perseverancia en las más diversas situaciones y poses. Selfie de recién levantado, ineludible foto del desayuno compartida con la humanidad, foto de la camisa que me voy a poner hoy, selfie con el libro que me estoy leyendo –esto es un clásico–, y así invariablemente, hasta acabar con tiernos autorretratos en que el escritor de marras acaba relatándonos hasta cómo ha decidido recortarse la barba, que es una información fundamental sin la que no podríamos vivir. No importa que el sujeto en sí mismo sea, por seguir este ejemplo, un intelectual. O quizá sí, pero en sentido inverso: porque pueden ser, a veces, los peores, teniendo en cuenta que vienen de una carencia de reconocimiento que se han empeñado en conquistar. Fotografía del manuscrito recién terminado, de la torre de volúmenes que he leído este mes y el último poema. Y eso sin hablar de las listas de los libros que me he leído este año compartidas ahí, para que todo el mundo vea lo múltiples que son mis intereses, cómo leo a mujeres y a hombres de varias tradiciones y nacionalidades, pero qué culto soy y cuánto valgo. Comprendo que cada una de estas exposiciones lúdicas, por separado, pueden resultar absolutamente normales, y seguramente yo mismo he incurrido conscientemente en una o en varias de ellas. El autobombo, la autopromoción: pero cómo no vamos a hacerlo, porque para dejar confiadamente la publicidad de nuestras obras en las manos de las editoriales es mejor que nos dediquemos a nadar o a cualquier otra actividad que refuerce el espíritu. Pero la combinación de todos estos modelos en un mismo sujeto, que ahora es un sujeto colectivo con millones de usuarios en el mundo, no hace sino conducirnos a la melancolía del yo.
El yo interior amenaza con desaparecer. Las redes sociales nos han acercado a los demás, esto es cierto: pero también nos han hecho abismarnos en nosotros mismos. Yo, yo, y yo, y solamente yo, y yo, y yo. Me importo yo. Y sobre todo hay algo que me fuerza a pesar que ese yo es tendencia en los demás. Así que ahí tienes a la gente conservando en todo momento testimonio de los detalles más superfluos de sus vidas, que quizá constituyan una nueva literatura del futuro. La confesionalidad no guarda pliegues, gestos en ocultos lenguajes de sugerencia esbelta en la metáfora: ahora se cuenta todo, porque todo es urgente. Es la avalancha del yo en busca de aceptación: cuántos más Me Gusta tenga, más he triunfado. Qué importa si alguien no lee el enlace que he puesto, qué importa si tan sólo han dado Me Gusta al titular: lo que importa es la huella que he dejado, durante un segundo, en alguien que ha pulsado debajo de mi nombre. Si acumulo unos cuantos, soy feliz. Venga, hagámonos un selfie para celebrarlo. Bienvenida, autoestima.
Ya sé que estoy siendo voluntariamente borde y que todo el mundo tiene derecho a fotografiarse como le dé la gana. Pero sigue resultando un misterio para este alienígena que soy que haya tanta gente que encuentre tanto y tan reiterado interés en mirarse a sí misma, una y otra vez, y publicarse a sí misma, una y otra vez. Llámenme raro, pero a mí lo que me gusta es disfrutar fotos que me cuenten historias o, en todo caso, descubrir las miradas ajenas, los surcos de una cara que nombran una historia sin despegar los labios.
Solamente soy un observador y encima de otro planeta, pero creo que estamos viviendo un hedonismo estéril que va a tener un arreglo complicado para las generaciones que se están educando en eso, que están creciendo con eso, que están articulando su sistema de valores en eso. Ves una pareja en una terraza: cada uno de los dos mirando su teléfono. Y no cinco minutos, sino bastante tiempo. Ni siquiera la pareja se salva de ese narcisismo que a veces, por lo menos, se vuelve compartido cuando ya son los dos quienes publican sus devenires juntos. Este mirarte sólo a ti mismo, escucharte a ti mismo, comprenderte a ti mismo y exigir solamente que te valoren a ti, forzosamente tiene que acabar en un narcisismo patológico. Seguramente nunca como ahora hemos vivido una sociedad tan estúpidamente egoísta, tan neciamente adentrada en la mismidad de uno mismo sin contemplar la vida fuera de nosotros.
Este yo acendrado me conduce a la melancolía: el recuerdo de un mundo que también te miraba a los ojos.
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