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UNA GRAN AYUDA PARA EL PROFESORADO

Podemos afirmar, con fundamento, que La educación moral, una obra de arte, del profesor Félix García Moriyón, será de gran ayuda para el profesorado, en general, y más concretamente para el de educación secundaria, imparta ética o, sencillamente, se viva como agente de formación moral de sus alumnos sea cual sea el ámbito del saber al que pertenezca. 

El autor define su libro como un ensayo personal en el que recoge  lo aprendido durante sus años de enseñanza –muchísimos, toda una vida– distribuidos en colegios concertados, institutos públicos y, desde 1992, como asociado en la Universidad Autónoma de Madrid. Refleja también su compromiso en distintos movimientos de renovación pedagógica, asociaciones de intervención social y sindicalismo de educación. Pone en nuestras manos su aprendizaje vivido y pensado, transferido en artículos y libros que ha ido publicando en ese largo período. Además –y es un valor añadido– en cada uno de los capítulos que aborda en la obra que presentamos, aporta magnífica bibliografía “para seguir leyendo”, de enorme variedad y cualificada por su propia selección.  Muy orientadora la introducción a la obra, realizada por Carmen Azaústre, directora de nuestra Revista Crítica.

García Moriyón toma partido pero no es partidista, raro exponente en esta actualidad nuestra tan ideologizada,  y claro indicador de la coherencia ética del autor.

El libro tiene intencionalidad, consistencia y un desarrollo fluido, articulado y lúcido. Parte de una tesis que es el cantus firmus que lo atraviesa desde el inicio hasta el final: la educación formal es una tarea política y ética, sobre todo ética, y todo proceso educativo es un proceso de educación moral que busca alcanzar la plenitud de la persona humana.  Es evidente la centralidad del profesorado y la excelente articulación que hace de los protagonistas de la apasionante y compleja tarea de educar y aprender: educadores, familia y alumnos.

En los tres primeros capítulos, García Moriyón  aborda la circunstancia en que se encuentra la educación en nuestro país, plasmando su perspectiva del contexto histórico y de legislación educativa que han configurado y configuran nuestro modo de abordar el hecho educativo y las tensiones que lo configuran: liberar frente a controlar y el credencialismo frente al crecimiento personal. Con pinceladas magistrales, el autor ayuda  al lector a tomar nueva conciencia de la importancia de “garantizar una educación de calidad a toda la población para que pueda, al margen de sus condiciones de partida, acceder a la formación que más se adecúe a sus capacidades y a sus expectativas” (p. 27).

Ante la pregunta: para qué vamos al colegio, nuestro autor apuesta por ofrecer al lector su profunda convicción:  […] decidir la clase de persona que queremos ser y la clase de mundo en el que queremos vivir, diferenciar con claridad los intereses de los que partimos para abrirnos a nuevas inclinaciones que amplíen nuestro horizonte personal, superar la satisfacción de los deseos inmediatos para dar cabida a los deseos deseables: es el núcleo de todo proceso realmente educativo, que es de lo que debe tratar fundamentalmente la escuela” (p. 45).

Centrada la finalidad principal de la escuela, García Mariyón resitúa la de nuestro país en el contexto amplio del que participamos: “un mundo secular y pluralista. Es muy fino su análisis crítico del hecho de la secularización que, como bien dice, no se limita a la separación del poder político y las convicciones y creencias religiosas sino que apunta claramente a una “propuesta de humanismo inmanente, que no considera siquiera la necesidad de basar la búsqueda de la plenitud humana en un más allá trascendente o en una creencia en Dios” (p. 52).

García Moriyón prosigue adentrándose en el contenido y alcance de la educación moral que vincula a la ética del profesorado, al aula como comunidad de investigación filosófica y a la escuela como proyecto global de educación moral. Excelente recorrido. Los seres humanos somos constitutivamente morales, –señala– y la libertad, que es un rasgo fundamental que nos caracteriza, hace posible y necesaria esa moralidad. El comportamiento moral implica reconocer unos valores morales y ser conscientes, además, de que existe una organización jerárquica de los mismos porque, claro está que no todos los valores valen lo mismo.  ¿Qué valores morales enseñamos?, se pregunta el autor, señalando que “la educación moral no se agota en percibir valores, deliberar y sopesar planes de acción, como decía Aristóteles, no es ser expertos en moral, sino ser buenas personas. Él lo llamaba ser personas virtuosas, pues la virtud es el hábito de actuar bien” (p. 77).  Y en coherencia con lo expuesto, se plantea cuál debe ser el modelo ético de profesor, entendiéndolo como agente moral, señalando que la única posibilidad de un comportamiento ético frente al alumno es la práctica de dos virtudes fundamentales: la paciencia y el cariño. Por otro lado, como educar es intrínsecamente una actividad moral, es necesario cuidar la dimensión moral de esa actividad. En lugar de hablar de valores, se trata de mostrarlos y contagiarlos desde la actividad docente cotidiana.

Toda esa acción moral, urdimbre de valores y vehiculada por la relación pedagógica, se da en el aula, comunidad de investigación filosófica. García Moriyón pone de relieve que un profesorado seriamente comprometido con la democracia pone en práctica las competencias propias de un pensamiento crítico y creativo que permiten cuidar cómo se argumenta y con qué cuidado se trata a todas las personas que forman parte de la comunidad, todo ello regido por el principio de caridad que implica la confrontación constructiva que parte de intentar ver las cosas desde el otro.

Todo ello no queda prisionero del aula sino que es la escuela, como institución democrática “orientada a que el alumnado desarrolle las competencias requeridas para ser ciudadanos implicados en el buen funcionamiento de la sociedad” (p. 115) quien lo asume.  Y tampoco queda prisionero en la escuela puesto que la escuela y la familia comparten muchos intereses.

Poético, filosófico y clave es el colofón que García Moriyón nos ofrece en el cierre del libro que también da lugar a su título: La educación como una obra de arte. El autor señala que convertir la enseñanza en una obra de arte constituye un reto personal y comunitario de elevado calibre porque conlleva “la directa participación en la verdad, el bien y la belleza que constituyen las metas de una obra de arte, y de la vida humana en sí misma” (p.141).

Se cierra su libro haciendo referencia a la tesis, al cantus firmus que lo atraviesa, señalando que el objetivo final de todo lo expuesto es destacar el objetivo central de todo proceso educativo: “lograr que los alumnos, pero también los profesores, sean buenas personas, esto es, moralmente educadas que han avanzado hacia su propia maduración personal y han llegado a ser quienes son” (142): bondad: unidad, verdad y belleza. Proceso trascendente en lo inmanente, regido por el don y la gracia.      

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