Los preámbulos pueden regalarnos un placer incluso equiparable al placer en sí. Pienso en los preparativos para un viaje, en el calentamiento muscular antes del ejercicio y en los largos cortejos con el tiempo a favor. Nos pasamos la vida organizando rutas de aproximación, o incluso de llegada, a un destino nuevo o regresado –debe ser fabuloso, entonces, si volvemos–, pero hemos aprendido que el proceso también puede depararnos, en muchas ocasiones, su experiencia de totalidad. Cualquiera de los ejemplos anteriores nos podría valer: que es viaje sin la ensoñación, sin su dibujo medular de mapa que se fija de pronto debajo de los párpados, como cuando en las películas de Indiana Jones el avión va trazando su trayectoria por encima del dibujo de los continentes, atravesando océanos y mares. Qué es llegar a un lugar sin explorarlo antes, aunque sea levemente, a través de las imágenes que nos hablan de él, de los poemas que antes escribieron otros viajeros que, como nosotros, desean apresar una sensación de trascendencia imantada a ese espacio, como una edad tardía que se resiste a desaparecer. De la misma manera, qué es practicar cualquier deporte sino un conocimiento de la disciplina en sí, pero también del cuerpo y de su posible plenitud, aunque sea relativa, ajustada al momento, sintiendo al organismo generar el impulso noble de la propia energía aplicada a la acción o al dinamismo de correr en la pista, a ese ensimismamiento existencial y físico, casi enajenados de nosotros mismos, que podemos tocar encadenando brazadas hasta lograr pasar de 2.000 metros, o esa plasticidad de saltar en suspensión, armando los brazos frente al aro, al tirar a canasta.
Esa preparación, ese sentimiento que se va adelantando a su instante preciso o decisivo, en palabras de Cartier-Bresson. Todo eso está en Kavafis: esa fotografía de lo que ocurrirá que, de alguna manera, es el nudo de todo recorrido, es esencia antes de ser sustancia. Como en la seducción o el enamoramiento: experimentamos en esa realidad difuminada en los ojos cálidos del otro, en la expresión del otro, en sus respuestas a nuestros mensajes o incluso en sus silencios. Toda esa tentativa en movimiento, todo ese tejido más o menos visible de palabras y voces, de imágenes furtivas, va prefigurando la dimensión del amor. No exactamente lo que es, sino lo que queremos que sea. Y tampoco –nunca– lo que será, sino aquello que ya nos está haciendo sentir, porque nos transforma por el mero hecho de haber aparecido y ser una presencia deseada en la que nos miramos.
El mapa de lecturas veraniegas tiene algo de eso: algo de viaje y algo de disciplina también física, algo de amor en marcha con presencia de víspera. Me gusta la fisicidad de los libros: no solamente verlos, sino también tocarlos. Llevarlos conmigo, pegármelos al pecho. Sentirlos al leer. Ese tacto en los dedos. Ese susurro lento de sus páginas cuando las pasas cerca de la cara y te llega el olor de madera mojada que tienen los libros viejos. Me gusta equiparar la lectura, como todo lo que es digno de amarse, a cualquier otra actividad: somos sentido y acción, somos la caricia de estar vivos y su corporeidad, somos esa luz que se va concentrando lentamente en los ojos que invocas mientras la tarde cae.
Los veranos son para los libros: exactamente igual que el deporte y los viajes, y otras tantas lentas experiencias de cambio que nos hacen felices. Las largas estaciones, sus aguas extendidas por nuestro calendario, hacen arder nuestras expectativas. Este será un verano Guerra y paz, este será un verano La regenta, este será un verano Moby Dick. O poesía: este será el verano de John Keats, en la gran traducción que acaba de regalarnos José Luis Rey, por primera vez en español su obra completa. Da lo mismo: hay una carga de profundidad ahí, un deseo de conquista o de refundición. Volvemos a nacer con estos libros, volvemos a vivir con la lectura. También ante el amor nos encontramos, poco a poco, con ese rostro nuevo de nosotros mismos que empieza a perfilar su propio rastro en unas emociones, su posibilidad de plenitud al mirar a quien mira dentro de una imagen.
Preparar las lecturas veraniegas es una ocupación que tiene algo también de juego previo a ese amor en marcha que es leer. Incluso cuando haces la maleta y valoras el peso, si no te has sometido a ese ideal tan práctico, pero muy poco estético –por poco material, por dejar fuera el arco sensorial que nos hace fundirnos con el libro no por su contenido únicamente, sino también amando todo el cuerpo– estas prefigurando la lectura. Cuáles son tus diez libros para este verano, o cuáles son los cinco libros decisivos de tu vida.
Aunque soy más de La Ilíada, el libro que aunaría la intención del texto, el origen de ese mapa en pie para las lecturas veraniegas, para mí es La Odisea. Viajar, sentir, amar. Los libros nos extienden, nos ponen siempre en guardia, nos cincelan y encarnan, nos hacen abrazarnos a ese sueño siempre en construcción que es vivir de verdad.
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