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LA RESURRECCIÓN DE CRISTO EN EL ARTE MISTERIO INEXPRESABLE

Entre los temas de los que se ha ocupado con mayor amplitud el arte occidental, se encuentran los de signo religioso. Y, en realidad, los artistas del clasicismo griego hacían imágenes en su mayor parte con destino a sus templos. Pero desde el inicio del cristianismo, las numerosas escenas que nos describen los textos bíblicos han dado pie para representar las muy diversas situaciones que se dieron en la vida de Jesús y su contexto existencial. En los lugares cristianos primitivos, las catacumbas ante todo, se representaron temas en parte simbólicos y en parte de personas. La imagen del Buen Pastor tiene la primacía entre éstos. El desarrollo del arte occidental, y aún el oriental si incluimos el área greco-bizantina, hasta los países eslavos, va ligado al sentimiento religioso, como siglos más tarde irá ligada al sentimiento antirreligioso toda la barbarie destructiva que arruinó el arte europeo, como había comenzado a arruinarlo la intolerancia figurativa de la Reforma luterano-calvinista en la Europa Central del XVI.

El arte gótico, renacentista, flamenco y barroco se dedicó casi en exclusiva a representaciones de personajes y escenas cristianas. Las fastuosas portadas de las catedrales góticas y, más tarde, la imaginería devocional, centrada especialmente en los tema de la Pasión y Navidad, cubrieron de figuras, bellísimas en su mayor parte, los retablos de los templos cristianos. Italia y España se llevan la palma de esta abundancia figurativa, aunque debemos dejar constancia el valor y la cuantía del arte flamenco-germánico.

Pues bien: entre los temas representados hay uno en que, por las características singulares del hecho, muy escasas veces han conseguido los artista lo que pudiéramos calificar como éxito en sus realizaciones: es la plasmación de la figura de Cristo resucitado.

Cristo resucitado, ese personaje ‘irreconocible’

El fenoumenon, el acontecimiento de la resurrección de Jesús de entre los muertos y la figura de Señor Resucitado, es una realidad tan inaprehensible por la experiencia humana normal, que su representación artística se convierte en una tarea imposible, no ya propia de genios, sino, simplemente, de personas, por muy dotadas artísticamente que sean. Y en este punto hemos de dejar constancia de nuestra disconformidad con la gran mayoría de las interpretaciones que se aducen para explicar el también fenómeno insólito de la falta de reconocimiento del Señor en varias de sus apariciones. Lo que nos testifican los textos evangélicos es un hecho singular: a Jesús resucitado no lo reconocen la casi totalidad de los que tuvieron el privilegio de contemplar su presencia. El momento de su resurrección es desconocido, imposible de reconstruir. Este hecho excepcional en toda la historia humana sólo lo conoció la noche misma, como expresa un himno litúrgico: “La noche fue testigo de tu resurrección”. Y como testimonio de lo que pudieron vivir los muy contados mortales ante los cuales se dio el portentoso milagro, sólo tenemos el de los guardianes romanos puestos a petición de los maestros del Sanedrín, que vivieron lo que nos describe Mateo en su evangelio: el terremoto, la presencia fulgurante del ángel y el espanto de los guardias: “De miedo de él (del ángel), temblaron los guardias y se quedaron como muertos” (Mt 28, 4).

Que tengamos constancia, Jesús se aparece resucitado en tres ocasiones en que no es reconocido, además de otras en las que sí lo es desde el primer momento. Ni María Magdalena (Jn 20, 14), ni los discípulos camino de Emaús (Lc 24, 15-16), ni los que salieron a pescar en el mar de Galilea (Jn 21, 4, 12-13), reconocen en el misterioso personaje al Señor, hasta que él se da a conocer por diversos signos. En el capítulo 21, añadido en el evangelio de Juan, se dice algo todavía más sorprendente: tras la identificación de Jesús por el discípulo amado y la reunión con los demás en la playa, dice el texto: “Ninguno le preguntó quien era porque sabían que era el Señor” (Jn 21, 13); algo asombroso, que indica que, a pesar de los signos perceptibles, su aspecto en esa ocasión tampoco era identificable como el familiarmente conocido. Por tanto, las explicaciones, que calificaré de pietistas, que aducen los exegetas para explicar esta falta de reconocimiento, no me sirven. Así como hay apariciones en que desde el primer momento Jesús se presenta en imagen reconocible (aunque en alguna lo confundan con un fantasma), en aquellas tres ocasiones Jesús no es reconocido hasta que él mismo decide darse a conocer. En consecuencia, afirmamos que Jesús resucitado es el mismo, pero no es el mismo que estaban habituados a ver en el tiempo de su vida prepascual. El papa Ratzinger, en su magna obra Jesús de Nazaret, ofrece explicaciones más plausibles. La imagen del nuevo Jesús, el Kyrios-Christos, el Señor, es misteriosamente distinta de la acostumbrada en su vida anterior a la Pasión. Y esto es lo que hace tan difícil a los artistas su representación.

Intentos de representación

La figuración del Resucitado ha sido objeto de escenas en numerosos retablos. El genial Miguel Ángel tiene una escultura exenta, en mármol, de Jesús resucitado abrazando la cruz. Un varón desnudo, de anatomía, belleza y fuerza supremas (según los cánones renacentistas). Otro buen escultor imaginero español, Jerónimo Hernández, dejó en Sevilla, por encargo de la hermandad de la Quinta Angustia, una muy bella imagen en madera policromada, desnudo pero con paño de pureza, con una cualidad iconográfica interesante, que, en cierto modo, da testimonio del diferente aspecto de Cristo: posee rasgos de andróginia, con una suavidad formal y gestual que contrasta con la fuerte masculinidad de la figura miguelangelesca. El mismo genio florentino nos dejó un espléndido dibujo con la escena de la resurrección, de un dinamismo apabullante. Cristo aparece desnudo, saliendo de un sepulcro de forma clásica mientras los soldados, todos desnudos, caen en diversas posturas movidos por el espanto.

Hay varias hermandades pasionistas que han encargado imágenes del Resucitado para su procesión de gloria el domingo de Pascua. Es una costumbre un tanto tardía, pues lo más tradicional era culminar las procesiones de Semana Santo con la imagen de la Virgen de la Soledad el Sábado Santo. El arte escultórico ha abordado el tema de la resurrección de Jesús en retablos pintados o de bulto. En ella Jesús, triunfal, porta la cruz o el banderín.

Mas antigua es la representación en pintura. Este arte, por su mayor capacidad para plasmar figuraciones con recursos imaginarios, ha tratado desde el periodo bizantino el tema de la resurrección y el de la presencia de Jesús en su bajada a los infiernos. En los antiguos iconos aparecen las puertas del Averno rotas por el poder de Jesús, que saca de allí de la mano a Adán y Eva. La resurrección se ha plasmado de modo realista: Cristo, saliendo del sepulcro, flota en el aire y los guardias aparecen desmayados en el suelo. Otras dos escenas de frecuente representación han sido las de la aparición a la Magdalena, y a los discípulos en el Cenáculo, con Tomás en su acto de fe, Pero hay casos excepcionales en que el artista se ha atrevido a más.

El ‘atrevimiento’ místico del arte: Grünewald y El Greco

Para terminar vamos a referirnos a las que estimamos dos representaciones más, digamos, verosímiles o veraces, por la intención del artista en huir de una figuración realista basada en el texto evangélico. Hay dos artistas, pintores geniales, que se han atrevido a presentarnos una imagen de Jesús resucitado que rebasa los parámetros de un realismo real, valga la redundancia, para elevarse a un sentido ‘místico’. Y es que no hay otro modo de tratar este extraordinario acontecimiento. Son el alemán Matías Grünewald y el grecoespañol Domenico Theotocópulos, El Greco. El germánico en su gran retablo de Insenheim, hoy en el museo de Colmar. Y El Greco, en el retablo del Colegio de doña María de Aragón, hoy desmontado y expuestos sus  lienzos en el madrileño Museo del Prado, salvo uno, el de la adoración de los pastores, que, desgraciadamente, fue a parar al Museo de Bucarest.

Grünewald: retablo de Insenheim. El cristo radiante

Si un artista ha pintado la escena del Calvario con tintes de escalofriante dramatismo ha sido Matías el Pintor, el genial Grünewald. Son varias sus pinturas de esa escena espantosa, y en todas campean detalles de patetismo que sobrecogen. Pero es en el altar de Insenheim (1512-1516) donde su arte alcanza cotas de dureza y violencia que estimamos insuperables. No tiene parangón con ninguna otra imagen de Jesús en la cruz ese Cristo cuyo cuerpo aparece incrustado de espinas, con una corona que es un capacete erizado, y con una expresión facial muy germánica en la que vibra el espanto de las escenas de la Peste Negra. Pues bien, en contraste con tal cúmulo de detalles de horror, el genio alemán pintó en el mismo retablo un Cristo resucitado que asciende en medio de la noche, con una luminosidad radiante, celestial, y una fuerza expresiva que supera la idea de que sea el mismo Jesús antes de la Pasión. La flotante imagen, medio cubierta por un amplio manto, tiene una luminosidad tal que lo presenta transfigurado, con los brazos en ademán de saludar con la paz. Su rostro y cabello son de un áureo brillante y está rodeado de un halo de destellante fulgor. Además, la luz que envuelve al Señor emana de su misma persona. Es, realmente, la figura de un Ser glorioso, radiante, a cuyos pies aparecen los guardianes en posiciones violentas, como muertos de pavor. Sin embargo, en esta maravillosa pintura Jesús se halla salido de un sepulcro de forma rectangular clásica. Es, por tanto, una ‘escena’ de resurrección, aunque de rasgos que si bien superan las representaciones más tradicionales, posee detalles que las mantienen. Quien realmente alcanza cotas del más acusado misticismo, que elimina toda referencia tradicional, es el pintor de lo visible y lo invisible, El Greco.

El Greco: Retablo de Dª María de Aragón. Misticismo sumo

El genio insuperable de Doménico Greco, que, si comienza pintando iconos de raigambre bizantina, propia de su origen cretense, evoluciona prodigiosamente hasta revolucionar el estilo manierista recibido en Venecia y Roma, y se adelantó dos siglos al impresionismo, nos ha dejado las pinturas de Cristo resucitado de más fascinante poder místico que se hayan plasmado. La mejor planteada y resuelta formó parte del retablo encargado por doña María de Aragón para la capilla del colegio teológico de la orden agustina en Madrid, hoy desmontado.

No es la única pintura del tema abordada por El Greco. Nada más llegar a Toledo, en 1577, recibió el encargo de la traza, montaje y pintura de varios retablos para el monasterio cisterciense de Santo Domingo de Silos, denominado el Antiguo, obras que realizó entre 1577 y 1579. En el lateral derecho del templo se halla un retablo de elegante traza con un lienzo de la Resurrección. En esta obra ya se aparta El Greco de los cánones habituales de los artistas precedentes, al eliminar el sepulcro en el suelo o cualquier otra referencia espacial. Aquí estamos sólo ante la imagen prodigiosa de Cristo triunfador de la muerte, envuelto por luz resplandeciente y rodeado de unos guardianes movidos por el espanto, en violentos y atrevidos escorzos, actitudes que mantendrá, con más vigor aún, en las siguientes pinturas del mismo asunto. La escena es de una elegancia suprema y en ella se refleja todavía la influencia del arte veneciano y romano que había experimentado durante su estancia en ambas urbes.

Pero es entre 1576 y 1579 cuando El Greco realiza la que, en nuestra opinión, es su obra maestra: el retablo para la capilla del Colegio de Nuestra Señora de la Encarnación, antes aludido. Una pieza de seis lienzos, hoy desmontados y, salvo uno, expuestos en el Museo del Prado. No entraremos en comentarios generales de esta magna obra. Nos remitimos a la monografía de Alvárez Lopera, TF Ediciones, Madrid, 2000. Nos limitamos al lienzo de la Resurrección, que ocupaba el lateral izquierdo superior, junto a la Crucifixión y el Pentecostés.

El lienzo, de 275×127 cms., es una reinterpretación del realizado para Santo Domingo el Antiguo, mucho más alargado y enmarcado en un medio punto. Sus rasgos suponen el inicio de la última fase del estilo del pintor, que alcanza cotas de genialidad y misticismo no logradas por ningún otro, aunque en el pasado hubo  valoraciones negativas, hoy superadas. Hay otro lienzo, de 1600, de pequeñas dimensiones, hoy en Washington, donde El Greco repite el tema con muy ligeras variaciones.

En el de Madrid muestra el cretense la que calificamos como desnaturalización de toda referencia tradicional, para ofrecernos una radiante y fascinadora imagen del Señor resucitado que se alza en un espacio de esplendente y oscura nocturnidad, en medio de un grupo de siete guardianes, ya dormidos, ya poseídos del espanto de tal visión, que, naturalmente, no tuvieron, aunque sí vivenciaron aterrados los efectos que acompañaron al impensable acontecimiento: terremoto y ángel luminoso. La escena ofrece un enorme contraste entre la estaticidad gloriosa y serena de Cristo y el dinamismo aterrador de los soldados, sorprendidos por el efecto de lo que hoy calificaríamos como un estallido atómico. Los escorzos logrados por el artista, donde brilla su gran sentido manierista son abrumadores. Sobre todo el guardián tumbado de espaldas en primer plano, cubierto por una armadura del brillante amarillo propio de El Greco, mientras otros corren y levantan la espada o han quedado derrumbados por el pánico (el del casco de plumas). En todo el grupo la confusión y el pavor ha hecho poderosa mella y los lanza en diversas direcciones, mientras la imagen soberana de Cristo, mínimamente cubierta por un pico del banderín de movidos pliegues, luce suspendida en el espacio en medio de un halo de oscuros resplandores, con la mano derecha levantada en señal de triunfo, imagen donde se advierte el influjo de la pequeña escultura desnuda, en madera policromada, hecha por el candiota para el sagrario del Hospital de Tavera. El rostro del Señor es de una sobrenatural expresividad.

Fulgor y presencia triunfal absoluta: es el Viviente que ya no muere jamás.

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