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LAS IDEOLOGÍAS EN EL SIGLO XXI (y II)

Decíamos en la primera parte del artículo que la complejidad de nuestra época resulta fácil de entender si la analizamos en clave ideológica. Explicábamos entonces que la madre de las ideologías es la Ilustración francesa en su alianza con la masonería. De ese primer y activísimo germen irán surgiendo en cascada la docena de ideologías que configuran el siglo XIX, el siglo XX y lo que llevamos de siglo XXI. Veamos su radiografía.

Desde el siglo XVIII, la ciencia y sus aplicaciones han mejorado hasta lo inimaginable las condiciones de vida en medio mundo. Esos resultados deslumbrantes también han llevado a pensar que todos los retos del conocimiento tendrán una respuesta científica, y que lograrlo solo es cuestión de tiempo. Tal pretensión de verdad completa –ingrediente del optimismo ilustrado– fue la que buscaron:

■ El darwinismo radical por medio de la biología. 

■ Marx con la historia y la economía. 

■ Freud con el psicoanálisis y la revolución sexual.

■ Auguste Comte con el positivismo.

La cosmovisión positivista ha configurado nuestro mundo con una triple propuesta:

■ Verdad es lo que dice la ciencia, no otra cosa.

■ Bien es lo que piensa o hace la mayoría.

■ Justo es lo que decide el legislador.

Comte y el positivismo afirmarán que la ciencia nos ofrece toda la verdad; que fuera de la ciencia solo hay ignorancia o superstición, nunca conocimiento. Sin embargo, las limitaciones de la ciencia también son clamorosas. Gran parte de la humanidad daría cualquier cosa por conocer el sentido de la vida, pero si preguntamos a la ciencia obtenemos un resultado deprimente, pues la ciencia no sabe, no contesta. 

En realidad, la triple propuesta positivista convierte en ideología la ciencia, la ética y el derecho. Pero sucede que el conocimiento científico es realmente limitado, y que la realidad es tan física como metafísica, tan material como inmaterial. Respecto al bien, Comte reemplaza la ética (prescriptiva) por la sociología (meramente descriptiva), y pone la fuente del Derecho en el legislador, negando la ley natural. “Un niño es lo que dice la ley”, repetía Hillary Clinton en campaña, al ser preguntada por el estatuto y los derechos del embrión.

Evolucionismo radical

Por evolución entendemos la sucesión perfectiva de las especies, su desarrollo de menos a más complejidad biológica. Desde Darwin (1809-1882), la teoría evolucionista representa el más persistente intento de explicación de dicho proceso. Lo mismo que Newton revolucionó la física con sus Principia Mathematica, Darwin revolucionó el estudio de los seres vivos con El origen de las especies. Sin embargo, en sus páginas encontramos ideas contrarias a las que la opinión pública suele atribuir al autor. Por ejemplo: la vida, con sus diferentes facultades, fue originariamente alentada por el Creador en unas cuantas formas o en una sola, y mientras este planeta ha ido girando sometido a la ley de la gravitación, se han desarrollado y se siguen desarrollando, a partir de un comienzo tan sencillo, infinidad de de formas cada vez más bellas y maravillosas.

Darwin también se refiere a “leyes impresas por el Creador en la materia”, que hacen posible la evolución. Sin embargo, poco después de su muerte, evolucionistas radicales tergiversaron las ideas de Darwin hasta convertirlas en la gran alternativa atea al relato bíblico del Génesis. En esa línea, cuando en 1959 se celebró en Chicago el centenario de El origen de las especies, Julian Huxley, el orador más aplaudido, resumió perfectamente la esencia del evolucionismo convertido en ideología: la Tierra no fue creada: evolucionó. Y lo mismo hicieron los animales y las plantas, al igual que el cuerpo humano, la mente, el alma y el cerebro.

Como un nuevo giro copernicano, la exclusión de la causalidad de Dios sobre el mundo tiene una inmensa importancia cultural. Ese empeño ideológico ha exigido la adhesión de miles de investigadores especializados, además de divulgadores profesionales capaces de conectar con el gran público: profesores y maestros, autores de libros de texto, guionistas de programas televisivos, ilustradores, diseñadores de museos… Ese inmenso esfuerzo ha hecho del darwinismo una clave imprescindible de interpretación del ser humano, de la sociedad y de la historia, como resume con ingenuidad Juan Luis Arsuaga: “El descubrimiento más asombroso de la humanidad es la evolución, y sin esa revelación no se puede entender nada del ser humano”.

Comunismo marxista

Marx diagnosticó en el Manifiesto Comunista (1848) que –en todo el mundo y a lo largo de la historia– las injusticias, las violencias y las desigualdades económicas y sociales tenían su origen en la defensa y acumulación egoísta de los propios bienes. A continuación propuso cortar por lo sano, suprimir de raíz la propiedad privada y dejar todos los bienes en manos del Estado. Más adelante, el Estado se encargaría de poner esos bienes en común. Así –en una nueva versión del optimismo ilustrado– surgiría la justa y pacífica sociedad comunista sin clases. 

El marxismo había hecho músculo contra un enemigo concreto, la plutocracia capitalista, en defensa de un numeroso grupo de oprimidos. Pero sucedió que el siglo XX desmintió las profecías apocalípticas de Marx, y que el proletariado, en lugar de depauperarse más y más, empezó a vivir mejor, a prosperar, a tener cosas. Después, la caída del muro permitió ver lo que había al otro lado, y nunca las comparaciones resultaron tan odiosas. Entonces la izquierda necesitó reinventarse y tuvo la luminosa idea de buscar nuevos proletarios, es decir, nuevos grupos a los que aplicar el simplista esquema opresor/oprimido. Y encontraron media docena:

Las mujeres con respecto a los hombres.

Cualquier raza con respecto a la blanca.

Los nativos contra los colonizadores.

Los inmigrantes contra los nativos. 

Los homosexuales contra los heterosexuales. 

La Madre Tierra contra el ser humano.

Si la lucha violenta de clases resultaba impensable en las principales democracias del mundo, la confrontación de ideas formaba parte de su esencia democrática. Gramsci y la Escuela de Frankfurt aprovecharon esa libertad de expresión para extender y consolidar el marxismo cultural, gracias a una labor capilar en escuelas, universidades y medios de comunicación. Se propusieron torpedear y desmantelar toda una visión milenaria de la vida, en cuyo centro estaban las virtudes de Grecia y Roma, la ley natural y la familia, Dios y sus mandamientos. Hay que reconocer que consiguieron su objetivo: todas las ideologías del siglo XX han sido inspiradas y promovidas en mayor o menor medida por el marxismo, y esa victoria cultural explica, en parte, el extraño indulto moral que sigue disfrutando.

Aunque el marxismo económico había fracasado y terminó con la caída del muro de Berlín, el marxismo cultural había triunfado como contracultura y contramoral. Gramsci, uno de los fundadores del Partido Comunista Italiano en 1921, explicó en sus Cuadernos de la cárcel que el marxismo debía sustituir la violencia por las ideas. Fue lo que hicieron los principales pensadores de la Escuela de Frankfurt: Horkheimer, Adorno, Marcuse y Erich Fromm. Eran alemanes neomarxistas, freudianos y judíos, que se salvaron de la persecución nazi huyendo a Estados Unidos. Allí, desde la Frankfurt School de Nueva York, difundieron un freudomarxismo concretado en la libertad sexual, el feminismo radical, la homosexualidad, el aborto y el divorcio. Se diría que la conocida crítica de Voltaire a Rousseau fue formulada para ellos: Nunca tanta inteligencia se malgastó en causas tan inhumanas. 

Gramsci y Marcuse creyeron que destruyendo la familia tradicional allanarían el camino al socialismo comunista, pues para ellos la familia burguesa era –junto a la propiedad privada– la institución fundamental de la odiosa sociedad capitalista. Sin embargo, minada la familia no llegó el esperado comunismo, sino algo muy diferente: una sociedad hedonista, de gente obsesionada por apurar la vida al máximo, cada vez menos dispuesta a tener hijos y formar familias estables.

Ideología de género

En el siglo XXI, el feminismo adopta una modalidad más radical que todo lo que había propuesto anteriormente: la ideología de género. Su objetivo es la implantación de nuevos modelos de familia, educación y relaciones, donde lo masculino y lo femenino esté abierto a todas las opciones posibles; donde la subjetividad psicológica (me siento hombre, me siento mujer) prevalezca sobre la objetividad biológica. Shulamith Firestone, feminista radical y marxista, es muy explícita. En 1970 escribió: “El objetivo final de la revolución feminista no sólo es eliminar el privilegio del varón, sino la distinción sexual (…). Solo entonces terminará la tiranía de la familia biológica y se permitirán todas las formas de sexualidad”.

Medio siglo más tarde, Martin Duberman, historiador y activista radical LGTB, nos recuerda que la ideología de género es “una nueva utopía en el ámbito de la transformación psicosexual, una revolución donde ‘hombre’ y ‘mujer’ se conviertan en diferencias obsoletas”. Esta propuesta avanza con el apoyo de las leyes de género. Y la mejor estrategia: la educación.

Si ha llegado hasta aquí, el lector habrá comprobado lo que decíamos ayer: que el objetivo de las ideologías es el asalto intelectual a Occidente.

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