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CIUDADES EN FORMA

Para que la lectura de este artículo tenga el mayor sentido posible, primero necesito que reflexiones un momento sobre cómo experimentas la ciudad o localidad que habitas. 

Necesito, primero, que dediques unos minutos a pensar de qué manera la recorres. Cuánto la caminas, cuánto la atraviesas en vehículo privado, cuánto tiempo pasas bajo tierra, cuánto ocupas el carril bici… Una vez resueltas estas cuestiones, te invito a caer en la cuenta de cuántas veces te sientas en el espacio público, y de entre esas ocasiones, cuántas lo haces en la terraza de algún bar y cuántas en mobiliario urbano. Continúa pensando en las interacciones que has tenido con personas desconocidas al salir a la calle, de qué tipo han sido, cómo eran estas personas, qué sentimientos han aflorado en ti… Me gustaría que intentases recordar cuántas veces, estando en casa, te apetece bajar a la calle, no porque tengas algún recado pendiente, sino porque, sencillamente, estás a gusto allí. Por último, te invito a que pienses de qué manera interactúas con tu ciudad desde esos sentidos que tantas veces olvidamos, pero que, sin duda, son parte esencial de nuestras vivencias más allá de lo que vemos: ¿sabes a qué huele tu barrio? ¿Evitas algún lugar porque no soportas el olor? ¿De qué manera condicionan los sonidos –o ruidos– tu relación con la zona en la que vives? ¿Y los sabores? ¿Tocas tu ciudad?

Desconozco si alguna vez te habías parado a analizar tu experiencia del espacio público, ese que compartes con cientos, miles o millones de personas. Desconozco si alguna vez te has parado a pensar que detrás de un “vamos a sentarnos aquí” o “esta calle no me gusta, vayamos por la paralela” hay un conjunto de decisiones urbanísticas que, aunque puedan parecer insignificantes o incluso aleatorias, tienen consecuencias para el habitar de las ciudades. Como afirma el prestigioso urbanista Jan Gehl en su libro Ciudades para la Gente, primero es el ser humano quien modela la ciudad, y terminan siendo ellas quienes modelan la sociedad en que vivimos.

Sí, las ciudades modelan estilos de vida. Y nuestras decisiones, no solo las de los altos cargos urbanísticos y políticos, también modelan la ciudad. Así, se entra en una espiral complicada de percibir a no ser que nos detengamos intencionadamente a ello. 

Para comprender la complejidad de la espiral deberíamos remarcar que todo asentamiento humano consta de dos partes claramente diferenciadas al tiempo que indivisibles: la forma urbana y la vida urbana. Toda concepción o intervención urbanística que se realice sobre una de ellas, tendrá consecuencias sobre la otra. Por ello, lo ideal es, desde el principio, entenderlas como un todo integrado en el que ambas se nutren y evolucionan de la mano. Ahora bien, para poder profundizar en dicha simbiosis es imprescindible analizarlas por separado de antemano.

Empezaremos poniendo el foco en la forma urbana, la vertiente concreta, material y corpórea de las ciudades. De hecho, es la forma urbana quien suele darnos pistas para reconocerlas a primer golpe de pensamiento. Tendemos a identificar lo concreto: los edificios emblemáticos, las avenidas, el estado de las construcciones, la amplitud de las aceras, los parques y su conservación, su ubicación geográfica… Sin embargo, no debemos olvidar que la forma urbana también esta definida, entre otros, por el clima, el estado del medio ambiente y la vivienda. El clima por ser generador de atmósferas y ambientes propios como si de una escenografía se tratase; el estado del medio ambiente por los condicionamientos que supone la contaminación en cualquiera de sus formas (atmosférica, lumínica, sonora, de residuos…); y la vivienda porque es la unidad mínima de privacidad con la que se configuran el mayor número de volúmenes construidos de cualquier ciudad del planeta.

Pasamos ahora a desmenuzar los componentes de la vida urbana, esa vertiente que puede parecer a priori menos objetivable, pero que está formada por muchísimos factores medibles y observables. Dentro de este apartado incluiríamos al conjunto de la población con todas sus características: edad, país de procedencia, cultura y costumbres, estado socioeconómico, salud, educación, empleo… No puede ser igual una vida urbana protagonizada por una población mayoritariamente anciana, autóctona y con un nivel socioeconómico bajo que aquella en la que la población es principalmente de mediana edad, con mezcla de culturas y un nivel socioeconómico medio. Desde luego, la escena se antoja completamente distinta. De hecho, y aquí nos adelantamos a la simbiosis vida-forma urbana, probablemente el escenario de fondo que nos viene a la cabeza en ambas situaciones se modifica al cambiar los protagonistas. Además, hay otros factores influyentes en la vida urbana como la buena gobernanza, la relación con las instituciones, la seguridad, la tranquilidad y la paz de la zona…

Una vez identificadas ambas, forma y vida urbana, podemos afirmar que la primera de ellas, la forma, se presenta como un marco en el que el desarrollo y la evolución de la vida se acoge y acompaña o, por el contrario, se dificulta y se rechaza.

Lo recientemente expuesto es válido para cualquier rincón de cualquier ciudad. Sin embargo, como en tantos otros ámbitos de la vida, aquellas personas de entornos vulnerabilizados son las que más sufren las decisiones que se toman a nivel urbanístico. La vida urbana de dichos barrios se encuentra más fuertemente condicionada por la forma urbana que aquella de los barrios más favorecidos de la ciudad. Cuanto más pobre es la población de un lugar, más importancia cobra el espacio público. Esto es así ya que tener una forma urbana humana, agradable y en la que descansar es más urgente para aquellos con casas de reducidas dimensiones, viejas y mal conservadas. Por otro lado, aquella persona con un nivel económico elevado tendrá muchas más opciones de desplazarse, viajar y salir de ese espacio público concreto cuando así lo necesite o le apetezca. Lo público, como siempre, es imprescindible en el camino hacia la equidad.

Importante recalcar que en ningún caso se ha afirmado que las formas, por si solas, sean capaces de solucionar los problemas de los barrios sensibles (o de cualquier otro lugar). Lo que constatamos aquí es que se presentan como marco para ello ya que la forma puede crear humanidad y potenciarla. La forma, de hecho, puede favorecer la cohesión vecinal o impedirla; la forma tiene el poder de permitir el desplazamiento a personas mayores, mujeres con carritos y hombres con movilidad reducida o negárselo por completo. 

Para ilustrar esta relación vida-forma sin perder de vista la complejidad de la misma, me gustaría poner de ejemplo un proyecto de un suburbio parisino que conocí de primera mano mientras estudiaba en la capital francesa: Les Courtillières de Pantin y su regeneración urbanística. Este proyecto, que tiene su origen en los años 60 del siglo pasado es fiel reflejo de cómo forma y vida urbana van de la mano, siempre envueltas por un conjunto de factores condicionantes que puede llegar a ser abrumador.

En sus orígenes, este proyecto fue admirado por su belleza estética, su originalidad y su capacidad de generar espacios de encuentro y de humanidad en una intervención de tales dimensiones. Se consideró un proyecto modélico y su edificio principal, Le Serpentin, fue protegido por tratarse del más largo existente hasta el momento, cerca de un kilómetro de longitud. En aquel entonces, Francia gozaba de bonanza económica. 

Más adelante, a partir de 1970, una fuerte crisis financiera azotó al país y la zona comenzó a sufrir una degradación que la llevó a ser testigo de violencia, crimen organizado, drogas, persecuciones e incluso muertes. Cuando el país se sumió en esta crisis, los habitantes de Les Courtillières, la mayoría de clase obrera, se vieron sin trabajo ni recursos. Al tiempo que se cerraban negocios y aumentaba el desánimo, Le Serpentin se convirtió en aliado perfecto para esconder mercancías ilegales, y el precioso y enorme parque que encierra en su interior pasó a ser el escenario elegido por los traficantes para hacer motocross y desestabilizar la vida de sus vecinos. Los condicionantes de la vida urbana tuvieron el poder para transformar una forma a priori “ideal” en una auténtica pesadilla.

Así, se llega a 2009 con una situación deplorable y la determinación de comenzar un plan de regeneración urbana tras años de demandas vecinales. Por un lado, se intervendría en la forma urbana: tanto en los edificios, mejorando sus fachadas, aislamientos térmicos y accesibilidad, como en la red de espacios públicos, remodelando puntos significativos como la plaza central del barrio. Sin embargo, estas intervenciones de la forma urbana no iban solas. La vida urbana se tenía igualmente en cuenta para el plan de regeneración: se designó a una nueva directora del centro cultural con experiencia en gestión de barrios similares, se creó una nueva delegación del Ayuntamiento en ese mismo centro para intentar sanar la relación instituciones-vecinos y restaurar la confianza, se instauraron programas de formación para el empleo en el barrio… 

Y siguen en proceso. Reconstruir y restaurar son siempre caminos muy lentos, delicados y complejos. Como siempre, la prevención es la opción más rentable en todos los aspectos. Y es aquí donde nosotros tenemos mucho que decir sobre la vida y formas urbanas que queremos disfrutar a nuestro alrededor.

Como mencionaba al inicio, nuestras decisiones diarias modelan las ciudades que habitamos.  Las modelan, entre otras, el método de transporte que empleamos, las interacciones con las personas con quienes nos cruzamos, el lugar que escogemos para nuestras compras… ¿Te has parado a pensar cómo sería una ciudad, por ejemplo, sin tiendas físicas? Cuánta vida se perdería si desapareciera el pequeño comercio…

Te invito a quedarte con esta pregunta y a ejercer tu derecho de poner en forma la ciudad: ¿cómo estoy yo modelando los espacios que habito? 

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