El límite moral que simboliza el asesinato de Miguel Ángel Blanco no podemos dejarlo en el camino, en esa misma curva en la que apareció su cuerpo en los alrededores de Lasarte. Los asesinos habían escapado a través del bosque, y eso es precisamente lo que tenemos ahora: un bosque en el que ya las manos blancas no siguen señalando a los mismos rostros. Pero no porque esos rostros se hayan vuelto neblinosos, o porque hayan llegado otros para sustituirlos, sino porque esas manos que antes señalaron a los ejecutores dejaron la pintura junto a la indignación de aquellos días para seguir viviendo. Eso se comprende: no se puede danzar continuamente en el fuego de un dolor tan áspero, de todo un estallido de tensión que nos sacó del sopor natural del verano para abismarnos de nuevo en el horror; pero con matices más hirientes, mucho más cortantes en las escenas que después revivimos al saberlas. Habían secuestrado a un muchacho de 29 años, habían pedido el acercamiento de los presos y, tras cumplirse las 48 horas del plazo, le soltaron dos tiros en la cabeza y lo dejaron tirado en una curva. Igual que un saco, como algo que se arroja y que se deja ahí. Todo esto parece hoy lejano, pero el olvido no es una solución. Hay que escudriñar en el pasado, mantenerlo activo en el relato para seguir viviendo. No porque el dolor se deba sostener en ese estado de permanente latencia, no porque nos nutra en el silencio, sino porque el olvido nos conduce a una especie de asma colectiva, a una suerte de ahogo ético en el que, al final, nos faltará el oxígeno para respirar el futuro.
Todo comenzó en la estación de tren de Éibar, en una parada. El concejal del Partido Popular iba a trabajar allí, a pocos kilómetros de Ermua. No sabía que allí iba a encontrarse con los terroristas del Comando Donosti: Xabier García Gaztelu, Txapote; Irantzu Gallastegi, Amaia y José Luis Geresta, Oker. Un concejal de Herri Batasuna en Éibar, Ibon Muñoa, les había detallado la ruta de Miguel Ángel Blanco: lo imaginamos bajándose del tren, despreocupado, justo en el instante anterior a que Gallastegui lo asaltara, encañonándolo con una pistola y forzándolo a subir a un coche. No podemos saberlo, pero quizá Miguel Ángel pensó entonces que se trataba sólo de un secuestro. Pero aunque fuera así, estamos ante un miedo pavoroso. Estamos ante un hombre que acaba de llegar a un apeadero, que viene de su casa, a la que esperaba regresar con normalidad por la tarde, y que ahora está subido por la fuerza a un vehículo, entre desconocidos que le apuntan con sus pistolas. Y estamos en el País Vasco en 1997. El mismo año en que se liberó a Ortega Lara de su zulo, cuando aún pesaba en ese ambiente de plomo el asesinato de Gregorio Ordóñez mientras comía en una tasca de San Sebastián. Aquel ambiente duro.
Poco después, ETA comunicó a la emisora Egin Irratia no únicamente el secuestro de Miguel Ángel, sino también la amenaza de matarlo en 48 horas –exactamente, a las cuatro de la tarde del 12 de julio– si el Ministerio del Interior no acercaba a los presos etarras a las cárceles del País Vasco. La calle Iparraguirre, número 11 de Ermua, el hogar de la familia de Miguel Ángel Blanco, se convirtió en el epicentro de un dolor sociológico, de una indignación que iba en aumento a medida que el plazo se apuraba: tanto como los deseos de una compasión imposible, de una nueva empatía en esos hombres que habían sacado a un muchacho de su vida para amenazar con arrancársela. Imposible imaginar el dolor de su padre al regresar a casa, del trabajo, cuando supo por los periodistas que su hijo había sido secuestrado, sí; pero también que la banda terrorista había marcado un ultimátum: su ejecución, a las 48 horas. Guardia Civil, la Policía Nacional y la Ertzaintza en los controles, buscando confidentes y arañando las zonas que podían ser sospechosas. La noche del 11 de julio, en Ermua y el resto de España, todo el mundo rezando, pidiendo, anhelando otro final. Velas encendidas, los rostros demudados. Aquellas manos blancas.
La manifestación más imponente de Bilbao aquel 12 de julio de 1997. Sólo Herri Batasuna no participó. “¡Vascos sí, ETA no!”. “¡ETA, escucha, aquí tienes mi nuca!”. Pero en una curva en las afueras de Lasarte, en el recodo de un sendero poco transitado, junto a un bosque, maniatan con un cable a Miguel Ángel, lo ponen de rodillas y le sueltan dos tiros en la cabeza. Dos amigos que iban paseando con sus perros descubrieron su cuerpo unas horas después: aún respiraba, pero fallecería en la madrugada. Los médicos dijeron que esos dos impactos, a bocajarro, en el cerebro, eran incompatibles con la vida.
Han pasado 25 años y habría que preguntarse dónde se ha quedado el límite moral que representó el asesinato Miguel Ángel Blanco, a qué reconstrucción del pasado estamos asistiendo, con una equiparación torticera entre dos bandos. No se puede vivir permanentemente dentro de ese dolor, pero la formación de un olvido invisible es otra ejecución sobre nuestras cabezas.
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