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EL CUIDADO DE LOS OTROS MÁS ALLÁ DE LA PANDEMIA. ¿QUÉ HEMOS APRENDIDO?

Los psicólogos evolutivos o psicólogos del desarrollo somos conscientes, desde la perspectiva del ciclo vital (lifespan), de que los cambios históricos influyen y configuran los cambios individuales en los diferentes períodos del desarrollo: infancia, niñez, adolescencia, adultez y vejez.

Tan sólo hace dos años –aunque nuestra percepción subjetiva nos engañe respecto al paso del tiempo– hemos vivido circunstancias derivadas de una pandemia mundial (Covid-19) impensables y que han supuesto cambios en nuestra vida cotidiana –en todos los ámbitos– que, probablemente, han influido en nuestro desarrollo individual, familiar y social en los tiempos vividos durante el período de pandemia y que, cabe preguntarse –en esta reflexión compartida– qué han supuesto para nuestras vidas y para los que nos rodean y nos importan (o deberían importarnos), porque todo lo humano nos concierne.

La  reflexión que nos ocupa va más allá de los cambios que acontecieron en ese período y se ocupa de lo que han dejado de poso en nuestras vidas como consecuencia de un proceso de aprendizaje vital para el presente y el futuro. De ahí el encabezado de este artículo con la pregunta “¿qué hemos aprendido?”  Toda respuesta no es fácil ni simple –más allá de los eslóganes al uso como “salir más fuertes”– y requiere un análisis pausado de la realidad en sus múltiples facetas que, en nuestro caso, realizaremos, sin ánimo de ser exhaustivos, a través de un camino imprescindible en la visión humana del desarrollo: el cuidado y el cuidado de los otros.

¿Qué nos ha hecho cambiar, necesariamente, el contexto de la pandemia y qué hemos aprendido de lo acontecido para el futuro, que nos permita caminar por un sendero más humano, más cooperativo y con un mayor sentido de nuestras vidas?

Lo que pretendemos en esta reflexión es alumbrar algunos puntos del camino del cuidado para que del análisis se pueda derivar una visión más lúcida de la oportunidad que nos ha ofrecido la situación histórica para el aprendizaje vital y el cambio transformador de nuestras vidas. Porque queremos pensar que algo (en realidad muchas cosas) ha cambiado y que algo hemos aprendido. Ser conscientes de los cambios y de la oportunidad de crecer, a partir de esta mirada  sobre los mismos, es el objetivo del presente artículo.

Cuando nos preguntamos qué ha cambiado en nosotros, pretendemos sentar las bases que constituirán una aportación acerca de la relación que estos cambios poseen con el cuidado de los otros como un concepto nuclear donde se refleje con mayor o menor claridad los posibles aprendizajes derivados de los mismos.

Partimos del eje central que supone la mayor vulnerabilidad –y conciencia de la misma– que ha sacado a la luz tanto nuestras necesidades de cuidado propio, haciendo tambalear la autosuficiencia y el sueño de control,  como las necesidades del cuidado de los otros próximos, cercanos y dependientes, en un sentido amplio, de nosotros.

Esta mayor vulnerabilidad se ha manifestado a través de diferentes cambios que han afectado nuestro modo de vivir más acomodado e inconsciente, y ha hecho vislumbrar aspectos que estaban ocultos o de algún modo ensombrecidos por el resplandor del control sobre nuestras propias vidas.

El tiempo (periódico, estacional, histórico, cronológico…) ha surgido como una nueva dimensión. El confinamiento más severo borró los límites cotidianos del tiempo periódico: los festivos y los días laborables, las mañanas y las tardes…todo se igualó como ocurre con la enfermedad grave o la institucionalización.

El tiempo estacional (primavera, verano, vacaciones, celebraciones, unidas a las estaciones –Navidad–) dejó de ser la cuadrícula en la que nuestra vida se enmarca habitualmente.

El tiempo cronológico, la edad de cada uno de nosotros, tomó una relevancia inusual. Ser niño, ser joven, ser mayor… pasaron a ser categorías prescriptivas respecto a qué se podía o no hacer, y el cómo desarrollar esa vida “cotidiana” (el estudio, las salidas, las relaciones…), quedando como etiquetas prioritarias que nos distinguían y nos encerraban en grupos cerrados, determinando qué se podía o no hacer en función, sin matices, de la edad cronológica. Cuando hace ya decenas de años  la Psicogerontología ha ampliado los conceptos de edad (biológica, psicológica, funcional, social…) más allá de la edad cronológica, la pandemia nos hizo ignorar las diferencias en los diferentes grupos de la misma edad. Los estereotipos respecto a los grupos de edad, fueran jóvenes o mayores, aumentaron modificando una perspectiva evolutiva desconocida –suponemos por ignorancia– y dejada de lado por los que gestionaban como supuestos expertos nuestras vidas. La discriminación por razón exclusiva de la edad, el llamado edadismo, se instaló como modo aceptado por los mismos sujetos pertenecientes a los diferentes grupos.

La importancia de la salud física  (propia y de los otros)frente a una visión integral de la salud (OMS), hizo que sobresaliera la relevancia  del autocuidado y la culpabilización respecto a los hábitos no saludables adquiridos y sus consecuencias (tabaquismo, obesidad, sedentarismo…) descuidando hábitos psicológicos saludables con una gran repercusión en la salud mental y el bienestar psicológico.

El panorama que podía conllevar esa menor atención hacia la salud integral podía ser dibujado como un paisaje desolador desde los diferentes grupos de edad y  viéndose todos ellos afectados e interaccionando. Sirvan como ejemplo  el juego reducido al ámbito doméstico (en viviendas con grandes diferencias según nivel económico y cultural, ámbito rural o urbano…) en los niños, adolescentes sin posible contacto físico (en la edad de los primeros enamoramientos y la importante necesidad de desarrollo físico a través de actividades deportivas, de equipo…), jóvenes viviendo con los padres y compartiendo espacios, horarios e instrumentos de trabajo y estudio  y siendo etiquetados como rompedores de normas y considerados medios de contagio de sus mayores; hogares en que adultos convivientes tuvieron que adaptarse a una convivencia permanente –no siempre deseable ni armoniosa– y mayores en soledad en sus viviendas o en instituciones en las que el aislamiento físico no siempre fue acompañado de un contexto de afecto y comunicación que lo hiciera más soportable y amable. Más aún, cuando la importancia de las relaciones de amistad entre los mayores no institucionalizados, la mayoría, son tan importantes en esta etapa de la vida  en la que la actividad se realiza básicamente en compañía (aulas, coros, ejercicio físico, asistencia a centros…). En el caso de los institucionalizados, la pérdida de convivientes no fue gestionada con un trabajo sobre el sentido de la mortalidad frente a la negación y el ocultamiento de realidades de finitud.

Las nuevas tecnologías se convirtieron en una herramienta imprescindible, para comunicarse, para aprender, para paliar la soledad, para sentirse cerca, para socializar (término muy utilizado durante la pandemia…) para todos los grupos de edad pero especialmente para aquellos que menos familiarizados estaban con su uso. Aquí las diferencias de edad, culturales, educativas, económicas y sociales pusieron de manifiesto una brecha entre generaciones y grupos sociales, que pudo parecer aminorada en tiempos de pandemia, pero que en muchos casos, se ha instalado a través de los servicios (ciudadanos, educativos, sociales) sin seguir profundizando en las herramientas necesarias para acercarnos a una mayor igualdad de acceso a las gestiones más necesarias. Los procedimientos por vía online han venido para quedarse facilitando, en unos casos, las gestiones, para muchos, y apartando o haciendo muy difícil el acceso a gestiones necesarias en todos los ámbitos, para algunos más vulnerables en el acceso a esas nuevas tecnologías.

El contexto familiar se vio profundamente concernido, poniendo de manifiesto la necesidad de conciliación en el tiempo cotidiano, conciliación que afectaba a hombres y mujeres y a adultos con niños y a esos adultos con sus propios padres. Se amplió –o debió ampliarse– la necesidad de gestionar con una perspectiva intergeneracional ese tiempo cotidiano incluyendo no sólo al reparto de tareas entre hombres y mujeres sino al respeto a los tiempos de los hijos y de los padres mayores de modo simultáneo y equilibrado. Los abuelos cuidadores dejaron su tarea en manos de padres sobrecargados con la presencia de niños en el hogar y poniéndose, de nuevo, de manifiesto la brecha socioeconómica y laboral (unos podían desempeñar sus trabajos desde el hogar, y otros muchos debían desplazarse para desempeñar trabajos de primera necesidad a sus lugares de trabajo diariamente, haciendo o intentando hacer compatible el cuidado de los que se quedaban en el hogar).

Los cambios producidos en el sistema educativo –niveles básicos, medios o superiores– supusieron un esfuerzo adaptativo para profesores y alumnos, adaptación que no siempre fue valorada suficientemente y cuyas consecuencias, tanto de aumento de estrés psicológico como de resultados de aprendizaje, todavía no han sido valorados justamente.

Han quedado unas inercias de funcionamiento, derivadas de innovaciones adaptativas imprescindibles, pero que deben ser revisadas y actualizadas en estos tiempos nuevos. Aprender a aprender de los cambios es hoy más necesario que nunca en el mundo de la educación.

La sobre información –y la desinformación– en la que nos introdujo la  época de pandemia, hace más necesario que nunca el trabajo educativo, en sentido amplio, en pensamiento crítico, para desarrollar capacidades  y competencias de reflexión, valoración y toma de decisiones autónoma y madura. No es una opción, es una necesidad en tiempos de posmodernidad y en una sociedad líquida en que las informaciones requieren de una constatación de hechos y de búsqueda de la verdad, en toda su complejidad. Ello requiere esfuerzo, contraste y constatación de la experiencia  más allá de la información más divulgada, que no siempre es la más veraz.

Las pérdidas de seres queridos han puesto de manifiesto la relevancia del trabajo psicológico sobre el sentido de mortalidad frente a la ocultación de la muerte como un final biológico exclusivamente. No ha sido fácil dejar ir sin poder despedirse, sin acompañar… pero la conciencia  de ese vacío nos hace más perentoria la necesidad de que el tema de la muerte y las pérdidas se convierta en un tema ineludible, así como la transcendencia como dimensión imprescindible del ser humano, más allá de la muerte física y de las creencias religiosas. El ser humano es un ser transcendente y el querer obviar o negar dicha dimensión empobrece la visión de los que han visto partir a algún ser querido en situaciones provocadas por la pandemia en los períodos de mayor dureza y que conllevaron mayor mortalidad de la población –más allá de las discusiones o informaciones más o menos sesgadas de los llamados expertos–.

Un trabajo informativo, reflexivo y educativo sobre el sentido de la mortalidad, la importancia de los ritos de acompañamiento y despedida, el sentido del legado de nuestros mayores, se echaron de menos y dejaron huérfanos de sentido a muchas personas de todas las edades. Una pérdida intergeneracional de sentido se instaló en muchas comunidades (familia, colegios, parroquias, hospitales, residencias…) y esta orfandad no puede ser olvidada sino recordada (vuelta a pasar por el corazón).

El ansia de recuperación del tiempo perdido puede llevar a convertirnos en insaciables del consumo, del ocio, del turismo, frente al viaje, y esa sensación y ansia de vivir lo no vivido, puede tener como objetivo el olvido. Nosotros reivindicamos el recuerdo enriquecido y el aprendizaje vital quizás de vivir de otra manera, más plena y más humana.

El cuidado, tema central del desarrollo generativo de los seres humanos, y cuya virtud –en el sentido eriksoniano– es éste, entendido como el centro de toda tarea adulta que comporte responsabilidad sobre otro ser humano que se encuentra a su cargo, se ha destacado en la época de pandemia y en una responsabilidad acrecentada a la que se ha debido responder en tiempos de pandemia pero que, en el presente, se muestra como núcleo del desarrollo humano que no es posible eludir.

El cuidado de los otros se ha visto ampliado por el aumento de visualización de mayores necesidades. Y no podemos evitar mirar y ser conscientes (aumentar nuestro nivel de conciencia).

Utilizando una metáfora, es como si en un mar que parecía tranquilo y en calma, después de una tempestad o un sunami, se hubiera dejado a la vista objetos, residuos, tesoros –también– que nos pasaban por ocultos, desaparecidos o inexistentes.

La pandemia nos ha sacado a la luz necesidades de cuidado de nosotros mismos (autocuidado), de la familia como contexto intergeneracional digno de ser trabajado y cuidado, del replanteamiento de la educación –más allá de discusiones estériles sobre normativas que nos alejan de una reflexión profunda–, la importancia de la valía del tiempo, del valor de la naturaleza como ámbito de disfrute y esparcimiento y felicidad, del cuidado de la vida y del respeto y cuidado de la existencia más allá de la supervivencia.

Para aprender de los cambios es necesario tomar en cuenta, revisar (volver a ver), atender –qué importante en nuestro camino de la vida para no caer en un déficit de atención– escuchar y recordar lo acontecido durante casi dos años de nuestras vidas. Y los otros nos aparecen como el faro que debe iluminar el camino de la vida.

“No nacemos para nosotros˝, como dijo Cicerón. El olvido no ayuda a aprender. Sólo la reflexión y el trabajo personal en clave de análisis crítico puede hacer posible el aprendizaje por lo vivido.

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