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OTRA TEORIA DE LA SERENIDAD. DESDE LA MÚSICA DE JUAN SEBASTIAN BACH

Tras haber experimentado y comentado en artículos anteriores cómo desde el mundo de las artes plásticas, con la contemplación de algunas obras caracterizadas por su equilibrada estructura (por ejemplo, la sucesión de columnas de un claustro monástico de estilo románico como el de Silos), se puede alcanzar un estado anímico de equilibrio, sosiego y plenitud existencial, que hemos denominado con el término serenidad; después de ello advertimos que ese mismo estado anímico se alcanza, y tal vez podríamos afirmar que se consigue con mayor grado de finura y profundidad al adentrarnos en el inabarcable mundo de la música; pero hay que precisar, no un mundo musical cualquiera.

En verdad, ya hemos aludido al valor serenante de la música al comentar anteriormente la experiencia del canto gregoriano. Mas ahora nos referimos a la música instrumental (aunque también vocal) y particularmente a la que podemos calificar como gran música, que en nuestra cultura tiene su mejor inicio en Juan Sebastián Bach –sin olvidar compositores de la talla de Claudio Monteverdi, Telemann, Purcell, Händel y Vivaldi–, y prosigue en el amplio periodo que le continúa, dentro del que se hallan los que tal vez puedan estimarse, en el conjunto de su obra, como muestras eminentes que imprimen en el ánimo un sosiego y apacibilidad que llegan a penetrar en todo el entramado de la personalidad. No todos los grandes compositores han dejado una mayoría de obras a las que se les pueda reconocer ese carácter apaciguante. Hay que espigar en su amplia producción para hallar músicas que posean tal virtud de empapar de serenidad el espíritu, aunque bastantes fragmentos o movimientos de diversas composiciones de los genios clásicos sí que lo consiguen.

En un autor excepcional, tan carismático por su empuje y énfasis vital como Beethoven, encontramos composiciones o pasajes de ellas que rezuman placidez e impregnan de serenidad el alma del oyente. El primer movimiento de la sonata Claro de luna y el andante cantábile de la Patética, por ejemplo, y por excelencia el adagio de su novena sinfonía, son piezas de tal hondura apaciguante que no admiten parangón con cualquier otra. En Brahms hallamos tal cualidad en el prodigioso coral con el que concluye su primera sinfonía, como sucede con el largo de la 9ª sinfonía de Dvorak, la del Nuevo Mundo. Y no dejemos atrás los adagios de las sinfonías 4ª a de Mahler, una música de tal lirismo íntimo que bien se podría calificar como música para enamorarse; así como el adagio final de su , impregnado de sereno patetismo.

No me he referido a Mozart, lo cual puede extrañar a más de uno; pero es que la música del genio salzburgués pertenece, en su gran mayoría, a la que se puede calificar como música encantadora, con un punto de ligereza que raramente aporta sosiego profundo, si bien hallamos tiempos lentos de algunos conciertos de piano, por ejemplo el 21 y 23, que sí reúnen tal calidad apacible, como las excepciones singulares de los adagios de sus famosos concierto y quinteto para clarinete. Ahí destila Mozart un lirismo tan rico y entrañable que bien podríamos estimar a su autor como pre-romántico. Mozart, además de su profusa obra instrumental, es un prolífico autor de óperas, género que jamás tocó el maestro de Eisenach, quien se mantuvo en un plano temático de carácter fundamentalmente religioso.   

Por otro lado, es interesante, y curioso, apreciar que muchas músicas serenantes se encuentran en obras breves del extenso periodo postbachiano. Los grandes compositores románticos, en su mayoría genios pianísticos, tienen su obra cuajada de piezas breves, con una calidad lírica que su escucha reconforta y apacigua el ánimo emocionalmente alterado: Schubert, Schumann, Brahms, Chopin y Liszt por encima de todos; citemos el impromptu 3º de la opus 90 de Schubert y bastantes fragmentos de las obras de Schuman, o diversos nocturnos de Chopin y bastantes piezas exquisitas de Liszt son expresiones musicales plagadas de tal cualidad, como también Brahms compuso varios intermezzi en sus opus finales, que poseen ese valor de la apacibilidad.

Para generalizar, y sin ánimo de agotar las referencias musicales que producen un estado de serenidad, digamos, a modo de cierta conclusión, que el tempo musical que genera e impregna el alma de un clima-sentimiento de dicho carácter es el adagio y también su semejante, largo. Esto con referencia a la forma sonata, que es la que sirve de estructura a las más tradicionales obras sinfónica, de cámara o mono instrumentales –para piano, violín u otros instrumentos–. Hay que aludir, en este caso, a los tres últimos cuartetos de Beethoven, como a varias de las obras de los catálogos camerísticos de Schuman, Schubert y Brahms, por referirnos a los más notables. 

Y si recordamos otras formas no clásicas, hay muchas que han consagrado especialmente los compositores románticos, a las cuales no cabe reducir a la configuración compositiva más tradicional. Puestos a escoger alguna de estas singulares formas breves, con intención de afinar un tanto más nuestro análisis, podríamos volver a citar el nocturno como la que infunde un aliento de sosiego y paz en el ánimo. Ya hemos aludido al mismo como cultivado de modo preeminente por los músicos románticos, desde el que se estima como inventor de semejante forma –el irlandés John Field– y, por excelencia, el genial polaco Federico Chopin (si bien bastantes de sus nocturnos incluyen pasajes de apasionada impulsividad).

Hay que mencionar también a Schuman y Brahms, ambos, como el polaco y el propio Field, virtuosos pianistas. Y es obligado recordar, si nos movemos ahora en un mundo contemporáneo, muchas de las delicadas obras de Debussy y, en general, su universo impresionista, plagado de páginas de muy sereno intimismo, ante todo su Claro de luna y otras de la Suite bergamasque, obras en las que en el piano, como buen impresionista, quintaesencia la etereidad de sus mejores invenciones.

La serenidad como ‘entraña’ de una obra total: Bach

Pero si pensamos en la serenidad como rasgo vital que puede impregnar por completo la obra de un compositor, hemos de referirnos, casi en exclusiva, a Juan Sebastián Bach. ¿Qué tiene la obra del padre Bach para poder asignarle este carácter de cualitativa entraña psicológica? Pues el genio de Eisenach no compuso únicamente obras de talante sereno y apacible. En su inabarcable catálogo hallamos conciertos, oberturas, corales y otras partituras que respiran frescor, movida y alegre emoción,  como solemnidad poderosa. Sin embargo, al escuchar la casi totalidad de sus composiciones se vivencia una sutil y misteriosa aura que genera en el espíritu algo así como un complejo vital, una trama existencial, una entidad emocional cuyas profundas vibraciones pueden estimarse como poseídas por la serenidad en su más pura virtualidad. En la obra de Bach hay conjuntos estructurados que contienen partes o unidades musicales en las que hallamos un goce sublime, una alegría nada frívola o intrascendente, junto a otras que rezuman aplomo, sosiego y apacibilidad. Estos conjuntos nos dejan como rasgo dominante la mencionada vibración vital de la serenidad y la paz.

De este carácter hay que mencionar, junto a sus suites para violonchelo y otros instrumentos a solo, el Clave bien temperado, el Orgelbuklein o Pequeño libro para órgano y, como resumen de su densa vida, la obra final –no concluida a causa de la ceguera que le fue afectando en sus últimos meses–, el Arte de la fuga. Palpita en estas obras, y en otras piezas de dimensión menor, tal grado de equilibrio vital, de sosegado talante, de una vibración donde se halla ausente cuanto pudiera estimarse como impulso descontrolado, tensión existencial o ansiedad angustiosa, de modo que su escucha no supone sólo un placer para la sensibilidad estética, sino un verdadero flujo de sosiego y paz que empapan el alma y el ser profundo de esa cualidad que estamos ponderando por su poder restaurador y ciertamente humanizador, en el mejor sentido del término, la serenidad.

Y para completar nuestra apreciación del reiterado valor de la obra total de Juan Sebastián Bach, ¿no percibimos en composiciones de carácter galante o, digamos, más profano, como pueden ser sus conciertos de Brandemburgo o sus oberturas, similar cualidad pacificadora, generadora de sosiego?  Son obras que nos transmiten formas bailables, posiblemente con destino a las cortesanas fiestas de la alta nobleza y burguesía de su época, a varios de cuyos señores sirvió Bach como maestro de cámara. Pues, sin perder el destino mundano de las mismas, nos ofrecen ese aura de serenidad que venimos comentando. Como ejemplo supremo recordemos el aria de la 3ª obertura.

Mas para adentrarnos en la obra de mayor profundidad de Bach debemos referirnos, por encima de otros muchos conjuntos, a las cantatas, oratorios y demás composiciones estrictamente religiosas. Aquí se revela el predominio de lo espiritual en la música del gran artista. Bach fue un fervoroso luterano, muy piadoso, y debía componer obras para cada domingo y festividades del año litúrgico, que, en la confesión luterana, mantienen similar calendario que en el catolicismo. Pues en la extensa colección de sus cantatas se evidencia el genio musical del autor en una asombrosa riqueza y diversidad de matices, con la intención de evocar el motivo de la fiesta, ya sea inspirándose en los textos bíblicos de las lecturas o bien en el motivo central de la celebración. Mediante un despliegue instrumental y vocal prodigioso y variadísimo –a veces con reducidos intérpretes– (en el que el artista emplea en ocasiones la técnica de la parodia, el copiarse a sí mismo, repitiendo temas o variaciones de obras anteriores. De un modo u otro, Bach nos introduce en el espíritu de la festividad. Y es movido por este propósito como muestra un predominio de la actitud apaciguante de la música, que se refleja en infinidad de fragmentos de cada cantata, pero que destaca en los pasajes corales al comienzo y finales de cada una y, como eje conductor o inspirador, en el coral que constituye el núcleo de la obra. No podemos menos de evocar, a este respecto, los corales de cantatas como la 140 o 147, llevados también al órgano. Y recordamos, por su excelsa belleza y poder de suscitar serenidad, una cantata, la 82, dedicada a la festividad de la Presentación del Niño Jesús en el templo, compuesta para barítono solo, que rebosa tal hondura espiritual que nos embarga el ánimo con su prodigiosa calidad, hasta la ternura: expresa la serena beatitud del anciano Simeón, que da gracias a Dios por haberle cumplido su deseo de poder contemplar al Salvador antes de morir. ¿Podríamos, tal vez, calificar esta cantata como la de mayor sublimidad espiritual de la extensa obra bachiana?

Hay que dejar constancia también de la parcela que, con las aludidas cantatas, ocupa la mayor dimensión de la obra del maestro: su producción organística. Bach se estimó, por encima de todo, como organista, y en su dilatada y movida existencia se trasladó varias veces de residencia hasta fijar definitivamente su estancia en Leipzig como organista y kapelmeister de la iglesia de Santo Tomás. En tales movimientos influyó el hallar un noble o comunidad en cuyo servicio pudiera ejercer como titular de dicho instrumento. Lo fue el acudir a Leipzig, donde permaneció a su satisfacción hasta su muerte. La obra para órgano del gran músico constituye un monumento asombroso, con tal riqueza y diversidad de composiciones que no admite comparación con otro. Y en ella, junto a piezas de brillantez pasmosa, como la tocata y fuga en Re menor, abundan otras en las que domina la serenidad y el sosiego más propicios para elevar el alma a una vivencia de profunda y relajada espiritualidad contemplativa.

 

Para concluir nuestra referencia sobre poder generador de serenidad junto al valor profundamente religioso de la obra de Bach, destaquemos las gigantescas obras mayores de su universo musical, como son las dos Pasiones, la de Mateo y Juan, con sus grandes coros de inicio y final y los sublimes corales, así como sus misas, en especial la grandiosa en Si menor –sobre la cual no olvidamos el admirado elogio de un obispo protestante al decir: “La más excelsa misa católica ha sido compuesta por un luterano”–. Aquí alcanza el maestro de maestros tal altura, tal grado de fuerza espiritual y religiosa en su mejor sentido, que la escucha de ellas es como introducirse en un universo realmente cristiano y, más aún, pasionista, un universo desprovisto a la vez de tintes trágicamente acongojantes, sino poseído de piedad sosegada, que evoca las imágenes pictóricas de los maestros flamencos y germánicos, de los Van der Weyden y Van Eyck, o los grabados de Alberto Durero, llenos de expresividad doliente. No cabe duda de que Bach pudo contemplar estas obras de la pintura centroeuropea y pudieron ser en parte inspiradoras de sus grandiosas composiciones para la Semana Santa, supliendo con su excelsitud y poder evocador la ausencia de la liturgia católica en el Triduo Santo, eliminada por el reformismo luterano. Nos hallamos, al vivenciarlas, como idea capital de la gran música para suscitar en el espíritu e impregnar toda la persona de serenidad, ante el más insuperable monumento musical que ha producido el genio humano.

A este respecto, traemos, como final de estas reflexiones, la apreciación del, tal vez, mayor teólogo del siglo XX, y también experto conocedor de la música, el papa emérito Benedicto XVI. Fue una estimulante sorpresa hallar en su obra capital Introducción al Cristianismo:

En la religión pasa lo mismo que en la música: hay talentos creadores, hay talentos receptores y también hay gente que de músicos no tienen absolutamente nada. También en lo religioso hay gente ¨dotada” y “no dotada”; son muy pocos los que pueden tener experiencia religiosa inmediata y, por tanto, algo así como un poder religioso creador, a partir del descubrimiento vital del mundo de la religión. El “intermediario” o el “fundador”, el testigo o el profeta –que la historia de la religión los llame como quiera– capaces de un contacto directo con lo divino son, siempre, una excepción.

Mantenemos la cita en su totalidad, pues, aunque se refiere a la vida religiosa, contiene conceptos que vemos aplicables a la persona y obra de Juan Sebastián Bach. Nos referimos a la distinción entre fundador e intermediario, que nos parece (aunque tal vez un poco exagerada, mas no inexacta o impropia) cuadrar muy bien a la persona y la tarea creadora de la música bachiana. En el gran compositor (que recientemente ha sido estimado por una encuesta como el mayor genio musical de todos los tiempos), en la inmensidad y diversidad inabarcable de su obra (con un marcado predominio de los temas religiosos), se dan las mejores condiciones para considerarlo como genio fundador, del cual podríamos afirmar su conexión o contacto esencial con la fuente originaria de ese arte supremo que es la música, es decir, con el mismo Dios, la Armonía increada. A Bach le encaja perfectamente el situarlo entre los genios excepcionales a los que se refiere en su conclusión la cita benedictina anterior. Y por ello aseguraríamos la capacidad de esta música sublime para suscitar en el espíritu e impregnar la personalidad total de la plenitud existencial más completa y elevada, cualidad que posee como rasgo nuclear el valor, más que meramente sentimental, que hemos calificado como serenidad, y hacemos por ello de esta obra una nueva teoría como manifestación de la más fundamental virtud de la condición humana.                       

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