ARTE

LA PUERTA METÁFORA DEL AMOR Y EL TIEMPO EN LAS ARTES VISUALES

Abrí la página de un libro –era un día soleado de Sevilla, una tarde de verano tórrido y aburrido en la que parecía que no iba a ocurrir nada– y me estremeció una frase entresacada al azar: en tus manos está tu destino, la llave de la puerta nueva. Pertenecía a un libro que había llegado a mis manos por uno de esos regalos que te depara la literatura periódicamente, a una obra de ese genio de la narrativa que nos ha conquistado a muchos, Enrique Vila-Mata, titulada Montevideo. Un bello enunciado de la más pura tradición literaria que ha ido delimitando el sentido metafórico de la puerta en la creatividad artística, tal como ya hiciera Cortázar en su Puerta condenada, el cuento que escribió en 1956.  Contemplar una puerta invita a múltiples lecturas, pues lo que en un principio es simplemente un hueco en el muro de un habitáculo, de una casa o de una ciudad, puede sugerir un conjunto de sensaciones que van más allá del mero soporte material; su atenta contemplación suscita una verdadera experiencia de emociones y sentimientos, y hasta nos sugiere el viejo interrogante del ser humano acerca de la propia existencia, convirtiendo a la propia puerta en medida del tiempo.

La puerta se convirtió en un hito evolutivo de la identidad humana, ejemplo de la conciencia de apertura y de cierre, de definición concreta de espacios. En Mesopotamia y Egipto nacerían las primeras muestras, como fue el caso de las primeras aldeas como Catal Hüyuk (6500-5700 a. C.), aunque la apertura era ya por la ventana, o la conocida Puerta de Ishtar, en Babilonia, de 15 metros de altura por 24,5 m. de ancho, construida en el 575 a.C. por Nabucodonosor II. Sevilla complementaría su círculo de muralla con una serie de excepcionales puertas en pleno siglo XVI, en referencia al mundo romano que la dotaba de prestigio y monumentalidad. La morfología de la puerta irá evolucionando al mismo tiempo que la propia casa, mostrando la suntuosidad del morador, desde los simples postigos de maderas medievales hasta los suntuosos del barroco de las grandes mansiones de estilo Luis XIV. La puerta en sí se convierte de esta manera en una verdadera obra de arte, en un ensayo de creatividad, en cuya superficie conviven el genio del artesano y la calidad del artista, la textura del material y la originalidad del diseño.

Más allá de lo puramente estético, la puerta suscita en la vida cotidiana planos de situación, lo de dentro y lo de fuera, lo interior y lo exterior, medidas que van más allá de meras concepciones aritméticas. La identidad formal de una puerta conlleva un lenguaje de protección tanto de la persona del morador como de sus bienes, que le da un contenido de seguridad que con su cierre lo separa del mundo de lo ajeno. La puerta se convierte en un símbolo de prohibición, cuyo traspaso no autorizado puede provocar penas y delitos, una usurpación de la personalidad que irán recogiendo paulatinamente las distintas sociedades humanas. El respeto por lo ajeno que formaliza en la condición humana se proyecta en el propio traspaso del umbral de la puerta, ya que su cruce conlleva introducirse en el mundo de lo ajeno, de lo íntimo. La puerta supone morada, vida familiar, separación de lo exterior, proyección de lo individual frente a lo colectivo. En el mundo islámico la puerta de la casa es sagrada, ya que en ella mora la familia y sus bienes, lo que quedará recogido en el Corán: No entréis en las casas antes de que el dueño os dé permiso. ¿Por qué entrasteis en la mía? En el Código Penal español, en su artículo 202, la superación de la puerta ajena sin autorización implica el delito de allanamiento de morada: El particular que, sin habitar en ella, entrare en morada ajena o se mantuviere en la misma contra la voluntad de su morador (…)

La puerta no es un mero soporte material, tiene vida propia, llora o ríe, te mira o vuelve la mirada, cruje como los huesos pasados de un cuerpo, como expresión temporal de tristeza de un cuerpo que envejece, que sufre, y cuya materia podrida, madera o hierro, se irá deteriorando. En ella van quedando marcadas las huellas del tiempo. Los sonidos de la puerta tienen su lenguaje, como las campanas de una iglesia, que incluso pueden producir pánico y angustia en el espectador. Toda una simbología encierra la apertura y el cierre de una puerta, y nos puede mostrar escenas confusas que el mundo artístico lo convertiría en un verdadero recurso de creatividad. La puerta como medida del tiempo, metonimia de cambios. Por su mirilla, por debajo de ella, pasa la luz del tiempo perdido, atraviesa el muro cerrado y, cuando desaparece, vuelve la oscuridad, como ya nos lo reflejara Marcel Proust en un fragmento del texto de En Busca del tiempo perdido: la rayita de luz que asomaba por debajo de la puerta ya no existe. Es medianoche: acaban de apagar el gas, se marchó el último criado, y habrá que estarse la noche entera sufriendo sin remedios.

Las puertas cerradas despiertan todo tipo de emociones, estimulan la curiosidad por saber cuál es el misterio que esconde al otro lado de su umbral, qué mundo podemos descubrir, qué escenario podemos encontrar. En la gran mayoría de los casos la mente construye escenas irreales, nos dejamos llevar más por nuestra imaginación, la cual diluye el verdadero entorno que nos envuelve. Su descubrimiento suele llevarnos a malas pasadas, como le ocurrió a Celia Lamphere al descubrir la verdadera historia de su marido, Mark Lamphere, en uno de los filmes más excepcionales de Fritz Lang, Secreto tras la Puerta, de 1947, interpretado por Joan Bennet y Michael Redgrave, respectivamente. Una de las películas del cine negro más importante de la historia del cine, encierra en sí misma una escena del psicoanálisis, el descubrimiento de la habitación prohibida que guardaba su marido, la proyección de la verdadera identidad de su propio esposo, por lo que el director alemán convierte a la puerta en uno de los recursos narrativos más estimulantes del cine. Las puertas cerradas no dejarán indiferente al espectador,  porque los gritos, susurros y murmullos logran crear una atmósfera íntima de terror. Nadie olvida aquella escena de El resplandor que magistralmente rodaría Stanley Kubrick en 1980, película basada en la novela de Stephen King, publicada en 1977, en la que su protagonista, interpretado por Jack Nicolson, asomaba la cabeza tras romper con un hacha la puerta cerrada, donde se encontraba su mujer y su hijo, una escena que no deja indiferente a ningún espectador.

La puerta no se abre, un sentimiento de angustia recorre a José Luis López Vázquez en el interior de una cabina de teléfono en medio de un paisaje urbano, ante la incapacidad de abrir la puerta, de poder salir al exterior y recuperar su libertad. Una escena mítica del cine español, dirigida por Antonio Mercero en 1972, en la que bajo un prisma de terror subyace una reflexión sobre la libertad humana.

La angustia colectiva vuelve a ser protagonista entre el grupo de invitados a un restaurante en la película de Buñuel El ángel exterminador, realizada en el año 1962. Las puertas que se cierran no se vuelven a abrir, y como símbolo de justicia se refleja en los últimos fotogramas de la película Tierra de faraones, realizada en 1955 por Howard Hawks, permaneciendo enterrada para siempre en una cámara de la pirámide la princesa Nellifer, interpretada por Joan Collins, víctima de su codicia. En algunos casos, los protagonistas quedan encerrados cuando la puerta se cierra, en algún momento esperando a ser torturados, aunque cada uno de ellos va repasando su vida, llena de males y complejos como nos quiso narrar el existencialista Jean-Paul Sartre en su obra A puerta cerrada, escrita en mayo de 1944.

La apertura de una puerta produce de la misma manera estímulos emocionales, relaja la sensación de claustrofobia que embarga a los espectadores, que se ven reflejados en los protagonistas de las escenas. La niña perdida buscando la verdadera puerta que le enseñe la salida queda mitificada en la pequeña Alicia, creada por Lewis Carroll, en el año 1865. La puerta abierta se convierte en un marco escenográfico excepcional, como aquella escena mítica que nos proporcionó John Ford en Centauros del Desierto, a modo de una bajada del telón de una tragedia grecolatina, en la que concibe a John Wayne como un verdadero héroe clásico, un héroe reencontrado a sí mismo a lo largo de la búsqueda de su propio interior a través de la niña, interpretada por una jovencísima Natalie Wood. La puerta se abre como esperanza, como superación de males, como así exclamara nuestro insigne Don Quijote de la Mancha: Siempre deja la ventura una puerta abierta en las desdichas para dar remedio a ellas.

Quizás la puerta más sugerente del Barroco sea la pintada por Velázquez en Las Meninas, realizada en 1656, en la que al fondo de la composición, a través de una puerta de cuarterones, entra un personaje que delimita el punto de fuga, una luz natural que inunda el espacio en el que aparecen representadas las infantas y el propio pintor. La puerta abierta se convirtió en un tema recurrente en la pintura vanguardista de los inicios del arte contemporáneo.

Henri Matisse realizaría innumerables versiones a lo largo de su larga carrera artística, en las que la puerta se convierte en verdadera protagonista. Su segunda estancia en Tánger en 1912 dejaría una preciosa composición. Una primera versión la habría realizado en 1898 con el título La puerta abierta, conservada en una colección particular en Córcega, en la que aparece la silueta de una figura humana bajo el dintel de la puerta. En 1924 Pierre Bonnard realiza Puerta abierta al jardín, con una concepción de apertura, de mirada libre hacia el exterior. Berni, 1932, uno de los grandes artistas de la pintura contemporánea argentina, pintaría en 1932 La puerta abierta, hoy conservada en la Fundación Malba.

La puerta abierta más sugerente de los últimos años del arte contemporáneo es la conocida como La Puerta de la Libertad II -Chillida tenía casi 60 años cuando creó la escultura-, que juega con el tema de las hojas de las puertas que se abren. Dos placas de acero compactas están conectadas por dos soportes, el inferior se extiende en la dirección de las placas de acero, el superior apunta hacia adentro y, por lo tanto, corre en la dirección opuesta. El resultado es un espacio interior vacío creado por los soportes ligeramente asimétricos.

En 1940 Edward Munch pintaría una página de su propia vida, un lienzo titulado Autorretrato. Entre el reloj y la cama, conservado en el Museo Munch, presenta a un hombre anciano que mira desde la puerta el interior de la habitación, relatándose el paso del viento, las parcelas de la vida que se están sucediendo, todo marcado por un reloj que culmina en la cama como final de la vida.  La puerta se convierte de esta manera en metáfora del tiempo vivido, de reflejos que quedaron en una vida anterior. La puerta como ruina, abandonada, aunque sin perder su monumentalidad, se alza en la caída de la noche, en las tinieblas de la luz taimada, con grandeza, como recuerdo de viejos tiempos que pasaron, que fueron magistralmente recogidos por los pintores románticos de finales del siglo XIX, como fue Paisaje con ruinas antiguas del Tibet, de Herman Corrodi, un excepcional paisaje crepuscular donde la puerta se convierte en el foco visual más importante de la composición. En algunos casos, la huella de Dios queda visible, la puerta ante la muerte, la puerta de los cementerios, un motivo iconográfico muy utilizado por Friedrich Caspar David, que entre sus múltiples versiones que realizó a lo largo de su vida, en 1825 pintaría el lienzo La entrada al cementerio, conservada en el Staatliche de Dresde, inspirada en la puerta del cementerio de la Trinidad de Dresde, en la que incluye la alusión cristiana a la muerte del Salvador, al incluir en la parte superior una corona de espinas y las lanzas, todo rodeado de una atmósfera sombría. El tiempo natural, geológico, instrumento geológico de la naturaleza, queda plasmada en la obra Puerta de Rocas, del romántico Schinkel Karl Friedrich, realizada en 1818 y conservada en el Nationalgalerie de Berlín, en la que se muestra un pasaje natural horadado, en la que Dios como arquitecto ha dejado creada en la propia roca una puerta monumental, un tiempo geológico convertido en tiempo eterno, proyección de su creación.

La puerta se abre y puede quedar atrás una etapa de la vida, como reflejó nuestro poeta Antonio Machado en su obra Soledades, en la que el poeta cierra una puerta mohosa, medida temporal de una experiencia vivida, un amor perdido de tiempos ya lejanos:

Rechinó en la vieja cancela mi llave;

con agrio ruido abriose la puerta

de hierro mohoso y, al cerrarse, grave

sonó en el silencio de la tarde muerta.

Hay puertas que no se abren, que permanecen cerradas, y aunque llamemos a la puerta, nadie nos recibirá, como aquel personaje de Pablo Neruda en su poema titulado Se llama a una puerta, verdadero himno de la desesperanza, el canto al amor perdido, inaccesible:

Se llama a una puerta de piedra

en la costa, en la arena,

con muchas manos de agua.

La roca no responde.

Nadie abrirá. Llamar es perder agua,

perder tiempo.

La atemporalidad de los objetos, los que huyen de las medidas tradicionales del espacio y el tiempo, se convierten en la identidad social de nuestro tiempo. La puerta sin medida del tiempo, inmerso en unas constantes vitales ajenas a los cánones de la realidad, se concibe en una verdadera pintura metafísica de la mano de las puertas del pintor surrealista René Magritte, en la que en medio de un espacio indeterminado nos abre a mundos insospechados, quizás jugando con el poder de la mente en la que se abren y se cierran paneles de experiencias vividas. Quizás ya lo escribió el poeta Miguel Hernández al hablar de aquella casa sin puerta, en referencia al destino del amor:

Tu puerta no tiene casa

ni calle: tiene un camino,

por donde la tarde pasa

como un agua sin destino.

Tu puerta tiene una llave

que para todos rechina.

En la tarde hermosa y grave…

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