Durante la pandemia del Covid 19, la población fue sometida a una dieta diaria de miedo. Los medios nos contaban cada día el número de infectados, el número de pacientes que ingresaron o permanecieron en las UCI y el número de muertos. En el caso de la televisión, estos mensajes fueron a menudo acompañados por imágenes aterradoras de pacientes en la UCI o imágenes de ataúdes.
Como cualquier capacidad que poseen tantas especies de animales y que ha sido conservado durante la evolución, el miedo tiene una función biológica muy relevante. De hecho, la habilidad de experimentar miedo es una de nuestras capacidades más importantes y, en momentos críticos de peligro, nos puede salvar la vida. Cuando nos encontramos con una amenaza, una serie de cambios complejos dentro de nuestro cerebro activa la reacción de lucha o huida. Esta serie de reacciones preparan nuestra mente y nuestro cuerpo para pelear contra el peligro que nos amenaza o huir de él. Las pupilas de nuestros ojos se dilatan para que nuestra vista sea más aguda, nuestro corazón se bombea más rápidamente y con más fuerza, regando nuestros músculos con más sangre para que podamos correr más rápidamente o pelear con más fuerza contra el peligro que nos acecha. Nuestra respiración también se acelera, proporcionando más oxígeno a nuestro cuerpo.
Nuestra reacción a un estímulo amenazante, incluyendo la sensación de miedo, empieza en un pequeño órgano que se llama la amígdala, situado en la parte interna del lóbulo temporal. La amígdala es un componente fundamental de nuestro sistema límbico, la parte relativamente primitiva de nuestro sistema nervioso central que está implicado en nuestras reacciones emocionales, tanto las positivas como las negativas.
Su activación desencadena la serie de reacciones fisiológicos que nos preparan para luchar o para huir. La decisión final de luchar o huir no la toma la amígdala, un órgano con capacidades relativamente sencillas. Este pequeño órgano está conectado con otras zonas más sofisticadas del cerebro, como el córtex prefrontal. Esta zona cerebral es capaz de evaluar el peligro de una manera más inteligente y decidir si es mejor huir o luchar o incluso decidir que el estímulo que provocó el miedo no representa ninguna amenaza real y puede ser ignorado.
Como cualquier capacidad humana, la capacidad de reconocer, evaluar y reaccionar frente a posibles amenazas se puede modificar y, de hecho, para que funcione óptimamente en los momentos en los que más la necesitamos, hay que entrenarla. Por eso contamos historias de miedo a nuestros hijos durante la infancia. Esto permite a los niños experimentar el miedo en situaciones de absoluta seguridad, desarrollando y entrenando su capacidad de enfrentar y evitar situaciones amenazantes sin la necesidad de estar expuestos a ningún peligro real. Pero no solamente los niños entrenan y ensayan su capacidad de enfrentar y superar problemas y peligros. Los adultos lo hacemos también. El fenómeno de seguir con avidez series televisivas o ver películas que tratan problemas serios, o trágicos o incluso violentos de la vida, y que estimulan emociones fuertes en los espectadores, incluyendo, a veces, el miedo, no es nada nuevo. Aristóteles habló de este fenómeno en su obra La Poética. Comentó que las tragedias griegas provocaron sensaciones de compasión y miedo en los espectadores. Para este filósofo griego, la tragedia jugó una importante función. La exposición a estas emociones fuertes en un ambiente totalmente seguro resultó en su purgación o, en su propia terminología, su catarsis. Básicamente, la tragedia permitió a los espectadores entrenar o ensayar sus respuestas a los problemas de la vida, a situaciones difíciles o peligrosas sin exponerse a un peligro real.
Una cosa es experimentar un miedo de corta duración al encontrar un peligro real o entrenar nuestra capacidad de enfrentarnos a situaciones potencialmente peligrosas en ambientes seguros y otra cosa bien distinta es sufrir un miedo crónico, un miedo que puede estar provocado a veces por situaciones que no nos amenazan directa o personalmente. Mientras que el miedo que sentimos al topar con un peligro real, algo que amenaza nuestra integridad física, es algo sano, una reacción que nos puede, en situaciones extremas, salvar nuestra vida, el miedo crónico nos debilita y nos hace daño, tanto físico como psicológico.
¿Por qué los medios de comunicación transmiten obsesivamente temas e imágenes que provocan ansiedad, miedo y estrés entre sus consumidores? La respuesta más sencilla y obvia es que las noticias malas se venden muy bien. Pero otra pregunta más interesante es ¿por qué se venden bien? ¿por qué nos someten voluntariamente a las noticias que provocan en nosotros tanto miedo y ansiedad? Es posible que la explicación esté en nuestro cerebro. Hay un creciente interés en el campo de la psicología y la biología sobre el fenómeno de la adicción al miedo.
¿Cómo se puede explicar un fenómeno tan aparentemente inverosímil como una adicción al miedo? Resulta que, durante nuestra respuesta a un estímulo que percibimos como peligroso, una serie de químicas o neurotransmisores están siendo liberados dentro de nuestro cerebro. Algunas de las químicas liberadas durante nuestra reacción a un estímulo amenazante o peligroso, como la dopamina, la serotonina y las endorfinas, provocan una sensación placentera, tan placentera que puedan, en algunos individuos, generar adicción. Como en cualquier otra adicción, para conseguir el mismo efecto, personas adictas al miedo pueden llegar a necesitar estímulos cada vez más fuertes. Si analizamos las series violentas que tanta gente ve hoy en día en Netflix o en las películas actuales de acción, llama la atención el nivel de violencia y la naturaleza impactante de las imágenes que las caracterizan.
Si las comparamos con las series y películas de antes, se puede tener la impresión de que, efectivamente, el consumidor actual de estos productos necesita dosis más fuertes de miedo para sentir las emociones fuertes que busca. Está cada vez más claro que el miedo crónico provocado por los miedos de comunicación tiene un impacto negativo muy importante sobre nuestra salud mental.
Desde el comienzo de la pandemia la incidencia de ansiedad en los Estados Unidos se ha triplicado y la incidencia de depresión se ha cuadruplicado. En varios países los psicólogos están hablando de una epidemia de problemas psicológicos de la dimensión de un tsunami.
Un estudio en Israel demostró una relación clara entre el tiempo que la gente dedicó a ver las noticias en la televisión durante la pandemia y su riesgo de experimentar más ansiedad, miedo e insomnio. Otro estudio en Canadá demostró que adolescentes que pasaron más tiempo delante de la pantalla durante la pandemia tenían una incidencia mayor de ansiedad y depresión.
El daño provocado por el miedo crónico no se restringe a efectos nocivos sobre la salud psicológica o mental. Hay cada vez más evidencia científica de un claro impacto del miedo crónico sobre la salud física también. Todos somos conscientes de los clásicos factores de riesgo para problemas cardíacos: hipertensión no controlada, altos niveles del colesterol malo, fumar, obesidad y falta de ejercicio físico, pero según varios estudios parece que el estrés psicológico crónico puede ser otro factor de riesgo de igual importancia que los factores de riesgo clásicos. Un estudio reciente publicado en la prestigiosa revista el Jama, demostró que el estrés psicológico aumentó el riesgo de un infarto en pacientes con enfermedad cardiaca previa pero estable. Otro estudio de casi 25.000 pacientes en 52 países demostró que personas con un alto nivel de estrés psicológico tenían doble el riesgo de sufrir un infarto al miocardio durante los siguientes cinco años.
Desde hace mucho tiempo somos conscientes del efecto negativo que ejercen el miedo y el estrés crónicos sobre el sistema inmune. Aparte del obvio efecto negativo del debilitamiento del sistema inmune sobre nuestra capacidad de luchar contra y superar cualquier infección, algunos estudios demuestran una relación entre el estrés crónico y el riesgo de desarrollar un cáncer. Nuestro sistema inmune juega un papel importante en la eliminación de células cancerígenas y, de hecho, uno de los avances más espectaculares en el campo de la oncología en los últimos años ha sido el desarrollo de potentes y eficaces fármacos que estimulan el sistema inmune del propio paciente a erradicar su cáncer.
Aparte de los efectos nocivos del miedo crónico sobre nuestra salud mental y física, ¿es posible que el miedo crónico provocado por los medios de comunicación pueda representar un peligro para nuestro sistema democrático? La filósofa norteamericana Martha Nussbaum contestaría que sí. Ella piensa que, con sus propias palabras, “el miedo erosiona el tira y afloja, la reciprocidad, que es esencial si las democracias van a sobrevivir”.
El miedo mata el debate. Gente paralizada por el miedo no es capaz de entrar en un debate sereno y profundo en la búsqueda de soluciones inteligentes y efectivas de los problemas del momento. En realidad, las soluciones a problemas complejos suelen ser complejas. Sin embargo, para Nussbaum, el miedo convence a la gente que problemas muy complejos tienen soluciones simplistas o fáciles, soluciones fáciles que pueden incluir recurrir a algún tipo de populismo, o ver a un demagogo como un potencial salvador. La idea de una relación entre el miedo y su instrumentalización como medio de control en el ejercicio del poder político ha sido un tema recurrente en la historia de la filosofía política. En palabras de Nussbaum: “Posiblemente quien mejor expresó la conexión entre el miedo y el origen de la soberanía fue Thomas Hobbes en su Leviatán de 1651, concretamente cuando afirma que, tanto si los hombres escogen a su soberano como si éste les viene impuesto, en ambos casos aceptan al soberano por miedo”. Hobbes pensaba que el estado natural del ser humano era el de una guerra de todos contra todos. Según este pensador, este estado natural de una anarquía violenta creó tanto miedo entre la gente que las personas recurrieron a un soberano fuerte que era capaz de imponer orden en esta peligrosa jungla humana.
Nussbaum también nos advirtió que, cuando la gente sufre un miedo crónico, suele buscar chivos expiatorios que son supuestamente responsables de su sufrimiento o que representan una amenaza. Durante la pandemia, en muchos países sucedió una demonización de los no vacunados.
Tristemente en esos momentos, para mucha gente, la lógica brilló por su ausencia. Este fenómeno no debe sorprendernos. En el siglo XVIII el filósofo irlandés Edmund Burke dijo: “No hay ninguna cosa que robe a la mente su capacidad de razonar tan eficazmente como el miedo”.
Aldous Huxley, que escribió la famosa novela distópica Un mundo feliz en 1932, dijo en una entrevista en la universidad de Berkeley en 1962: “A mí me parece que la naturaleza de la última revolución a la que nos enfrentamos es esto: estamos en el proceso de desarrollar una serie de técnicas que permitirán a los oligarcas controladores que han existido siempre y siempre existirán a conseguir que la gente ame su esclavitud”. George Orwell, el autor de otra famosísima novela sobre un futuro distópico, 1984, dijo que, para él, la imagen del futuro fue de una bota aplastando la cara humana, para siempre. Estos dos escritores pensaban que el miedo jugaría un papel crucial en este proceso. Según ellos, la dictadura perfecta vendrá cuando la gente pide a sus gobernantes protegerles a toda costa, incluso, si fuera necesario, a costa de su libertad. En este momento, a cambio de la protección de un peligro real o imaginario, la gente besaría sus cadenas y se someterían a un control totalitario con mucho gusto. Huxley advirtió a su audiencia en Berkeley en 1962: “Esto es posible, por el amor de Dios evítalo”.
Si queremos mantener nuestra salud física y mental y asegurar la supervivencia de nuestro sistema democrático, deberíamos aprovechar nuestro poder como consumidores de los productos de los medios de comunicación para enviar el mensaje claro de que queremos ser informados pero que no vamos a seguir sometiéndonos a dosis masivas diarias de miedo.
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