Si te digo conmigo o contra mí sabes de qué te hablo. Especialmente, de una latitud que ya no existe: el lugar intermedio, fronterizo, pero todavía en construcción, en que los dos podamos ir tejiendo la piel de un argumento que nos contemple a ambos, y también a todos los demás, dentro de unos mínimos posibles. Es decir: convivir. La polarización identitaria, más allá del fragmento convertido en verdad –que lo es, en parte: pero nunca es toda la verdad, ni siquiera dentro de su propia ínsula–, ha venido al fin para quedarse en los pliegues de nuestro pensamiento.
Vaya por delante que los derechos de las minorías deben ser contemplados. Pero las minorías ¿lo son? En virtud de lo que se contempla, y sabiendo que el propio concepto de las minorías ha existido –y existe, en teoría, aún- en contraposición a lo que se suponía -o se supone– como mayoría de normalidad, podríamos argüir que la normalidad se ha fraccionado: no parece que haya, atendiendo a lo que se publicita, lo que se dice, lo que se filma, se escribe o se canta, una mayoría impuesta, sino muchos fragmentos que conviven. Esto, de entrada, no sólo no parece malo, sino que resulta moralmente imbatible: porque en el reconocimiento respetuoso a todo lo distinto –entendido, por supuesto, dentro de los límites del Código penal– se fundamenta el mismo respeto, e idéntico derecho, que cualquiera debe exigir para sí. Yo acepto tu diferencia y tú aceptas la mía. No hace falta que nos entendamos, no hace falta que alcancemos una sensibilidad afín; con que nos respetemos, cada minoría –o fragmento, una categoría que prefiero– encontrará su lugar dentro del puzle en el que convivimos antes de dibujar un conjunto que no tiene que resultar armónico, ni coherente, sino sencillamente habitable.
Sin embargo, no siempre se manifiesta esta diversidad con patrones pacíficos. Hay a veces una cierta impresión abarcadora, totalizadora: se percibe, a veces, ese mismo conmigo o contra mí que hasta hace poco, en teoría, era el que presidía la moral de aquella vieja normalidad imperante. Es como si la nueva política –que se ha convertido en vieja en poco tiempo, seguramente porque lo era ya en su primera chispa, como lo es ahora en sus cenizas–, que no ha renovado nada, sino ahondado en los viejos vicios de la política más vieja –sólo hace falta ver los enchufismos al más alto nivel, por los mismos motivos que esa nueva política, en sus orígenes, aseguraba señalar y criticar, antes de caer en ellos con más brío y sin discreción alguna–, después de fenecer, nos hubiera dejado únicamente la polarización identitaria. Mujeres y hombres, trans, binarios, no binarios, indigenistas, independentistas –esto es una raza sociológica aparte–, y todos los istas que se quiera, porque al otro lado sólo existe el heteropatriarcado españolista opresor. Y fascista, que no se nos olvide. Es decir: otra vez conmigo o contra mí –poco importa que dentro de cada fragmento también se empiecen a extender las grietas–, pero con el enemigo a las puertas.
Para extender el concepto, al menos en España, era preciso desacreditar, o incluso degradar, el único momento de nuestra vida reciente en que hemos remado hacia un lugar de encuentro, de generosidad y renuncia, por supuesto, pero también ganancia colectiva: la Transición. Claro que se cometieron errores, y algunos de bulto. Pero cuando se vindica un tiempo, lo que se pone en valor no es únicamente una pretendida perfección jurídica de las operaciones –que no fue tal–, sino la altura de un andamiaje ético y social que, al menos, nos hizo trabajar para buscarlo, precisamente, por encima de nuestras diferencias.
No es que esté bien que se defienda el derecho de todos: es que es imprescindible dentro de un Estado de Derecho. Pero me falta algo en el aire, echo de menos una sensación en las conversaciones, en la misma visión de la cultura, el arte y la literatura: vamos a salir un poco de nosotros, vamos a abandonar el narcisismo de pensar que todo el mundo tiene que girar en torno a mí, para entender los mundos que también gravitan en mi propio sistema solar. Y para eso, lo primero que tengo que entender es que el rey sol no me mira a los ojos cada vez que me encuentro en el espejo. Pasará esta época y es posible que venga otra peor: pero la polarización identitaria ya ha marcado la nuestra. Claro que hace falta infinitamente más talento para entender al contrario, pero eso lo dejamos para los nostálgicos de los años 70. Ya sólo nos queda el individuo sin etiquetar.
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