El arte ha estado desde tiempos inmemoriales allí, quieto y mudo para desvelarnos el alma humana, mas nosotros, los ciudadanos, los transeúntes de este mundo terrenal pasamos de largo, preferimos que el arte solo sea capaz de decorar una sala, y que combine de manera perfecta con los colores de la tela del sofá. Queremos y deseamos lo bello pero ñoño, lo placentero, lo inocuo, lo balsámico, lo hedonista, y equivocadamente buscamos todo esto en el arte plástico. En tiempos recios, en tiempos duros, en tiempos de dudas y extrañeza máxima, en tiempos de futuro más que incierto, el ser humano quiere placer, quiere playas idílicas, quiere dulzura, quiere canciones bobaliconas, quiere todo aquello que no le haga recordar que el mundo y la vida sucede en otro guión.
Quizás todo ese deseo de atracón de manjares dulces, son definitivamente el deseo atávico de llenar un vacío inmenso, un vacío ancestral, en definitiva ese vacío que genera vivir. Deseamos tragar, llenar la boca, que por ella entre a borbotones mucho azúcar, y que ese azúcar endulce hasta hostigar nuestros sentidos hasta quedar aletargados, pues estamos cansados de padecer un mundo en el cual no queremos detenernos para observar y aprender. Tragar, tragar y tragar hasta que aquél dulzor nos empalague, nos sacie de caramelo y nos duerma. La vida duele, y deseamos y anhelamos que aquel hostigamiento de golosina nos sacie el alma.
El arte desde sus orígenes ha existido para entregarnos un amplio abanico de ideas y no está solo para empalagar los sentidos hasta adormecerlos. Muy por el contrario el arte, ha estado y está allí la mayoría de las veces para despertarnos, para abofetearnos, remecernos y hacernos preguntas hasta desarmarnos. El arte plástico siempre ha conocido el vacío del ser humano, y ha ahondado reiteradamente en él. El arte ha estado junto al hombre generando también desasosiego, temor, desconfianza hasta generar un rechazo tal, que como espectadores deseemos huir de imágenes que nos resultan grotescas y demoníacas.
Justamente esas imágenes nos atrapan, pues aquella pintura realizada en el centro comercial que solo combina con el sofá, ya nos llenó y nos empachó de placer el primer día, y ya no es capaz de dar nada más, incluso ya no la miramos, ya no nos percatamos de su existencia, pues esa imagen ya dio todo lo que podía dar.
Hay un arte plástico que no está aquí para saciar un vacío con hedonismo, sino que existe para reiterar nuestra condición humana, por ello queremos escapar de aquellas rudas imágenes las cuales luego de dejar en nosotros un profundo estado de extrañeza, nos atrapan generando un estado de repelencia cautivadora, un estado de resonancia, que nos conduce a una identificación no deseada. Queremos retirarnos temerosos de lo que vemos y sentimos, pues ¿a quién le es grato identificarse con El Grito de Münch, Saturno devorando a sus hijos de Goya, Guernica de Picasso, Las manos de la protesta de Guayasamín, o Judit decapitando a Holofernes de Artemisia Gentileschi? Nadie desea reconocerse en ello, la mayoría prefiere huir, y decidir que aquello fue pintado por artistas dementes y extraviados.
El espectador no desea aceptar que al observar el cuadro se está observando a sí mismo. Para poder reconocerse debe primero, abrirse al dolor, al horror y no huir de esta profundidad tan humana. Huir de este dolor es tan humano como reconocer o sentir el mismo. Deseamos rechazar y huir de la aflicción y pensar y creer que la humanidad toda circula por jardines bellos, llenos de dulces aromas, risas, alegrías y dulzura. Por ello el espectador quiere reivindicar su amor por las obras que combinan con el sofá, pues El Grito de Münch, nos recuerda una realidad de la que queremos escapar. Querríamos negarla, pero nos reconocemos con aquel grito pero no podemos admitirlo pues aquello nos haría inmensamente vulnerables.
Si bien nos sentimos extasiados de placer al observar los jardines o nenúfares de Monet, también nos sentimos secretamente identificados con las obras que gritan. El grito es humano y ancestralmente necesario, pues al gritar el alma permite una sensación de abandono del dolor para así dejar sitio a otra cosa. Es necesario un vacío interior para que éste se pueda llenar de nuevo, y lo que deseamos es que se llene con placer. El grito surge desde el interior, desde las entrañas, es una fuerza interna mayor. La boca solo es la puerta por donde sale el alarido humano. La boca no tiene la capacidad de gritar. Hay una fuerza interior que es la que grita, o bien porque desea comunicar algo al mundo, o bien se grita como un eco de la misma existencia que resuena dentro del hombre y que al salir deja un silencio profundo. La pintura refleja este aullido y desde allí plasma y hace vivir todo el sufrimiento que nutre todo grito, y con ello nos identificamos, con esa expresión corporal de ese alarido.
La boca humana no solo se abre para comer, ingerir alimentos hasta saciarnos la boca también se abre para gritar y expulsar los demonios, los dolores, los horrores y todas las aberraciones vividas u observadas. La boca ingiere y la boca expele, el grito es un necesario acto de una limpieza interior, y sentir con ello que el vacío dará espacio a la renovación. Cuando la pintura refleja a personas que gritan no solo está reflejando el aullido de hombres y mujeres sino que además está plasmando la tensión que subyace bajo el sufrimiento que nutre todo grito y lamento humano.
Muchas calles, de muchas ciudades se han llenado muchos domingos, de una multitud de personas gritando por el cese de la guerra en Ucrania. Hombres, mujeres, jóvenes, viejos, niños, con pancartas, cantos y vítores, gritan con un nudo en la garganta. Un fila larga de seres humanos adoloridos en sus almas se abren paso entre los transeúntes que toman un helado, entre tiendas abarrotadas con personas comprando aquello que no necesitan, esos gritos humanos pidiendo clemencia se escuchan como un alarido extraño entre tanto comercio dominguero.
De eso ya nos ha alertado la pintura, pero el problema de la pintura es que no se puede oír, en definitiva no escuchamos al Grito de Münch, ni escuchamos el alarido quieto de la mujer del grabado de Goya que lleva por título Que se la llevaron, no, no les escuchamos. Solo podemos ver hombres o mujeres que gritan, lo hacen mudamente pues, aunque acerquemos nuestro oído al lienzo no les oiremos. Y al parecer aquello que no se oye, no existe. Tampoco les queremos escuchar con el alma, porque entonces despertaríamos de nuestro placer que nos aletarga dulcemente.
En la pintura El grito, el alarido no sale del hombre que cruza el puente de Oslo, sin embargo está gritando desde 1893, desde entonces ha buscado abrir su boca para vaciar su angustia y su dolor. Aquel hombre abre su mandíbula para liberarnos y redimirnos, pero el grito resulta estéril, el grito se estanca y finalmente solo podemos observar a quien grita.
Lo mismo ocurre con la mujer que llora y grita con su hijo muerto en brazos en la obra El Guernica de Picasso, desde 1937 grita, llora y clama justicia por aquella muerte injusta y temprana, más no la oímos. Está allí quieta, plasmada y estampada en un lienzo en blanco y negro, pero no oímos su dolor y su susurro de clemencia.
A quien si oímos es a la madre ucraniana huyendo con su niño envuelto en una manta, madre que llora cada noche en el informativo que vemos cómodamente en casa. Esta madre ucraniana es la misma que está en la pintura de Picasso, pero esta vez ha sido filmada, es real y podemos oírla. Cada noche podemos oír el grito humano, cada noche sentados cómodamente en nuestro sofá y quizás con la pintura que combina con la tela del mismo a nuestras espaldas podemos ver la barbarie filmada en la guerra de Ucrania. La de Ucrania, sí, porque la de Siria la cual se inició en 2011 ya la olvidamos, y lo que ocurra en Afganistán ya nos queda muy lejos. Pero lo que oímos en el informativo podemos apagarlo, y atracarnos de pizza o torrijas da igual, que el vacío que ha dejado el paso de la guerra por la TV podemos aplacarlo llenando la boca, y con ello sentiremos que está todo controlado, pues ya no sentiremos vacío alguno con la tripa llena. Quizás allí esté el éxito de los establecimientos de comida rápida, pues a cada paso podemos saciar ese vacío que provoca vivir, podemos engañarnos tragando a mansalva. Comer con avidez, de alguna manera implica un acto violento, autodestructivo, una pasión salvaje. Tragar para saciar un interior que el alimento más dulce no saciará. Olvidamos que la boca ingiere, pero también necesita sacar, ¿cómo lanzamos fuera entonces todo nuestro pesar?
Definitivamente al ser humano no le gusta reconocerse en la pintura que grita, entonces algunos espectadores, harán el reclamo a los artistas y estamparán la denuncia de que aquellos están desquiciados. Los artistas son el problema debido a lo que pintan y denuncian. Ese espectador se siente con el derecho a exigir más pinturas que decoren el hogar y que muestren idílicos y bellos paraísos, “pues bastantes problemas tengo yo como para ir a ver esas pinturas horrorosas”.
La pintura solo ha reflejado al ser humano en su esencia, el horror lo ha provocado el mismo hombre desde que se puso en pie, el horror no es una creación reservada a los artistas. Olvidamos algo esencial, y esto es que el arte plástico surge desde las manos y la mente del artista, es decir nace de las ideas. Manoseada está esa opinión que indica que el arte es un conjunto de emociones, pues ¡no! El arte surge ante todo desde las ideas, las cuales podrán llegar a transmitir emociones. El arte es la idea materializada en un lienzo, en metal, piedra o madera a la cual se llega después de la observación, la reflexión, el debate y también la experiencia de vivir. El mundo de las ideas es el mundo que nutre el arte, por ello es que tantas veces vemos las mismas ideas materializadas de diferente forma en los museos, porque quizás el ser humano lleva años, siglos, reflexionando y discutiendo las mismas ideas.
En el caso del dolor, el artista no solo presenta el horror como objeto ajeno a él, sino que se identifica con él. No está fuera del dolor, sino que contempla desde el dolor mismo. Es el autor de una pintura, pero a su vez es su protagonista por que aquella pintura es también su propio autorretrato. Por ello el espectador también puede mirarse en la obra como frente a un espejo, pero para esto, antes, debe reconocerse en su propio vacío. Al observar la obra, si esta le resulta inquietante será porque hay algo que resuena dentro de él, y que hasta ese momento ha preferido ignorar.
Largamente descritas y analizadas han sido las pinturas negras de Goya, justamente en este sentido, como reflejo atemporal del alma humana, la cual no se muda, es la misma. Angustiantemente atemporal nos resulta Goya, nos resultan Münch, Gentileschi, Guayasamín, Claudel o Picasso. Ellos han reflejado los horrores más oscuros de que es capaz el ser humano en su infinita capacidad para crear dolor. Por sus obras se pasean las madres, los soldados, los civiles, los viejos y los niños de Ucrania, de Siria de Afganistán. Antes lo hicieron otros seres humanos víctimas de otras guerras, de otros atentados, de otras barbaries. Quietos y mudos en los museos de todo el mundo seres humanos han gritado sus dolores, sus horrores y sus pesares, quizás si diéramos sonido a todas esas obras, el ruido ensordecería las calles, los barrios y las avenidas de las ciudades. Quizás si subiéramos el volumen de todas esas pinturas y esculturas oiríamos la magnitud del dolor acumulado, ya no solo veríamos bocas abiertas, oiríamos los lamentos y los pesares que no cesan, y quizás entonces nos quedaríamos quietos, pero no impávidos, nos quedaríamos atentos y extrañados de todo lo que nos ha gritado el arte plástico, de todo lo que nos ha develado, de todo lo que nos ha advertido, y que nosotros espectadores inmóviles de sofá, hemos querido saciar comiendo a destajo.
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