OPINIÓN

LOS NOMBRES DE LA FELICIDAD

El camino de la felicidad no siempre es la certeza que antes o después adjudicamos a unas categorías. Cada etiqueta tiene un contenido: se trata de ocuparlo. La felicidad se representa como el compendio de unos nombres que nos la remiten inevitablemente. Nos referimos al éxito, a la indispensable salud, a la libertad, el matrimonio, la hermandad, la aventura, como también podemos concentrar esa promesa de felicidad en una idea de familia. Son, en definitiva, formas de pisar la tierra con una cierta protección debajo, pero siempre sabiendo que otro vuelo es posible. El caso es que todo esto lo hemos relacionado con palabras y con lo que nos dicen. Hemos ido sumando, acumulando, una construcción sentimental que puede corresponderse con la vida, aunque no siempre lo hace. Cuando se corresponde, sentimos que las fichas han sido colocadas en la casilla adecuada del tablero. Todo está bien. Cada palabra ocupa su lugar. Pero cuando esas mismas etiquetas y lo que representan las tenemos vacías, sentimos el abismo de un fracaso. Y eso sin contar que nos dejamos atrás una tercera vía: los que y las que saben que sus movimientos han sido los correctos, que ven una estrategia desplegada y saben que el triunfo va con ella. Poseen sus posiciones y cada etiqueta contiene su relato perfectamente armado: puedes llamarlo hijos, puedes llamarlo amor. Sin embargo, también en estos casos podrías encontrarte con aristas de ti que no funcionan, que se han quedado fuera de esta narración en marcha de los días. Lo asumes como pérdida, quizá, cuando lo reconoces. Haces balance y es un buen resultado. O no lo identificas: es una presencia que está ahí, de manera latente, que puede aparecer en unos ojos o quizá en ese vértigo que amenaza con ser algo más que un buen sueño. Aunque, no se olvide, aquí no estoy hablando de deseo. Ni siquiera me refiero a ese espejismo raro y verdadero, que nos nutre por dentro y nos dispara, que llamamos amor. Estoy hablando de felicidad y de los pasos que podríamos cruzar para apreciarla.

Cuando me preguntan acerca de la poesía y de las poéticas que prefiero sobre otras casi siempre respondo que la poesía, como la literatura, es demasiado amplia y demasiado oceánica para intentar encerrarla en un cajón. Claro que hay cajones muy bien acabados que guardan dentro lo que deben tener; pero la poesía, como la propia vida y el amor, será siempre imposible de guardar no dentro de un cajón, sino en la mejor tienda de muebles.

Ahora sé que pasamos buena parte de los primeros años aprendiendo el significado de unas cuantas palabras, con qué se corresponden, con qué categoría de la felicidad, y otros tantos tratando de guardar toda nuestra vida ahí dentro. El amor, el matrimonio, la felicidad es esto. Si el relato cuadra, me parece bien. Puede ocurrir y afortunadamente ocurre. Pero también el tiempo nos pasa por encima y hemos perdido mucho, demasiado, en aspirar a esa correlación casi absoluta entre el significante y el significado; cuando aquí, lo que cuenta, es el significado. Lo que te hace sentir. Lo que te llevas. Puede ser un momento, puede ser el fulgor restallante en los labios que apenas has tocado casualmente. La enumeración es infinita; pero la felicidad es una, con múltiples matices, y en verdad grande y libre. Esto es lo que he aprendido, no siempre a fuerza de golpes, sino también de instantes luminosos. Que cuando el tiempo corre nos pasa por encima y hay que saber tocar esos momentos estelares que nos caen como lluvia y nos empapan para la eternidad, aunque después se vayan. Déjate calar, empápate, disfrútalo y da siempre las gracias.

Por supuesto que puede haber algunas existencias en las que la correlación entre los nombres y lo que significan sea una realidad en su marco semántico. Bien por ellas. Pero quizá pueda llegar un momento en que comprendas que todo cuando crees haber aprendido y sabido, cuanto significan esos nombres, esas etiquetas vinculadas a la felicidad, cuando no las rellenas con lo que se supone que deberían guardar, te quitan lo distinto que tienes entre manos, aunque no tenga nombre. Es entonces cuando decides que es mejor olvidarlo, que ese nombre que tanto nos ha orientado –o desorientado– hasta ahora, hay que dejarlo atrás para tocar el ser: tu radio de esplendor, de ternura o abrazo, una electricidad que a veces llega sin que puedas meterla en un cajón. Vamos a vivir juntos el último confín sin etiqueta, cualquier nomenclatura, para experimentar lo que sentimos antes de ser palabra.

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