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LOS DOS HERMANOS MACHADO O LA TRAGEDIA DE UN PAÍS

La mañana del sábado 25 de febrero de 1939, Manuel Machado recibe la noticia de que su hermano Antonio acaba de morir. No sabe dónde ha sido exactamente, ni tampoco si el dato es verídico: España lleva tres años de guerra y han sido muchas ya las falsas muertes, y las inciertas salvaciones, a las que se ha asistido en los dos bandos. Sin embargo, el cartero que le ha entregado la correspondencia en la puerta de la pensión Filomena, en el número 8 de la calle Aparicio Ruiz, de Burgos, ha reconocido su apellido y lo ha relacionado, mientras le entregaba los sobres, con el poeta famoso que acaba de morir en Francia.

Manuel no tiene constancia del paradero no sólo de su hermano, sino tampoco de su madre, Ana Ruiz, o de su hermano José y su mujer, Matea Monedero, desde hace meses. Pero está seguro de que han tomado el camino del exilio, quizá desde el momento en que el Gobierno republicano decidió abandonar Madrid, en dirección a Valencia, mientras la capital decidía no rendirse a las tropas que llegaban hasta la Ciudad Universitaria. Si el cartero ha reconocido su apellido, relacionándolo con el poeta célebre que acaba de caer en suelo francés, sólo puede tratarse de su hermano, Antonio Machado.

Para saber lo que cruza la cabeza de Manuel Machado en ese instante solamente contamos con la literatura. Con qué cadencia sube las escaleras hasta la primera planta de la pensión Filomena, en la que su mujer, Eulalia Cáceres, y él mismo, viven desde julio del 36, cuando se quedaron atrapados en Burgos tras el levantamiento militar. ¿Necesita agarrarse al pasamanos para no derrumbarse? Tiene que comprobar si la noticia es cierta, pero algo en su interior le dice que es verdad. A pesar de eso, irá a la Oficina de Prensa y tratará de hablar con José María Pemán, que podrá confirmarle la noticia. Sin embargo, ya se ha roto por dentro: ese cuchillo helado por la madrugada del crudo invierno burgalés le ha atravesado el pecho, le ha llegado hasta el vientre y le ha abrasado de frío.

Quizá en ese momento, al imaginarlo cruzando la frontera, Manuel ha recordado aquel verano de 40 años antes, cuando los dos son aún dos muchachos que creen en el modernismo como una llama que superará la vieja retórica de la Restauración, con su pomposidad de cartón piedra. Aunque, sobre todo, en el París ruidoso de su juventud, los dos hermanos Machado viven la cofradía de la poesía como respiración del mundo propio que han dejado en Madrid y ahora se multiplica por las calles azules de Montmartre. Manuel recibe a Antonio desde su vanguardia parisina, con ese vaho verdoso en los divanes cobrizos del bar Calisaya, donde beben absenta con el viejo Oscar Wilde, que les habla y contempla en su último ocaso, con esa majestad de príncipe caído convertida en el brillo de una noche, sabiendo que también esos dos hermanos serán expulsados de su paraíso: Antonio, con su muerte penosa en el exilio, 40 años más tarde, y Manuel justamente al conocerla.

No sólo ha muerto su hermano: ha muerto su gran compañero en la literatura y en la vida. Por eso mismo tratar de enfrentarlos hoy, dando veracidad a lo que nunca ocurrió, solamente es asunto de indocumentado oportunismo. Independientemente de que la vida los situara en lugares distintos de la Guerra Civil -nunca sabremos cómo podría haber reaccionado Antonio, de haber quedado atrapado en Burgos con Manuel-, tenemos varias certezas: como que, poco antes de la sublevación contra la República, cuando el periodista Miguel Pérez-Ferrero pide a Antonio -ya el gran poeta, en la consagración definitiva- escribir su biografía, Antonio exige una condición: que verse de los dos hermanos, porque ni su vida, ni su literatura, podrían explicarse sin Manuel. Tiene más hermanos -Francisco, Joaquín y José- y se quieren bien: pero la unión con Manuel es otra cosa. No sólo por las obras de teatro que han escrito juntos, con éxito -la que más, La Lola se va a los puertos, concebida para su protagonista estelar, Lola Membrives-, sino por un diálogo interior profundo en los poemas y fuera de ellos, en la fiebre de días y en la lenta escritura del pasado. También desde sus diferencias de carácter: porque el temperamento fiestero de Manuel tiene su lago oculto de honda remembranza, y justo ahí conecta con Antonio.

Como cuento en mi novela El querido hermano (Galaxia Gutenberg, Premio Málaga), Manuel siente la necesidad de despedirse físicamente de su hermano Antonio. Podría haber vivido su duelo desde Burgos, pero consigue un coche, con un chófer, y marcha, con su mujer, primero a París -donde le esperarían sus recuerdos juntos- antes de saber que Antonio, y también su madre, han muerto en Collioure. Cuando llega al pueblo francés, ya foco del exilio, pasa dos días sin salir del cementerio, con ese mar de fondo que es animal de fondo también juanramoniano, en diálogo silente con su tumba. Manuel sale de allí apoyado en el bastón de Antonio: se lo entrega José. No es sólo la tragedia de estos dos hermanos, sino la del amor de un país.

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