Una de las facetas más excepcionales de la creatividad artística ha sido sin ninguna duda la definición del retrato, esto es, la plasmación física y psíquica de la concepción humana.
Ser consciente de la identidad individualizada de la persona, concebir su existencia diferencial, sus propios matices, que lo hacen único en el ámbito de la creación y ser capaz de plasmarlo en un soporte material llevaría al ser humano a escribir una de las páginas más excepcionales de la propia existencia humana. Ser concebido como creador de tu propia esencia como humano, llevaría a convertirlo en un verdadero demiurgo, quien, a modo de modelador de arcillas, un conjunto de trazos llevaría a la vida a un individuo ya existente. De esta manera trazaría al ya creado, al misterio de la propia vida, suplantando a la propia deidad, en un proceso de interpretación que conllevaría un nuevo acto creador, en la que el artista se situaría en el plano divino. El artista analiza y descubre en el retrato los propios misterios de la vida, los recónditos olvidados de la esencia humana, los caminos desconocidos del interior de aquel de quien retrata su propia alma.
No hay retrato sin alma, ni materia sin espíritu, al concebirse en sí mismo el soplo de la vida. Y es que en todo retrato el marco físico del retratado envuelve a su interior, a su propia alma, que vas más allá de una simple lectura de sus trazos materiales. De esta manera, el artista descubre en sí mismo no sólo los rasgos físicos del retratado, sino su propia alma, el soplo creado por los dioses. La fascinación del rostro por los artistas revolucionaría toda la esencia creadora del propio arte.
La mitología clásica nos enseña la génesis del retrato, no solamente como plasmación física de sus rasgos, sino como respuesta a las cuestiones del propio origen de la creación. El retrato conlleva recuerdos, tiempos pasados, momentos que quedaron atrás en la penumbra del atardecer de la vida, que estimula la visión de lo vivido a través de una representación que lo lleva a convertirlo en constante, en su propia vida. Quizá el amor llevaría al primer retratista de la historia conocido a realizar el primer esbozo del retrato.
De muchos es conocido el relato de Plinio, el viejo en su Historia Natural, quien mejor nos dejó relatado este momento, al narrar el origen de la pintura. La obra, publicada hacia el año 77 d.C., se convertiría en un verdadero compendio enciclopédico del conocimiento, dejando constancia en su libro III del origen del retrato. La protagonista sería una mujer, Kora, una joven enamorada de un joven campesino que se marchaba a la guerra. En la noche de su despedida, su silueta quedaría reflejada en la fachada de una casa encalada, en el momento en que el Sol se estaba poniendo, dejando proyectada en el muro los rasgos de su silueta. Kora manchó los dedos con arcilla, dejando plasmado su retrato, aplicando a su propio padre, un alfarero de Corinto, una capa de arcilla, y al modelarlo surgiría el primer rostro. Releamos este momento de creatividad: (…] el alfarero Butades de Sición fue el primero que modeló retratos de arcilla, en Corinto, a causa de una hija suya que estaba enamorada de un joven; cuando éste se marchó al extranjero, ella trazó una línea alrededor de la sombra de su rostro proyectada en una pared por la luz de una lucerna y a partir de esa línea, su padre la modeló en arcilla y la puso al fuego para que se endureciera junto con el resto de su cerámica (Plin. HN XXXV, XII, 151). El recuerdo del joven, la esencia de la nostalgia del amado, llevaría a concebir su recuerdo. El retrato sería conservado en el Ninfeo de Corintio, hasta que los romanos arrasaron la ciudad y quedó destruido.
En el propio mito de Narciso, el hombre descubre su propio rostro, la vanidad de su propia alma, que lo lleva a su propio suicidio. Las aguas cristalinas de un río muestran las facciones de aquel joven enamorado de sí mismo, su propio sentido de la vida que queda atado por sus propias pasiones y lo llevan al suicidio. Caravaggio dejaría inmortalizado al propio Narciso, reflejando un doble retrato de un mismo ser, el que se observa en las aguas cristalinas, y el que aparece reflejado. Dos caras de un mismo rostro, dos planos de un mismo ser, que se estremece cuando se contemplan a sí mismo. La imagen reflejada conlleva su propia alma, lo que conlleva la propia autorreflexión de su propio ser.
El autorretrato se convierte en un ejercicio de autorreflexión, de concepción de nuestras propias vivencias, que conlleva la muestra de las propias miserias y grandezas del ser. La contemplación de un rostro en el propio espejo se convierte en una experiencia viva, en un proceso mental más allá de los límites físicos, como el que llevó a Dorian Gray a su propia contemplación al final de su vida. La lectura escabrosa del retrato del alma en su excepcional novela, lo llevaría a retratar la mirada más escabrosa del interior de ser humano.
El espejo le descubre aquel joven que soñaba con la inmortalidad, aquel mundo correoso que quedaba oculto en lo más profundo de su ser. Sin duda alguna una de las miradas del interior más excepcionales de la historia de la literatura universal, en la que plasma la identidad doble del retratado y su propio retrato. Las últimas líneas del texto dejan constancia de ello: “En el interior encontraron, colgado de la pared, un espléndido retrato de su señor tal como lo habían visto por última vez, en todo el esplendor de su juventud y singular belleza. En el suelo, vestido de etiqueta, y con un cuchillo clavado en el corazón, hallaron el cadáver de un hombre mayor, muy consumido, lleno de arrugas y con un rostro repugnante. Sólo lo reconocieron cuando examinaron las sortijas que llevaba en los dedos”. Quizás en ella se puede reflejar las palabras de Friedrich Nietzsche en Así habló Zaratustra: “¡Qué me importa mi sombra! ¡Qué corra tras de mí! Huyo y escapo de ella. Pero cuando he mirado en el espejo he dado un grito y mi corazón se ha alterado: pues no soy yo el que he visto, sino el rostro gesticulante del demonio…”
El autorretrato se convierte en la proyección más personal del artista, en la que conjuga el propio misterio de su propia vida, sus miserias y sus valores, sus experiencias y sus desdenes, su propio interior, actuando como su propio confesor, en la que un solo telón, enmarcado en un lienzo o en una escultura, se ve concebido en sí mismo, sin rechazar ni un ápice su propia personalidad. La construcción de su propia imagen es al mismo tiempo un ejercicio de autoestimulación, un reflejo de su propio ser, careciendo de todo añadido extraño que desvirtúe su propia esencia.
El artista se ve ensimismado al posar para sí mismo, en lo que deja constancia del propio relato de la vida, de aquellos episodios en que ha quedado enmarcada su propia existencia. Los sentimientos como espejo del alma afloran en el proceso de elaboración, un instante creador que arrebata al demiurgo, dejando constancia de su verdadero yo. Es la construcción del propio autoconsciente lo que estimularía al artista del siglo XX a la hora de elaborar su propia imagen, dejando atrás la prestancia social de los primeros autores del Renacimiento o del Barroco que intentaron incluirse en las grandes escenas narrativas, colocándose al mismo nivel que Papa o reyes. La mirada quizás sea el punto vital de la autoconstrucción de una imagen, subrayando en sí misma la concepción intimista del retratado.
Quizá podamos afirmar que uno de los pintores que más se representó a sí mismo en el arte contemporáneo fue Pablo Picasso, quien revolucionaría el género del retrato. Al igual que ocurría con otros genios del arte español, como El Greco y Velázquez, Picasso mostraría a lo largo de su vida su propia fisonomía física, en la que quedaría marcada la evolución que había ido adquiriendo su propia personalidad. Velázquez ya lo habría realizado en los múltiples retratos que realizó al monarca español Felipe IV, y en sus propios autorretratos, en la que en una línea evolutiva se iría mostrando la identidad de ambos personajes, el rey y pintor, quedando reflejados las grandezas y las miserias, el esplendor y la decadencia, que en definitiva oculta la vida.
Rembrandt por su parte iría cuajando el verdadero modelo emocional del autorretrato barroco, siendo imitado por los grandes retratistas del Barroco.
En los autorretratos de Picasso subyace la tradición, perfilada en la definición de sus propios rasgos físicos, la concreción de las distintas edades que va experimentando el propio retratado, al igual que va emergiendo la concreción de su propia personalidad, reflejo de esa búsqueda constante de su interior, que conlleva a reinterpretarse continuamente. Se retrataría en todas las edades de su vida, dejando una de sus páginas más excepcionales en los autorretratos de juventud. Desde muy joven, Picasso ya iría perfilando su genialidad creadora en el ámbito del autorretrato, como el conservado en el Museo Picasso de Barcelona, fechado en 1896, conocido con el nombre de Autorretrato mal peinado (Fig.1), en la que ya refleja la constancia de la mirada como enigma del retratado, o los bocetos de Pompeu Gener y Oriol Martí, fechados entre los años 1899 y 1900, en la que el propio artista se muestra como aquel excepcional aprendiz que había comenzado una brillante carrera artística.
De la misma fecha, hacia 1900, realizaría a carboncillo sobre papel, una excepcional muestra de su propia imagen representada a medio busto, recurriendo a la construcción mental de su propio yo a través de la fuerte expresividad de la mirada. Con un gesto clasista, realizaría en 1900 el Autorretrato con peluca, conservado en el Museo Picasso de Barcelona. En 1901 daría un paso vital en el firmado como Autorretrato: Yo Picasso, perteneciente al Moma de Nueva York, mostrando un rostro construido a base de pinceladas sueltas, formando surcos de líneas de las que emerge un artista enérgico y vital, mostrando ya los preámbulos del inicio de la juventud plena.
La obra sería realizada un año después que el pintor Ramón Casas le retratara de cuerpo entero, tocado con sombrero, a modo de caballero bohemio, con diecinueve años, con la ciudad de París al fondo, en el año en que se estaba celebrando la Exposición Universal, y que ambos artistas visitarían. El rostro pausado, de sonrisa incisiva definiría la convicción personal de un artista que se estaba haciendo asimismo en la capital del arte de las vanguardias artísticas.
El sentimiento de la muerte de un ser querido marcaría en Picasso una nueva exploración de su propio interior, una nueva experiencia que llevaría a revolucionar la propia concepción de su autorretrato. Un rostro demacrado protagoniza el autorretrato de 1901, que no deja indiferente al que lo contempla en el Museo Picasso de París. El suicidio de su amigo el pintor Carles Casagemas se contemplan en el estímulo compositivo de esta excepcional composición. Ambos pintores se conocieron en la taberna conocida con el nombre de Els Quatre Gats (Los cuatro gatos), cuando solo contaban con dieciocho años de edad, en 1899. Con ese entusiasmo que concede la juventud, lleno de estímulos, viajaron a la ciudad de París en 1900 en los años que se estaba celebrando la Exposición Universal, en la que Picasso expondría una obra titulada Últimos momentos. A su llegada a la ciudad del Sena, se instalaron en un piso que le dejó Isidre Nonell, otro de los grandes representantes de la pintura modernista de principio del siglo. Fue precisamente en este momento cuando Casagemas conocería a Germaine Gargallo, modista y bailarina en algunos cabarets en París, de la que se enamoraría perdidamente, comenzando con ello un auténtico romance de desamor, al verse rechazado en varias ocasiones, y terminaría dándose un balazo en la sien, después de haber intentado matar a su frustrada amante, en L’Hippodrome Café, 128 Boulevard de Clichy, en París, con solo veinte años de edad.
Picasso quedaría afectado en su propio interior, lo que lo llevaría a enfrentarse con el retrato de la muerte, de la contemplación del cadáver como mera expresión del final de la vida. Para ello tuvo que reconstruir la semblanza de la muerte a través de los testimonios que había obtenido, ya que cuando ocurrió el trágico suceso, Picasso se encontraba en Madrid, por lo que no pudo asistir a las exequias fúnebres. Sería en mayo de este mismo año, dos meses después del suicidio de su amigo, cuando regresa a París, para preparar su primera exposición en la galería de Ambroise Vollard, instalándose en el estudio de Pallarés, en el 130 del Boulevard de Clichy, donde Casagemas había pasado su última noche. El 24 de junio de 1901 en la Galería Vollard, a casi cuatro meses del suicidio de Casagemas, Picasso inaugura su primera exposición, que será todo un éxito.
La mayor parte de sus biógrafos coinciden en que el impacto del suceso sería determinante en la configuración de uno de sus periodos artísticos más excepcionales de su carrera, el periodo azul. Cassagemas sería representado post mortem en varias ocasiones por el propio Picasso, como el conservado en el Musée National Picasso de Paris, realizado en 1901, en el que se mostraría la cabeza del difunto, iluminada por una vela, intensificando el patetismo de la escena. Poco tiempo después, pintaría una segunda versión, hoy conservada en una colección particular, borrando el hoyo que había provocado la bala en la sien, pintado en su primera versión, convirtiéndose en un verdadero enigma simbólico. Una tercera composición estaría dedicada al propio entierro de su amigo, titulada Evocación, conservada en el Museé d´art Moderne de la Ville de Paris, en la que el pintor fallecido aparecería depositado en un mausoleo, siendo llorado por mujeres vestidas de negro, imbuido de un cierto aire espiritual.
El propio autorretrato de Picasso (1907) quedaría plasmado a modo de silueta dos tercios de su cuerpo, colocándose en la esquina, para dejar un fondo monocolor, de tonalidades oscuras que resalta la atmósfera agonizante que respira la obra. La impronta de los autorretratos de Van Gogh no deja ninguna duda, concebida en la mirada fugaz retraído de tristeza que conlleva en si misma la ausencia de vida, carente de cualquier sonido de color y belleza.
Queda patente el sentido de nostalgia en los ojos inexpresivos, vacíos, carente de toda concepción a la vida. La metonimia del sufrimiento entendido como expresión íntima de dolor, sin mostrar ningún tipo de abigarramiento expresionista, ahonda en la concepción vital de la lectura intimista del autorretrato. Se concibe de esta manera el autorretrato como una elegía por la muerte de un amigo, su interiorización, en la que el sujeto protagonista aparente del lienzo es el artista, cuando en realidad es la persona muerta, cuyo semblante desgarrado testimonia la existencia perdida. Se había dado un paso excepcional en el tratamiento del psicoanálisis de la muerte, en la que el ausente deja de ser el protagonista, para concebir su tormento en el individuo que queda solo en la vida, ante su ausencia eterna. El autorretrato ante la muerte había sido un tema común a finales del siglo XIX, entre los pintores simbolistas, especialmente en el cuadro el Autorretrato con la muerte tocando el violín de Böcklin, realizado en 1872, conservada en la colección Alte Nationalgalerie de Berlín, que conectaba la tradición de las danzas de la muerte, propia de la pintura nórdica, de la que el pintor conocería perfectamente. El pintor ante la muerte, simbolizada en un esqueleto, en la que se encierra en sí mismo el discurso de la vida, que volvería a reutilizar el pintor Hans Thoma en su obra Autorretrato con el amor y la muerte (1875, Karlsruhe, Staatlichen Kunsthalle), precisamente los dos temas más recurrentes de la creatividad humana. La concepción del pintor ante la muerte también sería recurrida por los expresionistas, como aparece en la célebre composición Autorretrato en el infierno, realizado por Edward Munch en 1903, dos años antes de la aludida composición del artista malagueño.
Picasso recurriría a esa concepción de la muerte, pero no con la sorpresa del retrato simbolista, sino como resignación ante la muerte, no su propia muerte, sino la de su amigo, que se ve reflejada en su subconsciente. Unos años más tarde, Federico García Lorca escribiría hacia 1935 la elegía más excepcional por la pérdida de un amigo en la literatura española de principios del siglo XX, el llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejía, en la que una parte del alma del poeta muere con la desaparición de su amigo, un verdadero autorretrato de la muerte de un ser querido: “No te conoce nadie. No. Pero yo te canto. Yo canto para luego tu perfil y tu gracia”.
BIBLIOGRAFIA
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Bonafpux, Pascal Picasso: The self-Portraits.
Godoy, Iván Suicidio en azul con negramancha. breve historia de un balazo en la pintura, de Pablo Abor Ciencia, Pensamiento y Cultura. Vol. 189-764, nov.-dic.2013.
Massanés, Cristina. Germaine Gargallo. Cuerpo, pintura y error. Girona: Libros del siglo, 2014.
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