¿Qué es lo que mueve a un millón y medio de jóvenes a acudir a una Jornada Mundial de la Juventud (JMJ)? Y sobre todo, ¿qué deja y qué sentido tiene un esfuerzo de convocatoria y logístico de tal naturaleza? Son preguntas que muchos se siguen haciendo sobre un acontecimiento que se ha repetido cada dos o tres años, en países y continentes diferentes, desde que san Juan Pablo II las instituyera hace treinta ocho años. Mas allá de los posibles y necesarios análisis hay respuestas que solo saben dar quienes se atrevieron a vivir alguna, como joven protagonista o como testigo capaz de realizar una inmersión al corazón del misterio de la fe vivido en plenitud de fraternidad, alegría y paz entre jóvenes de todo el mundo.
La bella ciudad de Lisboa acogió la JMJ celebrada del 1 al 6 de agosto último, donde convergieron jóvenes de ciento cincuenta y un países del mundo, algunos actualmente sumidos en conflictos raciales, bélicos, políticos o económicos, como Ucrania, Rusia, Irán, Haití, Cuba, Burkina Faso o Yemen. Otros, en los que la presencia de cristianos es minoritaria o son perseguidos, como Nigeria, China o Nicaragua. Representaciones que indican el amplio y largo trabajo de relaciones, gestión y esfuerzos diplomáticos y económicos de la Santa Sede y del país organizador como apuesta por despertar entre los jóvenes, hacedores de futuro, pioneros de fraternidad y de paz. Parábola de un cristianismo que, junto a las grandes religiones monoteístas, pueda ser puente de diálogo y unidad como propone el papa Francisco en la encíclica Fratelli Tutti.
Fue la decimosexta JMJ en su versión de gran convocatoria de jóvenes de todo el mundo, la primera después de la pandemia de la Covid-19, la anterior había sido en Panamá en 2019, y la cuarta presidida por el actual pontífice.
Durante seis días el centro de la catolicidad se trasladó a Lisboa, ciudad abierta al océano atlántico “que llama a abrazar con ternura el mundo habitado”, como la definió el papa Francisco en su primer discurso ante el presidente de la República, Marcelo Rebelo de Sousa y las autoridades civiles presentes. “Ciudad de encuentro que abraza diferentes pueblos y culturas, y que en estos días se vuelve todavía más universal; se transforma, de alguna manera, en la capital del mundo, la capital del futuro, porque los jóvenes son el futuro”, expresó el pontífice. “Ciudad abierta al océano, que nos recuerda la importancia del conjunto, el valor de las fronteras como zonas de contacto, no como barreras que separan”, subrayó, al tiempo que lamentó que “en el océano de la historia, estamos navegando en circunstancias críticas y tempestuosas, y percibimos la falta de rumbos valientes hacia la paz”.
Cada JMJ tiene su originalidad e idiosincracia dentro de un esquema similar que se ha ido modificando con el paso del tiempo sin perder las notas esenciales propuestas en su creación: “Todos los jóvenes deben sentirse acompañados por la Iglesia: es por ello que toda la Iglesia, en unión con el Sucesor de Pedro, se siente más comprometida, a nivel mundial, a favor de la juventud, de sus preocupaciones y peticiones, de su apertura y esperanzas, para corresponder a sus aspiraciones, comunicando la certeza que es Cristo, la Verdad que es Cristo, el Amor que es Cristo…”. (JP II, 1985) La recientemente vivida en Lisboa se caracterizó por la pluralidad étnica y cultural gracias a la gran representación de países, entre ellos los españoles fueron la delegación más numerosa; junto con la alegría desbordante de los jóvenes que debieron superar incomodidades y dificultades logísticas para participar en una gran cantidad de propuestas, y por la magia del encuentro entre la multitud de jóvenes y un anciano pastor, que supo generar una conexión espiritual con ellos y señalar un horizonte existencial y comunitario de profunda raíz evangélica. También se distinguió por el espíritu de cuidado de “la casa común” que la organización puso, tanto en el uso de los materiales, como en las fuentes de agua distribuidas por la ciudad y los lugares de los eventos, y en los 17.980 árboles plantados en las semanas previas.
Además de los actos centrales y las llamadas rise up (levántate) catequesis impartidas por obispos de todo el mundo propuestas como un diálogo con y entre los jóvenes, se ofrecieron más de 600 eventos musicales, diálogos políticos o sociales, exposiciones o conferencias sobre diversos temas, en el marco de un Festival de la Juventud, en 90 lugares diferentes y con 2.500 artistas implicados. Muchos templos se convirtieron en espacios de oración y celebración. Las visitas programadas a la ciudad y a museos, completaban la oferta.
Frente a la Torre de Belén se construyó la Ciudad de la alegría, un recorrido a través de calles con los nombres de las ciudades donde se había celebrado una JMJ, desde Buenos Aires a Lisboa, con stands donde los jóvenes podían conocer las diversas experiencias de vida, de vocación y de alegría cristiana. Contiguo, se instalaron 150 confesionarios en lo que llamaron el Parque del Perdón, donde más de 2.500 sacerdotes destinaron varias horas a escuchar a los miles de peregrinos que acudieron. El Papa confesó a tres jóvenes en la mañana del día 4 de agosto. Uno de ellos, el español Francisco Valverde, dijo agradecido por la actitud de cercanía De Francisco: “He vuelto a nacer. Poner mi vida delante de quien es el representante de Cristo en la tierra, recibir su perdón, consejo y bendición es morir y volver a nacer”.
Fuera de las fronteras portuguesas, la JMJ de Lisboa fue un acontecimiento planetario gracias al impacto mediático y digital producido por más de cinco mil periodistas y trabajadores de los medios de comunicación, y por miles de influencers que mostraron al mundo la alegría, los testimonios y el sano alboroto de un mar de jóvenes que se reconocían en una misma fe, a pesar de las incomodidades, las largas caminatas o el calor.
Cabe una reflexión ante esta aparente oferta de consumo religioso organizada con la noble intención de acercar a las nuevas generaciones la variedad de expresiones que es la Iglesia, pero requiere un acompañamiento cercano para ayudar a cada persona a discernir y a elegir, para poder vivir procesos de madurez humana y espiritual. Los jóvenes de hoy son buscadores de experiencias emocionales, por eso necesitan aprender a pensar y sentir en la serenidad de lo cotidiano.
Sean maestros en humanidad
Francisco se hizo peregrino junto con el millón y medio de jóvenes a los que exhortó a no tener miedo, a salir de lo conocido, hacia un horizonte de sentido, como el peregrino que refleja “la condición humana, porque cada uno está llamado a confrontarse con grandes preguntas que no tienen una respuesta simplista o inmediata, sino que invitan a emprender un viaje, a superarse a sí mismos, a ir más allá”. Los mensajes del Papa a los jóvenes fueron potentes, claros, inspiradores. En muchos momentos improvisó estableciendo casi una conversación con la multitud. Volver a cada uno, también a los pronunciados a los diversos grupos portugueses, ayuda a posar la experiencia, a ir desgranando en el día a día las llamadas personales y comunitarias.
Con los universitarios portugueses compartió un sueño, citando al escritor José de Almada Negreiros, que escribió, “soñé con un país donde todos llegaban a maestros” (A Invenção do Dia Claro) el Papa les dijo, “también este anciano que les habla sueña que vuestra generación sea una generación de maestros: maestros en humanidad, maestros en compasión, maestros en nuevas oportunidades para el planeta y sus habitantes, maestros de esperanza”.
También los invitó, “a estar insatisfechos”, citando a Pessoa.”No debemos tener miedo de sentirnos inquietos, de pensar que lo que hemos hecho no basta. Estar insatisfechos – en este sentido y en su justa medida -, es un buen antídoto contra la presunción de autosuficiencia y contra el narcisismo. El carácter incompleto define nuestra condición de buscadores y peregrinos, como dice Jesús, “estamos en el mundo, pero no somos del mundo” (cf. Jn 17,16). Estamos caminando “hacia”. Somos llamados a algo más, a un despegue sin el cual no hay vuelo. Y así crece también la búsqueda espiritual”. Y les pidió que desconfíen “de las fórmulas prefabricadas, de las respuestas que parecen estar al alcance de la mano, sacadas de la manga como cartas de juego trucadas; desconfiemos de esas propuestas que parece que lo dan todo sin pedir nada”.
En Fátima, en la capilla de las apariciones, reparó en la “hermosa imagen de la Iglesia: acogedora y sin puertas, un santuario al aire libre, en el corazón de esta plaza que evoca un gran abrazo materno”. Y repitió su deseo de que “sea siempre así en la Iglesia, que es madre: puertas abiertas para todos, para facilitar el encuentro con Dios; y lugar para todos”. “Después el Señor nos ayudará, pero en la Iglesia hay lugar para todos”, reiteró. Y en referencia a María, la madre de Jesús, que partió con prisa al servicio de su prima Isabel, propuso la advocación de Nuestra Señora Apurada, presta a servir.
Ante el presidente de la República y autoridades civiles, se inspiró en la metáfora del océano para hablar de la vida: “El océano, inmensa extensión de agua, recuerda los orígenes de la vida. En el mundo desarrollado de hoy, paradójicamente, se ha convertido en una prioridad la defensa de la vida humana, puesta en peligro por las derivas utilitaristas que la usan y la desechan: la cultura del descarte de la vida”. Con clara referencia a la ley de la eutanasia, recientemente aprobada en Portugal, expresó, “pienso en tantos niños no nacidos y ancianos abandonados a su suerte; en la dificultad por acoger, proteger, promover e integrar a los que vienen de lejos y llaman a las puertas; en la soledad de muchas familias que luchan por traer al mundo y criar a sus hijos”.
Pidió a la Iglesia en Portugal, lastrada por al menos 4.800 víctimas de abusos cometidos a menores, “una purificación humilde y constante”, alentó a no desilusionarse y a evitar la tentación de “jubilarse de la vida de celo apostólico”. “Así es la vida, dijo, caer y recomenzar”. En privado se reunión con trece víctimas, en un encuentro en el que les pidió perdón en nombre de la Institución. “Recuperar la ilusión, pero en una segunda edición de la ilusión, la ilusión ya madura, la ilusión que viene de fracaso o aburrimiento. No es fácil recuperar la ilusión adulta. Es necesario hacerlo para pasar del derrotismo a la fe”.
Citando a san Juan XXIII, dijo que la Iglesia “no es un museo de arqueología, – algunos la piensan así, pero no es -, es la antigua fuente del pueblo que suministra el agua a las generaciones actuales” (Homilía después de la Misa eslavo bizantina, 13 noviembre 1960) igual que a las futuras. La fuente sirve para apagar la sed de las personas que llegan, con el peso del viaje o de la vida.
Fragilidades de una generación en un mundo en transición
La experiencia de una JMJ es intransferible y suele dejar huella porque tiene lugar en la etapa de la vida que es apertura, proyecto, aspiraciones, años de interrogantes y definiciones. Puede parecer un espectacular evento multitudinario o una muestra de triunfalismo de la Iglesia católica en tiempos de baja participación en muchos contextos. Sin embargo, encierra una fuerza de misterio capaz de conectar con la imagen evangélica de la multitud que acudía a los alrededores del lago de Galilea para ver a Jesús. Iban de Galilea, que es la región al norte, de Judea y Jerusalén, de Idumea, del otro lado del Jordán y de las regiones de Tiro y Sidón (Mc 3:7-8) Como aquellas gentes que llegaban de los cuatro puntos cardinales, de diferentes regiones e idiosincrasias, cientos de miles de jóvenes peregrinos se dieron cita en Lisboa desde los más diversos rincones del mundo, con historias de vida únicas, motivaciones, expectativas y búsquedas, deseosos de vivir un encuentro solo intuido por la fe, porque para el cristianismo, “Dios no es una proposición verdadera, sino alguien encarnado en Jesús, que es Caridad”, en palabras del filosofo Gianni Vattimo, recientemente fallecido.
Francisco, conocedor del espíritu humano y acostumbrado a discernir los signos de los tiempos, supo llegar al corazón de una generación necesitada de sentido. En su primera toma de contacto, durante el encuentro de acogida en el Parque Eduardo VII, recordó que, “al principio de la trama de la vida, antes de los talentos que tenemos, antes de las sombras de las heridas que llevamos dentro, hemos sido llamados. Hemos sido llamados como somos, sin maquillaje, ¿por qué? Porque somos amados. Hemos sido llamados porque somos amados”. “No estamos aquí por casualidad, en el bautismo fuimos llamados por nuestro nombre, es como “el título de tu vida, el sentido de lo que sos”. Fue un momento asombroso de reciprocidad y comunión que se expresaba en rostros emocionados o en las réplicas en redes sociales o por canales de chat: “Somos llamados porque somos amados”, núcleo vital de la existencia humana, sentirnos amados y amar, con la certeza de ser sostenidos por un Amor mayor.
Los jóvenes que estuvieron en Lisboa representan a las generaciones que crecen en un mundo en profunda transformación difícil de predecir, pero en el que ciertamente se vislumbran notables diferencias sobre el que conocemos por el impacto cultural y social de nuevos factores, entre ellos, los avances científicos o el desarrollo de la inteligencia artificial, sin conciencia ética. Un mundo en el que conviven, cada vez con más fuerza, paradigmas antropológicos alejados de la idea cristiana del ser humano; con amenazas y desafíos naturales como la contaminación y el calentamiento del planeta, con desigualdad y exclusión social, guerras, enormes flujos migratorios, polarización social y política en muchas sociedades, donde las democracias se debilitan; con leyes que atentan contra la vida humana.
Son las generaciones a los que la pandemia los aisló de su mundo relacional, afectó procesos educativos e hizo cercana la experiencia de fragilidad y vulnerabilidad. Generaciones cuyo futuro se presenta incierto. No siempre encuentran sentido y horizonte vital, han conocido la depresión e incluso el suicidio de algunos de sus amigos. Jóvenes, a la vez, auténticos, alegres, receptivos, abiertos a la diversidad, tolerantes y espirituales, que viven en sociedades cada vez más secularizadas y fragmentadas. Jóvenes diversos, con identidades y pertenencias a colectivos muy diferentes, que no esconden sus preferencias sociales, culturales o sexuales, sus frustraciones, inestabilidad o cambios, acostumbrados a no permanecer.
También hay entre ellos grupos con tendencias religiosas y políticas radicalizadas y tradicionalistas, nostálgicos de épocas que no vivieron pero que, en su imaginario, probablemente les aportan seguridad e identidad. Jóvenes que viven dos mundos, el real y el virtual, que lejos de abrir sus mentes, sus gustos, modas y contenidos, son condicionados por algoritmos. Jóvenes sin oportunidades, descartados muy pronto de las sociedades y por ello, fáciles presas de mafias o fabuladores de éxitos. Generaciones menos rebeldes y contestatarias que las de otras épocas, capaces de soñar y emprender empresas insospechadas. Jóvenes cuya fe es vivida en una Iglesia católica en la que conviven corrientes eclesiológicas y teológicas, algunas antagónicas y que cuestionan con críticas desmedidas al Papa y su magisterio. Una Iglesia que está alumbrando, no sin dificultad, un camino de mayor participación, comunión y misión, que ansía el protagonismo de los jóvenes, pero le cuesta encontrar nuevos modelos de acogida y proyección para ellos.
La JMJ de Lisboa ha sido, para muchos, la oportunidad de descubrir la inmensa riqueza de la Iglesia universal encarnada en culturas y pueblos, con carismas y con una dinámica creatividad del Espíritu desplegada en obras y proyectos, así como la posibilidad de tocar y comprender las dificultades, los problemas y las esperanzas de tantos con los que han compartido. Una Iglesia abierta y sin prejuicios, llamada a no excluir, en la que muchos jóvenes pudieron comprobar que el timón de Iglesia es conducido por un Papa de 86 vitales años, cuyo mensaje los conduce a Jesús y a ser protagonistas de sus vidas y de la historia: “Único es el latido de Dios por ti”, les dijo de diferentes maneras, conocedor de la realidad de sus interlocutores. Algunos jóvenes reconocieron dolidos que su mirada sobre Francisco había sido condicionada por quienes se creen poseedores de la verdad e intérpretes clarividentes de las enseñanzas de la Iglesia y de la tradición.
Ante esta generación Francisco enfatizó que en la Iglesia “hay lugar para todos”. “Todos, todos, todos”, repitió, como si intuyera las veces en las que algunos, entre esa inmensa multitud, se habían sentido excluidos o rechazados o juzgados por ser quienes eran. Palabras éstas escudriñadas como tantas veces ocurre con el magisterio del Papa argentino, criticadas por unos que vaticinan riesgo de relativismo y de que “todo vale” y aplaudidas por otros que esperan un cambio radical en determinadas normas. Ni lo uno, ni lo otro, el kerigma es para todo ser humano que al encontrarse con Cristo su vida se orienta hacia al evangelio. Es un mensaje consecuente con un pontificado que se inició bajo el signo de la misericordia.
El impresionante Vía Crucis representado en la colina del encuentro, el cuarto día, fue uno de los momentos más bellos de la JMJ. En él se pudo apreciar la sensibilidad de una generación representada por 20 jóvenes de los cinco continentes, que fueron consultados para definir las catorce fragilidades de sus existencias y plasmarlas en una puesta en escena audaz e innovadora, interpretada por el Ensemble23.
Una enorme cruz era traslada de estación en estación en un recorrido vertical que pretendía interpretar, a través de una coreografía plástica y de la música, las fragilidades de los jóvenes: pobreza, violencia, soledad, falta de compromiso, intolerancia, individualismo, salud mental, destrucción de la creación, dependencias, incoherencias, crisis humanitarias, productivismo, desinformación – infoxicación, miedo al futuro. En aquel escenario vertical constituido en Gólgota, el Papa recordó que “la paradoja de nuestra fe es esta: la belleza del Crucificado. La belleza de un amor que se me entrega totalmente”.
Toda JMJ es un camino ascendente hacia los actos centrales. Una extensa zona a orillas del Río Tajo fue la elegida para la Vigilia de la noche del sábado y la eucaristía del domingo. Allí convergieron los casi un millón y medio de jóvenes, según cifras oficiales, superando ampliamente la capacidad organizativa prevista por los anfitriones. Muchos apenas pudieron participar debido a la distancia y a las características del espacio, atravesado por un puente, que quitaba visibilidad e incluso impedía que el sonido llegara con suficiente volumen, sin embargo permanecieron casi veinticuatro horas al descampado en un fin de semana tórrido. Aún en esas condiciones un conmovedor silencio envolvió la oración de la multitud ante el Santísimo. Minutos antes, Francisco había alentado a reconocer que “la alegría es misionera, no es para uno, es para llevar algo a los demás”, e invitado a mirar hacia atrás, “tenemos personas que fueron un rayo de luz para la vida: padres, abuelos, amigos sacerdotes, religiosos, catequistas, animadores, maestros. Ellos son como las raíces de nuestra alegría”, palabras que merecieron con largo aplauso.
En la misa de clausura el Papa hizo una llamada al servicio hacia los demás, sobre todo “a los que están caídos”, a los vulnerables, y exhortó a no tener miedo de arriesgar la vida y de soñar en grande. “No tengan miedo”, repitió varias veces con fuerza en el Monte do Gracia, “No tengan miedo, queridos jóvenes, porque son como la lluvia de una tierra reseca por mil males, son un baño de luz de presente y de futuro en los muchos rincones oscuros de nuestro tiempo”, les dijo como quien entrega un testigo.
Como cuando se apagan las luces de una fiesta surge la pregunta, ¿qué queda de la JMJ de Lisboa´23? No hay una sola respuesta, si no tantas como los millones de personas que participaron y que no han regresado a sus lugares iguales, porque algo resplandece en ellos. Queda la necesidad de hacer posar las llamadas personales y eclesiales, queda acompañar procesos y aventurar caminos nuevos. Queda contemplar en los rostros alegres y luminosos el futuro. Queda un mensaje para la vida, que en el último acto con voluntarios, un joven supo expresar ante el Papa: “Nos pediste a los jóvenes en esta JMJ, no olvidar que tenemos un nombre por el que Dios nos llama, saber que con ese nombre queremos cambiar el mundo sin miedos y que para cambiar el mundo tenemos que tener raíces, porque para Dios y para el Papa, cuentan todos, todos, todos”.
Comments