ARTE

PADRE NUESTRO QUE ESTÁS EN EL CIELO

Quizás el hecho más revolucionario y de mayor impacto en el transitar del ser humano por este planeta, haya sido pasar de gatear sobre manos y pies o rodillas a ser un animal erguido. No se sabe bien si esto ocurrió porque ya no había tantos árboles donde trepar y protegerse, si sucedió porque así alcanzarían mayor velocidad al correr y/o porque así veían mejor, lo cual les permitió otear el horizonte de manera más óptima y ver así, a mayor distancia a los depredadores.

Esto sucedía hace unos 3,7 millones de años, año más año menos. Al ponerse de pie el ser humano experimentó una revolución absoluta en su devenir, pues al estar erguido sus manos quedaron libres. Manos para transportar objetos, manos para usar herramientas y utensilios, manos para transportar alimentos, agua y criaturas, manos para recolectar bayas, semillas y recoger alimentos desde los arbustos, manos para hacer, manos para crear y manos para expresar. Todo ello, más una mejoría en la termorregulación, ya que al estar erguidos hay una menor superficie expuesta al sol, y hay una mejor evaporación. En fin, que comenzar a ser erguidos fue todo beneficios.

La necesidad de comprender el mundo, hacer preguntas y buscar respuestas llevó prontamente al ser humano con manos libres a plasmar su vida, sus deseos, sus miedos, su cotidianeidad sobre la materia. Aquí lo extraordinario es que aquello que crearon esos lejanos parientes ha sido denominado Arte Rupestre, es decir, se reconoce en aquellos petroglifos, pictogramas y demás, una calidad y un sentido artístico. Los pintores rupestres lograron vencer la materia y desde allí dejar una huella de valía. Esto da cuenta que la creación artística fue una de las primeras actividades humanas.

El hombre toma conciencia de que es un ser finito, y desde aquella certeza busca dejar huella de su tránsito por la vida. Lo maravilloso es que las huellas de esos hombres quedaron registradas como arte. Aquel arte nos pertenece como humanidad, es nuestra herencia. Cabe preguntarse qué tipo de huella dejaremos los hombres de hoy. Mejor no pensar que solo dejaremos la huella del plástico y la basura.

Cuando el hombre se puso en pie comenzó a observar hacia lo alto, desde un comienzo asignó simbologías y conceptos diferenciados a lo que está arriba, sobre él, el cielo, y lo que está bajo él, la tierra. En el cielo está lo inasible, lo inalcanzable, por tanto allí se depositan los sueños, los anhelos, la libertad, lo mágico e incomprensible y la vida espiritual.

La religión católica aumentó y selló esta idea del cielo puesto que el trono de Dios, de la Virgen, de los ángeles, la morada de los muertos que han sido buenos, todo ello, se sitúa arriba.

Cuando requerimos de ayuda, aunque sea un agnóstico o un ateo, mirará hacia lo alto o sea clamará al cielo, desde la altitud ha de venir la salvación. Por tanto, arriba está lo que no conocemos pero a lo que aspiramos y aquello a lo que le adjudicamos un valor eterno, espiritual, literalmente dicho, arriba está la vida celestial, que asumimos como una vida más pura, más benevolente, sin pesares ni dolores, sin maldad y en lo posible, si puede ser, eterna.

Si arriba en el cielo existe un mundo claro y luminoso, libre, amplio y espiritual ¿qué existe bajo él? Pues bajo él existe la tierra, y allí vive el ser humano, en la tierra existe lo material, lo asible, el anclaje, el peso, la sombra, en definitiva, la vida humana. Esa vida que sí conocemos, esa vida que sí tocamos, moldeamos y a veces arrastramos. También, en la simbología cristiana está la existencia del infierno, sin embargo, éste es subterráneo. Allí bien abajo van los seres humanos que mueren en pecado mortal y enemistados con Dios.

Cielo y tierra se verán siempre divididos por una línea de horizonte, una línea dibujada, o insinuada, da igual, pues el ser humano occidental nada más detenerse frente a una imagen sea esta pintura, fotografía, una ventana, o incluso una publicidad establece inconscientemente la línea de horizonte, la cual le da una información básica y necesaria para leer dicha imagen. Cuando hay dos líneas de horizonte, puede estar presente el limbo, y si hay tres puede aparecer el infierno subterráneo. Los artistas que conocen el lenguaje de la pintura, saben utilizar este recurso, esto les permite expresarse en sus obras de manera más nítida e inequívoca. Y por su lado ser conscientes de la ubicación de la línea del horizonte en una obra nos hace ser, como espectadores, lectores de obra precisos e instruidos.

En la historia de la pintura occidental, podemos apreciar un largo recorrido, un larguísimo caminar de esta línea de horizonte. Ejemplos hay muchos, pero hay algunos tan determinantes como extraordinarios. Líneas del horizonte que son el capítulo fundamental en la lectura de la composición pictórica.

En la obra Madona de Foligno (1511-1512), de Rafael Sancio (Alto Renacimiento), vemos claramente la línea de horizonte, la obra divide cielo y tierra nítidamente. Arriba en medio de un cielo lleno de nubarrones en condición de supremo amor y espiritualidad, se encuentra la Virgen con una inmensa aureola de santidad con el niño en sus brazos. El pie derecho de la Virgen indica y casi toma contacto con lo que está sucediendo en tierra. Allí abajo en donde se sitúan los acontecidos terrenales se encuentran de izquierda a derecha San Juan el Bautista, San Francisco, Sigismondo de Conti y San Jerónimo más, un pequeño putti (figura de niños ornamentales, casi siempre desnudos) en el centro de la composición quien sostiene una pequeña placa. Los que se encuentran en tierra están en una atmósfera tormentosa, doliente, sus rostros son de súplica y buscan, ruegan por la ayuda de la Virgen. Es más pareciera que San Juan mira al espectador indicando a la Virgen como su salvadora. Es esta una obra nítida que ejemplifica absolutamente los sucedidos de cielo y tierra. No hay duda, abajo está el sufrimiento humano, arriba la salvación.

Es esta una obra de 1.500, más, con sorpresa podemos ver la similitud de ésta con La Virgen de la aldea (1938 – 1942), Marc Chagall (Surrealismo). Han pasado cerca de 400 años, y este artista nos refiere prácticamente los mismos sucedidos en cielo y tierra. Vemos en este lienzo una línea de horizonte baja, muy baja, al lado izquierdo se sitúa un pueblo, probablemente sobre un monte.

Todo el pueblo se encuentra en la sombra más absoluta, no contiene luz ni brillo alguno, todo es oscuridad, lo cual nos remite a la idea de dolor, pobreza y desazón. Al lado derecho vemos a una Virgen con el niño en brazos, vestida de novia con un largo velo, toda ella es luz, es brillo y espiritualidad. Esta Virgen se eleva hacia el cielo. Vienen a su encuentro una serie de ángeles; una pareja de cantores, otro que porta una trompeta, otro que lleva flores como ofrenda, también observamos a otro más a la izquierda que tiene los brazos cruzados en señal de respeto hacia la santidad de la Virgen.

Acompañan a esta suerte de cortejo celestial una vaca con un violín (simbología propias de Chagall que hace referencia tanto a su infancia en el campo como a su origen judío) y una figura masculina que besa en la frente a María, la santa madre. Si en La madonna de Foligno veíamos que la mano de san Jerónimo hacía de puente entre los sucedidos de cielo y tierra, aquí este puente surge desde una enorme vela que emerge suplicante desde el pueblo doliente. La obra de Chagall nos indica que la muerte simbolizada por los colores marrones, es decir la sombra y la oscuridad están en la vida terrenal, más allá arriba en el cielo todo es luz y color, allí arriba está la felicidad y la plenitud.

Ya vemos, el cielo nos es indispensable para vivir la vida en tierra, pues aquellos dones que nosotros humanos hemos depositado en el cielo, son siempre nuestra redención, son nuestra esperanza.

En 1876 el pintor francés Claude Monet crea la hermosísima obra Camile y Jean sobre la colina (Impresionismo). En este lienzo vertical observamos una línea de horizonte en un tercio de la base. En tierra está la vegetación, la hierba, esa naturaleza amada y admirada por Monet, en zona de cielo queda Camille quien está en la cima de una colina, Camille emerge casi como una virgen llena de luz, de paz, de sosiego. Ella con su sombrilla da cobijo tanto a sí misma como a su pequeño hijo Jean. El vestido de Camille se confunde con las luminosas nubes, puesto que éstas inundan todas a la madre. Un cielo blanco, puro, espiritual y quizás santo. Esta obra nos permite apreciar una opinión personal del autor sobre la maternidad, un mensaje que otorga un estado celestial, espiritual casi de santidad a la figura materna. Camille es la madre luminosa, bella, protectora, blanca, pura, calma y tierna. Camille es un ideal atemporal de la maternidad. Camille representa a la mujer en su halo de santidad maternal.

Una obra opuesta a ésta es sin dudarlo El grito, 1893, de Edvard Munch, (Expresionismo). Igualmente en un formato vertical 91cm x 74 cm. similar al de Monet, Munch realiza una obra desgarradora, universalmente admirada que ha transmitido un mensaje atemporal asociado a la falta de salud mental, pues es una obra que transmite angustia, pánico y una gran abatimiento.

Nos encontramos con una primera línea de horizonte prácticamente fuera de la obra, donde estarían los pies del ser que grita, pues es allí donde se encuentra el mayor anclaje, el mayor peso, más hay una segunda línea de horizonte, atrás en los pies de la pareja que está en segundo plano. Las direcciones, el color y el fuerte trazo de la obra potencian estas dos líneas de horizonte, por tanto asumimos que el protagonista, quien grita, se encuentra en una condición de limbo. Aquí, el cielo es de tal fulgor, fuerza y violencia que no encontramos un cielo que salve a quienes sufren. No encontramos ni al padre nuestro, ni a la virgen de Chagall, ni a Camille la madre del cuadro de Monet. No hay luz, todo es fuego.

Munch en esta su obra más universal y genial nos dice que el padecimiento del mundo es eterno y acompañará por siempre al ser humano. No le da salida. Está claro que cada obra, más aún si no es un tema por encargo, sino libre, es un autorretrato del alma de cada artista, la obra nos desvela su interior, sus opiniones, sus ideas, en definitiva la obra es un autorretrato que deja al artista desnudo.

El maestro de luz, el genio español Joaquín Sorolla, aquel inigualable artista de las escenas de playa, de barcos, niños y vestimentas blancas, supo salir de su zona cómoda, de esa pintura lumínica donde se movía como nadie, y fue capaz de abordar temas sociales de profunda crudeza. Pintó con total sensibilidad y empatía temas muy duros.

En su obra Trata de blancas 1894, (Impresionismo), Sorolla aborda el tema de la prostitución. En un lienzo de 165.5 cm x 195 cm se desarrolla una escena con un grupo de mujeres jóvenes, vestidas humildemente, como campesinas, con pañuelos en sus cabezas, mantillas y tiernos colores rosas.

Las chiquillas están durmiendo, están cansadas, sus rostros casi infantiles, de piel tersa y pura, expresan abatimiento y también ignorancia de lo que les espera. Las acompaña una mujer vieja, vestida de negro, rostro duro y marcado, quien se mantiene despierta y vigilante, ella es la alcahueta, (proxeneta). Quizá la vieja está recordando su propio viaje siendo casi una niña, cuando a ella también la metieron en un vagón de tercera clase para que iniciase una nueva vida.

En esta dramática escena, vemos una línea de horizonte, de gran peso y anclaje en los pies de la chiquilla que aparece recostada en primer plano, línea de horizonte donde también se encuentra una cesta y un bulto atado con un pañuelo. La segunda línea de horizonte está atrás donde van sentadas las niñas del último plano. Las niñas están encerradas. Sorolla es inequívoco para narrar este ambiente hostil, oscuro, casi terrorífico, el pintor ha situado a las jovencitas en un limbo. No hay cielo, no hay oportunidades, aquí no hay sueños, ni libertad, ni posibilidad alguna para volar. Pero Sorolla sitúa sobre sus cabezas al lado derecho de la obra, en la zona del futuro, un pequeño ventanuco por donde entra una tímida luz. ¿Nos está diciendo el genio valenciano que aún queda una pequeña esperanza para una mejor vida para estas niñas?

Hay un pequeñísimo cielo, ciertamente insuficiente para que las cuatro niñas sean libres y dueñas de sus vidas. Este no contiene ni a la madre, ni al padre celestial, ni a la Virgen ¿Será que ese cielo depende solo de ellas mismas? ¿Será que al menos una podrá escapar del destino marcado por la alcahueta?

Una obra de composición muy similar es La niña enferma 1886 de Edvard Munch, (Naturalismo/Expresionismo). En un formato casi cuadrado (117 cm x 118 cm), Munch sitúa a su hermana mayor Johanne Sophie de 15 años en su cama, afectada y enferma. La niña está acompañada de una mujer adulta compungida, triste y abatida.

Ambas mujeres entrelazan sus manos, advirtiendo así al espectador de la inminente despedida. El ambiente es lúgubre, lleno de pesar, penumbra y dolor. Percibimos una línea de horizonte en los pies de la niña enferma, en la base del lienzo, una línea que se ve intensificada por el vaso con un contenido rojo. ¿Sangre? Sí, Sophie padece de tuberculosis. La otra línea del horizonte está en el fondo de la habitación, esta segunda línea está allí donde se apoyan sentadas Sophie y su tía. La misma idea que traspasó Sorolla en su obra Trata de blancas la podemos ver aquí en la obra de Munch. No hay cielo, no hay salida, no está la Virgen de la aldea, ni la Madonna di Foligno, solo hay una tía terrenal que sufre por la enfermedad de su sobrina. Sophie mira hacia el futuro, allí se encuentra con una cortina negra la cual representa que ya no hay escapatoria a la muerte, más el rostro de la niña es calmo, dulce, casi compasivo con su tía. ¿Qué tranquiliza a la niña? Tras la cortina, se percibe una luz, un suave azul, un leve cielo. Quizás Sophie ya alcanzó el cielo.

En esta obra de Munch, el pintor, genio de las emociones, nos despierta la compasión por ambas mujeres, una obra que ha traspasado fronteras pues representa una honda emoción humana. Munch encuentra en las líneas del horizonte, una aliada para transmitir su profundo y sensible mensaje.

La relación del ser humano con el cielo viene de lejos, hombre, tierra y cielo, son ya viejos camaradas. Ese cielo al que pedimos consuelo, ayuda y cobijo. Ese cielo en donde depositamos nuestros anhelos, sueños y esperanzas. Ese cielo donde nos sentimos libres, ingrávidos de conflictos y problemas.

Hay una obra de aparente simpleza que destaca en su deseo de señalar al cielo como ese estado de desapego material y de cobijo eterno La danza 1910, de Henri Matisse (Fauvismo). Este gran lienzo de 260 cm x 389 cm nos presenta a cinco personas en una suerte de danza tribal. Es una danza primigenia que realizan cinco mujeres.

Al ser una obra fauvista, tiene ésta su mayor fuerza en el color, un color saturado. El rojo de los cuerpos representa la vida, salvaje, rotunda y vibrante, el verde simboliza la naturaleza de nuestro planeta y el azul reluce en el cielo como símbolo de expansión, libertad, en estado de pureza e inmensidad. Estas cinco mujeres personifican el ritmo y la fuerza de la vida. Cada personaje se contorsiona y hace un esfuerzo físico en esta rueda de baile. Vemos una línea de horizonte muy marcada, allí donde el pie de la segunda danzante de izquierda a derecha se hunde en la naturaleza. Todas las cabezas quedan en estado de cielo, en estado espiritual. Es este un baile libre, cósmico y universal.

Hay un mensaje en la obra de Matisse que nos lleva a leer la fuerza, la unión de grupo, el cual se potencia en su fuerza giratoria pues todos van al unísono. Los fuertes tiran de los más débiles y nadie queda atrás.

La danza ha sido una obra que se ha utilizado como imagen de diferentes instituciones, ya sean deportivas, de infancia, hasta de economía. Al ser cinco personas las que unidas logran el incesante movimiento, se ha leído en muchas ocasiones como la unión de los cinco continentes.

Hay en La danza un cielo despejado, sin tormentas, sin nubarrones, en definitiva sin amenazas ni dudas. El ser humano desnudo, todos iguales de la mano en una danza primigenia, mágica y vital, en estado de cielo, ello es posible nos dice el pintor francés.

Todos unidos, todos iguales, todos pertenecientes a la misma tribu, la tribu humana. Todos tenemos un mismo cielo, todos tenemos un mismo padre y una misma madre en las alturas, confiemos. Eso es lo que nos dice la extraordinaria pintura de Matisse.

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