Allá por julio de 2018 me encontraba buscando algo que hacer durante las tardes, en ese periodo interminable antes de que llegaran las vacaciones. Eché un vistazo a lo que ofertaban varias escuelas de escritura y en una de ellas encontré tres convocatorias que me llamaron la atención, las tres dirigidas e impartidas por el director de cine Víctor Erice: El cine en el espejo de la literatura, Cine y pintura y Documental y Ficción. Cursos de cinco horas por día, cinco tardes, durante una semana. Me decanté por el primero pensando que otro año podría asistir al resto, pero pensé mal y todavía me arrepiento ya que no hubo más oportunidades. Las instalaciones de la academia eran austeras, como de casa castellana antigua. La sala donde se impartía el curso era pequeña con el espacio justo para unos 10 o 12 pupitres, sin tarima.
El profesor de turno solo disponía de una mesa, silla y proyector de video. Uno de los atractivos de estos cursos, en mi opinión, es la variedad de los asistentes. Gente diversa y distinta, con diferentes motivaciones. En este caso había personas llegadas de Latinoamérica y un alumno japonés. Nada de esto puede sorprender dado el prestigio de Erice en cualquier rincón del mundo donde se aprecie el buen cine. En ese momento comencé a sentirme un privilegiado por estar allí. El curso El cine en el espejo de la literatura tenía como objetivo hacer un repaso y un análisis de la relación entre ambos, con especial énfasis en la actual crisis de dichos medios de expresión en un mundo dominado por la Red. Así, el temario-guía incluía propuestas tan estimulantes como: El hombre de Londres, El río, Otra vuelta de tuerca, El hombre que mató a Liberty Valance, Bajo el volcán, Suave es la noche, Hiroshima, mon amour, India song, Edipo rey, Noches blancas, El desprecio, Nazarín o Dublineses. Cada una de ellas merecería un taller propio.
Víctor Erice tiene fama de áspero y no muy accesible, sin embargo, durante los días que duró el taller mostró justo la personalidad contraria: fue abierto y amigable, tan locuaz y generoso que en todas las sesiones se excedió del tiempo programado. De todo lo que allí se comentó, uno de los aspectos que más me llamó la atención fue la melancolía que el ponente expresó por un tiempo pasado, por el tiempo en que las salas de cine eran el centro y templo del oficio. En varias ocasiones mostró su estupefacción, enfado e impotencia por lo que ya había llegado y por lo que quedaba por llegar. Han pasado cinco años desde entonces y en las entrevistas que Erice está concediendo para la promoción de su última película, Cerrar los ojos, estoy escuchando y leyendo comentarios similares a los que realizó durante aquel taller. Erice está de actualidad por dos motivos: la concesión del premio Donostia en el festival de San Sebastián pero, sobre todo, por el estreno de su cuarto y por ahora, último largometraje: Cerrar los ojos. Se trata sin duda de un acontecimiento para el cine, ya que cualquier añadido a la carrera de un director tan especial como Erice merece expectación e incluso celebración.
Cerrar los ojos es una película que se podría explicar desde dos puntos de vista: como obra individual y autónoma, o como un elemento más en el conjunto de la obra del autor, elemento que conecta con el resto de lo que ha rodado e, incluso, con lo que no ha rodado, como ahora veremos. Es esta segunda visión la que enriquece la película: la forma en que Erice consigue elaborar obras muy personales e interconectadas y al mismo tiempo universales, está al alcance de muy pocos. El argumento de Cerrar los ojos es simple: un director de cine (Manolo Solo) busca a un actor y amigo que desapareció hace años (Jose Coronado) en el transcurso del rodaje de una película que no se llegó a finalizar. La historia por lo tanto es la de una búsqueda casi detectivesca, el protagonista tiene que seguir una serie de pistas materiales e inmateriales, realizar visitas a personas y lugares del pasado e incluso emplear recursos propios de la modernidad como los programas de televisión dedicados a encontrar personas desaparecidas. Los periplos de búsqueda en el arte suelen convertirse y emplearse como metáforas de procesos de búsqueda de uno mismo. Conforme avanza el metraje nos vamos dando cuenta de que esto también es así en este caso. Sin embargo, con Víctor Erice siempre hay más, mucho más.
La primera película de Víctor Erice, la que le situó de forma meteórica dentro de ese Olimpo especial y reducido de los directores de culto, fue El espíritu de la colmena (1973). Se trata de una de esas escasas obras que se prestan a infinitos visionados ya que en todos ellos encontraremos algo nuevo o una interpretación diferente sobre algún aspecto. En ese sentido es una pura “obra abierta”, ese concepto que popularizó Umberto Eco y que habla del carácter polisémico y polifónico de una obra de arte. En El espíritu de la colmena se reflexiona sobre la guerra, la posguerra y la transición, también sobre la infancia, la muerte y la familia; y además indaga en aspectos más filosóficos como el silencio, la mirada o los sentimientos. Todo lo anterior, bajo el hechizo del mito de Frankestein como hecho iniciático e impactante en la niñez de la protagonista. Han pasado cincuenta años desde su estreno y la película sigue creciendo y sigue lanzando preguntas, continúa fascinando por el poder hipnótico de sus imágenes. Víctor Erice se quita méritos y en una reciente entrevista comentó que toda esa magia no es más que descaro e inocencia de principiante, falsa modestia. Volviendo a la actualidad, ahora descubrimos una nueva faceta de aquella película, una más, ya que El espíritu de la colmena se convierte en el primer eslabón de una cadena con pocos elementos pero muy bien entrelazados.
Ana Torrent como niña y como adulta, en El espíritu de la colmena y en Cerrar los ojos busca el encuentro con su padre. Esa es la referencia y la conexión más obvia y sentimental, pero hay otras que de forma más o menos velada se incluyen en el metraje. Así, los temas, las tramas y los personajes se van desarrollando en los cincuenta años de la carrera de Víctor Erice hasta llegar a Cerrar los ojos, película en la que parece percibirse un cierre del círculo. ¿Será definitivo? Diez años después de El espíritu de la colmena se estrenó El sur (1983). Víctor Erice volvió a trabajar, por tercera ocasión, con el mítico productor Elías Querejeta, con el que ya había rodado El espíritu de la colmena y antes un cortometraje que formó parte de una película colectiva denominada Los desafíos (1969): un grupo de hippies formado por dos chicos, dos chicas y ¡un mono!, llegan a un pueblo abandonado con ganas de juerga. Las relaciones entre ellos comienzan a deteriorarse hasta llegar a un dramático final. El mono parece ser el personaje más cuerdo del quinteto. Extraño pero importante trabajo, ya que se trata de una primera oportunidad.
Volviendo a El sur y a la relación Erice-Querejeta, en este rodaje se produce un hecho importante en la carrera de Erice que de forma nada velada se ve reflejado en Cerrar los ojos. En las escenas finales de El sur la niña protagonista se prepara para realizar un viaje que podría ayudar a desvelar secretos familiares que le fascinan y atormentan. Ese viaje debía haber formado parte de la propia película, que debía haber incluido una hora más de metraje según la estimación de Erice. Sin embargo, es conocido que Elías Querejeta consideró que la película ya estaba finalizada tal y como se encontraba en ese momento y que se debía suspender el rodaje sin incluir ese último pasaje. Erice nunca estuvo de acuerdo con esta decisión y así lo ha expresado siempre, con frustración e impotencia. Sin embargo, lo que pudo ser un fracaso artístico derivado del choque entre estas dos fuerzas del cine español, se convirtió en una de sus obras maestras de todos los tiempos. Pese a algunos elementos de guion que producen extrañeza al no haberse podido desarrollar en esa segunda parte no rodada, la elegancia y sensibilidad de la película entregada fue de tal calibre que no se echó de menos otro final (aunque al mismo tiempo nos habría gustado, claro que sí).
Resulta muy difícil explicar por qué se puede producir un hecho de este tipo, la historia del cine está plagada de fracasos por desencuentros entre los elementos artísticos y económicos, pero existen también casos en los que del aparente caos surge algo muy bueno. Este es uno de esos casos. El sur es una película con una poética muy especial que trasciende de alguna manera a la propia historia, desde el primer minuto lo que se transmite es un estado de ánimo, una sensación. Esta puede ser una de las claves de esta película. Ahora, en Cerrar los ojos, tenemos que el protagonista es un director de cine retirado, con muy pocas obras en su haber y que dejó a medias el rodaje de la película que él consideraba como su obra más importante, ¿les suena? Pero las referencias no se quedan aquí ya que, como en El sur y, como en El espíritu de la colmena, existe un desencuentro-encuentro entre padres e hijas, una admiración inicial que se desvanece y se intenta recuperar. La memoria, tanto su construcción como su destrucción por el paso del tiempo, es otro de los puntos en común entre las películas, pobladas de personajes aislados y solitarios que buscan un centro de gravedad. Personajes que se mueven en los espacios mitológicos y físicos representados por el norte y el sur. En el norte aparecen los conflictos, las dudas y los misterios, en el sur se en encuentran las respuestas.
Transcurren otros casi diez años para poder ver una nueva película de Víctor Erice. En 1992 se estrena El sol del membrillo, largometraje documental sobre el día a día del pintor Antonio López durante los meses de trabajo que conllevaron la creación de una obra en concreto: pintar el árbol membrillero del patio de su casa. “Quiero pintar la luz” dice Antonio López en algún momento del documental. Este es otro elemento clave en la carrera de Erice: la luz. El juego entre luces y sombras en el que unas muestran y las otras esconden. Esta forma de prestarle atención tanto al qué como al cómo, de alguna manera, nos retrotrae a los tiempos en los que Erice ejerció como crítico en la revista Nuestro cine, cuya línea editorial apostaba por el cine útil, aquel que lanzara un mensaje social.
Erice nunca dejó de lado este punto de vista ya que sus películas tienen un componente político y se encuentran enmarcadas en un determinado contexto histórico, pero no quiso quedarse solo en ese punto: su interés por la forma y la luz le llevaron a terrenos mucho más poéticos y sugerentes, más puramente cinematográficos. En El sol del membrillo asistimos al proceso artístico y artesano de la creación, queda a la interpretación del espectador si la obra queda acabada o no. Volvemos a Cerrar los ojos y tenemos que el protagonista no finaliza su obra. El arte como continuidad y respuesta a la vida, como revelación, como explicación de lo que uno es. En El sol del membrillo se entremezclan la cotidianidad del hombre con el conflicto del artista, este es otro tema recurrente en la filmografía de Erice. Los quehaceres mundanos como origen del sentimiento y de la reflexión.
En este punto vuelve a producirse un parón en su carrera, pero incluso cuando Erice no hace cine, Erice está haciendo cine. En 1994 recibe el encargo de escribir el guion y dirigir la adaptación de la novela de Juan Marsé El embrujo de Shanghái. Tras una serie de versiones del guion, Erice considera que ha llegado a una versión definitiva e incluso validada por el autor del libro, sin embargo, el productor Andrés Vicente Gómez no estuvo de acuerdo con el alcance del proyecto y detuvo su producción. Unos años después, el guion fue nuevamente escrito esta vez por Fernando Trueba, que además dirigió la película con resultados discretos, siendo generoso. En paralelo, Víctor Erice publicó su guion en la editorial Plaza&Janés bajo el título La promesa de Shanghái. El lector de este artículo se preguntará por qué tiene importancia este suceso en la carrera de Erice y qué impacto tiene en una película estrenada muchos años después. Sin querer desvelar nada de la nueva película, El embrujo de Shanghái está también presente en Cerrar los ojos. Las estupendas escenas inicial y final de esta película no ocultan que así es, escenas en las que se generan conexiones entre personajes en el espacio-tiempo cinematográfico de gran poder evocador. En El embrujo de Shanghái una niña enferma rememora a su padre, un miembro de la resistencia antifranquista huido a Francia. Tenemos de nuevo el caso de una hija que busca a un padre y, cuando lo encuentra, se produce la reconciliación (o no). La idealización del padre y del mundo, en general, deriva inevitablemente en una decepción cuando llega la madurez, que consiste en saber gestionar el fracaso.
No hay que olvidar la obra como cortometrajista de Erice, una obra que él reivindica a menudo y con razón. Se queja de que en los resúmenes sobre su carrera solo se incluyen los largometrajes cuando es bien cierto que estos trabajos de menor duración complementan a los anteriores, como no podía ser de otra forma en un conjunto tan entrelazado, como estamos viendo. Alumbramiento (2002), La morte rouge (2006) o la Correspondencia (2016) con el director iraní Abbas Kiarostami, son algunos de esos trabajos. Me gustaría destacar las dos primeras ya que se encuentran disponibles en internet fuera de plataformas. Mientras Alumbramiento yuxtapone las imágenes de un nacimiento con la llegada de los bombardeos de la Guerra Civil, en La morte rouge realiza una reflexión autobiográfica sobre su primera experiencia en un cine. La guerra, la infancia, la memoria…volvemos a recorrer terrenos conocidos.
Durante el visionado de Cerrar los ojos, es posible que cualquier aficionado al cine de Erice haya podido percibir que, en algunos pasajes, la película circula por un estilo más explicativo y discursivo que en anteriores ocasiones. Este detalle ha sido detectado y reflejado en algunos artículos críticos recientes, en algunos casos se destaca como aspecto negativo y en otros no tanto. En las entrevistas que ha concedido Víctor Erice para la promoción de la película, esta cuestión ha salido a la luz. Erice no la elude y me parece que sus respuestas para este tema particular se pueden extrapolar para aportar algo de luz sobre el estado actual de la producción cinematográfica. Al igual que cualquier otro proyecto, Cerrar los ojos ha tenido que pasar los filtros pertinentes de cara a su financiación por parte de RTVE y otras entidades, procesos que obligan a ser muy explícito con el guion y otros detalles. Erice ha declarado en ocasiones que el guion, a veces, es un esquema no detallado que no necesita de un desarrollo exhaustivo y que puede ser modificado bien por necesidades de la propia producción como por momentos de inspiración de última hora.
Una vez más, se intuye que Erice ha tenido que luchar contra algunos elementos, en este caso burocráticos, para poder realizar su largometraje, en este caso algo condicionado. ¿Está yendo el entorno del cine por el buen camino si desde los organismos (públicos), financiadores, distribuidores y exhibidores se imponen condiciones que coartan la libertad artística? Luego, una vez vistos los resultados las quejas siempre las recibe el que da la cara, que no siempre puede explicarse con el vigor y la retranca de Erice.
Vuelvo a recordar aquel taller de aquel verano, cuando no se esperaba un nuevo largometraje de Víctor Erice y solo disfrutábamos de aquel momento, de su visión del cine y de la vida. Su cine, que se puede disfrutar en formato micro o en macro, lleno al mismo tiempo de pequeños detalles y de grandes sentimientos, de miradas de frente, furtivas, de soslayo y de guiños. Un cine humanista y total, que en su aparente minimalismo oculta la complejidad, la contradicción y la maravilla del ser humano.
Hubo un tiempo en el que el cine comercial era bueno y el cine bueno era comercial. Por mucho que queramos, es probable que la repercusión de la última película de Erice sea temporal y limitada, circunscrita a una comunidad cinéfila cada vez más maltratada. Después, todos caeremos en la vorágine del consumo de contenidos en lugar de pararnos y ver una película, cerrando los ojos ante un empacho imposible de asimilar. Para volver a mirar, lo que se dice mirar de verdad, tendríamos que recuperar el espíritu de la niña Ana en aquella escena detenida en el tiempo en la que se sobresalta durante la proyección de Frankestein y su vida cambia para siempre.
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