Empieza a no ser ya noticia la negación del Nobel un otoño más a Haruki Murakami (Kioto, 1949). Empieza a no serlo, decíamos, pero todavía lo es: muchos de sus lectores soñaban con que este 2023, tras el sonado Premio Princesa de Asturias de las Letras, el novelista japonés se alzara al fin con el galardón de la Academia Sueca.
Los reconocimientos públicos son, sin duda alguna, tema digno de su interés. En su ensayo De qué hablo cuando hablo de escribir, de 2017, Murakami menciona treinta veces la palabra público y más de ochenta la palabra premio, y hasta dedica al asunto un capítulo entero, el número 3, donde considera los premios literarios “una cuestión fundamental relacionada con la literatura en la actualidad”.
De qué hablo cuando hablo de escribir gira en torno a su escritura y parece sensato referirse, como de hecho ocurre, a la repercusión social de las obras, ya sea en forma de galardones oficiales, de número de ventas o de lectores típicos o prototípicos. Sí, suena todo a producto de mercado, pero entra dentro de la vida cotidiana de cualquier escritor aclamado. Sorprende más, sin embargo, que en todo un libro dedicado al hecho de escribir no se mencionen ni una sola vez las palabras poesía, poema o verso. Ni teatro. Da la impresión de que la novela como género y sus réditos editoriales lo abarcan todo. Ignoro, a decir verdad, qué importancia puedan tener estas omisiones en un candidato al Nobel de Literatura, pero ahora queda más claro de lo que Murakami habla y de lo que no habla cuando habla de escribir. Tampoco menciona en las más de trescientas páginas, salvo en dos ocasiones y de pasada, la palabra muerte. Y eso que en sus novelas más famosas hay bastantes suicidios y la negra dama revolotea por doquier… Confieso que me asombran estos autores capaces de separar con tanta claridad sus intereses personales de sus temas predilectos a la hora de ponerse a escribir.
El crítico Gonzalo Torné, en un artículo de 2016 en El Cultural, Hacerse un Murakami, señalaba el alivio que sectores de la crítica expresaban en las redes cada vez que el Premio Nobel no le era concedido a Murakami. Y no por falta de calidad o de originalidad, que las tiene, sino más bien porque, según opina Torné, “el modelo resultón y meritorio de Murakami está un par de escalones por debajo de por lo menos una veintena de novelistas”. Estamos, por tanto, ante un autor controvertido que se mueve a gusto entre la proclamación de fenómeno y la sospecha de fraude. En un loable gesto de honestidad, Murakami recoge en De qué hablo cuando hablo de escribir algunas acusaciones que, en este sentido, se han volcado sobre su escritura: “Tal vez [el crítico] se refería a que mi literatura no es sólida y que engaño a los lectores, quién sabe. El trabajo del escritor se parece, en mayor o menor medida, al de los ilusionistas, por lo que acusarme de fraude terminó por convertirse, paradójicamente, en una muestra de admiración”. Casos como el de Murakami muestran pulsiones de nuestra época que vale la pena explorar. ¿Nos atraen los libros de un autor o su sombra mediática proyectada en ellos?
Tokio blues/Norwegian Wood, de 1987, es su novela más vendida y la única realista de entre las suyas, pues él se inscribe dentro del género fantástico. ¿Casualidad? Si añadimos que empezó escribiendo en inglés porque su lengua nativa, el japonés, le abrumaba, que ha corrido maratones y que defiende, así lo expresa en De qué hablo cuando hablo de escribir, que “un escritor está acabado cuando engorda”, parece que el retrato de Haruki Murakami resulta cuando menos singular. Es un escritor atípico que, desde luego, explota conscientemente esa imagen. Aparecer de traje y con zapatillas de atletismo en una importante entrega de premios es solo una pincelada más.
Conviene, sin embargo, ir a sus textos. Tokio blues/Norwegian Wood es un buen punto de partida, dado que es su obra más conocida. La canción de los Beatles, a la que alude el título, sirve de desencadenante en una novela de aprendizaje sentimental en primera persona, donde el protagonista, Toru Watanabe, narra sus recuerdos de juventud como estudiante universitario en el convulso Tokio de finales de los sesenta. En ningún momento entra de lleno en cuestiones sociales ni políticas, más allá de la ridiculización de ciertos personajes secundarios como su compañero de cuarto, apodado Tropa de Asalto, o de alusiones vagas a la actitud hipócrita de algunos estudiantes rebeldes. El aprendizaje de Watanabe es de corte sentimental tardoadolescente y aparece marcado por el signo del suicidio: sus dos mejores amigos de la adolescencia, Kizuki y Naoko, se suicidan al inicio y al final de la novela respectivamente sin aparente razón. No hay culpables. No se indaga en los mecanismos que llevan a dos jóvenes a quitarse la vida. Tanto un suicidio como el otro, al igual que muchos otros sucesos que acontecen en la narración, se aceptan como vistos a través de la pantalla de un reality show costumbrista. En el capítulo final llega a manifestarse, a este respecto, y dice, que el suicidio es algo que ocurre “como la lluvia, que nadie puede impedirlo”.
Watanabe está enamorado de Naoko, la jovencísima novia viuda de Kizuki recluida en un sanatorio, pero acepta la propuesta de Reiko, la madura compañera de habitación de Naoko, de acostarse con ella poco después de conocer la muerte de Naoko. La vitalista Midori, otra chica por la que Watanabe se siente atraído, representa un contrapunto interesante en la ecuación amorosa. Watanabe, sin embargo, nunca logra comprometerse con ninguna de ellas. Da la impresión de que el personaje flota por la ciudad de Tokio sin juzgar ni ser juzgado, sin responsabilizarse de sus actos ni adoptar una decisión definitiva frente a su vida. Esa indefinición del joven Watanabe, en una sociedad tan identitaria y rígida en sus valores tradicionales como la japonesa, supone una innovación y acerca sin duda la obra al público occidental. Por otra parte, este acercamiento de Murakami a la cultura occidental, fuente del canon literario, es patente ya desde los títulos de algunas de sus obras como El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas, Kafka en la orilla o 1Q84.
Desde aquí animo a los entusiastas lectores de Tokio blues/Norwegian Wood a leer dos obras maestras del siglo XX: El marino que perdió la gracia del mar, de Yukio Mishima, y Una cuestión personal, de Kenzaburo Oé. Son también novelas de aprendizaje, con protagonistas jóvenes, de género realista y publicadas ambas en el Japón de los años sesenta, donde se ubica la narración de Murakami. Pero entre ellas se levanta, como un muro de época, una diferencia esencial: la conciencia de responsabilidad del individuo en su contexto. Frente a la indefinición de Watanabe, expuesto a los vaivenes y caprichos del mundo exterior, llama la atención cómo Noboru en El marino que perdió la gracia del mar y Bird en Una cuestión personal intervienen en la realidad de su vida aun a sabiendas de las consecuencias morales y hasta penales que entrañan sus actos. Noboru y Bird toman conciencia y actúan decididamente al respecto, según sus propias coordenadas y provocando, eso sí, un gran malestar a su alrededor (y en los lectores). Más allá de cuestiones estéticas, comparar estas tres obras desde este prisma nos permite apreciar el cambio de paradigma entre generaciones, la transición del existencialismo de mediados de siglo, a la posmodernidad líquida de las últimas décadas. Una línea de reflexión más para la lectura: el desgarrador conflicto entre padres e hijos patente en las obras de Mishima y Oé desaparece por completo en la de Murakami.
Decíamos arriba que Murakami, en su ensayo De qué hablo cuando hablo de escribir, frecuenta las palabras premio o público mientras omite otras como poesía o muerte al referirse a su proceso de escritura. Supongo que es el signo de los tiempos y que el flamante Premio Princesa de Asturias de las Letras, a la vista de sus éxitos internacionales, está en el camino correcto hacia la posteridad. Personalmente, y aun a riesgo de parecer anticuado, pienso que la creación artística más valiosa nace del rozamiento de la vida con la conciencia de la muerte. Avanzamos hacia un infinito mientras la muerte, esa fuerza de rozamiento, nos modela, nos da forma, antes de detenernos. Pero también nosotros la modelamos, le damos forma, la humanizamos de algún modo, en nuestro avance, al tratar de asimilarla. Por algo proclamó el poeta W. B. Yeats que “el hombre ha creado la muerte”. Y yo añadiría que cada cual la suya, única e intransferible.
Es muy probable que, a la vista de su buen aspecto y de su saludable modo de vida, el corredor de fondo Haruki Murakami viva lo suficiente para recibir algún día el Nobel de Literatura. Me fijo, sin embargo, en el galardonado de este año 2023 y desconfío: un semidesconocido dramaturgo noruego con sobrepeso que cultiva la poesía, exalcohólico y preocupado por cuestiones existenciales llamado Jon Fosse. A buen seguro que parte de la crítica, un año más, ha respirado aliviada.
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