Ha sido considerada como uno de los hitos más relevantes de la mística cristiana del pasado siglo. Pierre Teilhard de Chardin, el famoso jesuita paleontólogo, filósofo y teólogo francés, tan denostado en vida como ensalzado después de su muerte, ocurrida en 1955 a la edad de 74 años, la dató el día 6 de agosto de 1923, fiesta de la Transfiguración del Señor. Confiesa sin embargo que solía rezarla en sus largos desplazamientos por el desierto de Ordos, en la Mongolia china, desde Tientsin, donde residía, hacia los yacimientos que habían hecho de China en aquella época meta destacada de la investigación paleontológica internacional sobre el origen del hombre.
Era su primer viaje a China desde París, donde ejercía como profesor de ciencias en el Instituto Católico, para colaborar en el museo antropológico que otro investigador jesuita, el Padre Licent, estaba creando en dicha ciudad. Volverá allí dos años más tarde, esta vez a instancias de sus superiores, tras ser removido de la docencia universitaria aparentemente por otro motivo: su interpretación del pecado original de Adán y Eva, intentando conciliarla con la teoría de Darwin sobre la evolución de la especie humana, no concuerda con la postura tradicional del Vaticano en este tema. La consigna es que se abstenga de publicar textos filosófico-teológicos y que se atenga a los estrictamente científicos. Esa prohibición durará toda su vida que, a partir de entonces, podrá considerarse como la de un exiliado.
Hoy podríamos definir La Misa sobre el Mundo como una misa virtual. Carece de la liturgia de la palabra y empieza directamente en el ofertorio que intitula, La ofrenda. Este es su párrafo inicial: “Ya que, una vez más, Señor, ahora ya no en los bosques del Aisne, sino en las estepas de Asia, no tengo ni pan, ni vino, ni altar, me elevaré por encima de los símbolos hasta la pura majestad de lo Real, y te ofreceré yo, tu sacerdote, sobre el altar de la Tierra entera, el trabajo y la pena del Mundo”. Hace referencia a otra situación similar vivida por él siete años antes, con motivo de su movilización como camillero en la I Guerra Mundial, y que da origen a otro de sus primeros escritos, El sacerdote, con una alusión evidente a la ordenación que ha recibido seis años antes en un teologado jesuita de Inglaterra.
Amanece en el desierto y sobre esa patena virtual coloca todo lo positivo que sustenta su vida, desde la trama de sus relaciones personales y profesionales hasta la masa innumerable de los vivientes, destacando “a aquellos, sobre todo, que, en la verdad o a través del error, en su despacho, en su laboratorio o en la fábrica creen en el progreso de las Cosas y perseguirán apasionadamente hoy la luz”.
El segundo momento es la invocación al Fuego, lo que en la eucaristía corresponde a la epíclesis, la invocación al Espíritu Santo para que transforme el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Le pide que desde nuestra noche brote la luz, porque la condición del hombre es por sí misma sombra y vacío: “Espíritu abrasador, Fuego fundamental y personal, Término real de una unión mil veces más hermosa y deseable que la fusión destructiva imaginada por no importa qué panteísmo, dignaos, una vez más, descender, para infundirle un alma, sobre la débil película de materia nueva de la que va a envolverse el mundo hoy”.
Las palabras de la consagración (“Este es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre”) dan pie al tercero de los momentos, El fuego en el Mundo, representado en el sol que ha salido ya. “En la nueva Humanidad que hoy se engendra, el Verbo ha prolongado el acto sin fin de su nacimiento; y en virtud de su inmersión en el seno del mundo, las grandes aguas de la materia, sin un estremecimiento, se han cargado de vida. Nada se ha estremecido, en apariencia, bajo la inefable transformación. Y sin embargo, misteriosa y realmente, al contacto de la Palabra substancial, el universo, inmensa Hostia, se ha convertido en carne. Toda materia está desde ahora encarnada, Dios mío, por vuestra Encarnación”.
Sigue la comunión. Comer el pan significa lanzarse a la acción, al trabajo, al peligro, a la continua renovación de las ideas, mirando siempre adelante: “Al que ame apasionadamente a Jesús oculto en las fuerzas que hacen crecer a la Tierra, la Tierra, maternalmente, le alzará en sus brazos gigantes y le hará contemplar el rostro de Dios”. Beber el cáliz supone aceptar todo lo negativo de la vida, los fracasos, el debilitamiento, la misma muerte: “A quien haya amado apasionadamente a Jesús, oculto en las fuerzas que hacen morir a la Tierra, la Tierra le estrechará, cuando muera, entre sus brazos gigantes y se despertará con ella en el seno de Dios”. Es la idea que desarrollará tres años más tarde en El Medio Divino, tratado de espiritualidad en el que la unión con Dios se logra tanto por las actividades como por las pasividades, por los elementos positivos de la vida al igual que por los negativos.
La misa teilhardiana finaliza con una oración, que ocupa el lugar de la poscomunión. En ella alude a la devoción al Corazón de Jesús que su madre le inculcó desde niño, tan extendida en la Iglesia desde dos siglos antes bajo una interpretación íntima y personalista, elevada ahora a la escala cósmica, como figura en expansión de un mundo inflamado por la divinidad. Y termina con estas palabras: “A vuestro cuerpo en toda su extensión, esto es al mundo convertido, por vuestro poder y por mi fe, en el crisol magnífico y viviente donde todo desaparece para renacer, por todos los recursos que ha hecho brotar en mí vuestra atracción creadora, por mi demasiado débil ciencia, por mis vinculaciones religiosas, por mi sacerdocio, y (lo que es más importante para mí) por el fondo de mi convicción humana, me entrego para vivir de él y para morir de él, Jesús”.
Así, con un lenguaje altamente poético, su experiencia mística en el desierto mongol preludia lo que será el tema de uno de sus últimos escritos, El Corazón de la Materia datado en 1950, cinco años antes de su muerte. Una reflexión sobre lo que ha sido el objetivo de toda su vida: compaginar su doble condición de científico y de jesuita, es decir, de “hijo del cielo e hijo de la tierra”, como le gustaba autodefinirse.
A través de un itinerario personal, que podemos rastrear en sus escritos, llega a un pancristismo en el que desemboca el proceso de la evolución del cosmos: paso de la materia a la vida, al hombre y a la noosfera (la Humanidad capaz de reflexionar colectivamente sobre sí misma). Identifica el Punto Omega del que pende y hacia el que tiende todo este proceso, con el “Cristo todo en todos” de los escritos de San Pablo. Así, el Cristo Universal aparece como motor y meta de la cosmogénesis, punto de llegada también de su propio proceso a la búsqueda de su unidad interior.
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