La celebración del Centenario de la Aprobación Pontificia de la Institución Teresiana, 12 de Enero de 2024, me pilló en Madrid, recién llegada ese mismo día de Asia, como por azar. Al sentarme junto a mi madre en uno de los bancos repletos de gente cercana en la catedral de La Almudena, ocurrió lo que ocurre siempre, uno siente el hogar en su alma. Es la compañía profunda, esa casa espiritual, esa suma de dulces recuerdos por los que no pasa el tiempo porque se basan en firmes principios, inquebrantables.
Incluso cien años no parecen nada si se comparan con la hondura de lo ocurrido a través de ellos. No era de extrañar que la Eucaristía, presidida por el Cardenal Arzobispo de Madrid, D. José Cobo Cano, se convirtiera en una algarabía de reconocimiento desde la Acción de Gracias. Las palabras llegaban en varias lenguas, desde distintos puntos del globo, y sin embargo, una voz. Pedro Poveda, aunaba todo. Ese Santo que pareciera pedir desde la ausencia ser conocido como Padre, como Pedro, como Poveda, sin más, tiene la grandeza de los que derrochan carisma. Hombre bueno, y sin embargo enérgico, hacedor de cambios desde la educación y la mujer; sacerdote, humanista, pedagogo… Y valiente, un valiente en tiempos difíciles; siempre la dificultad en su mano, como se recordó en la Eucaristía. La dificultad, efectivamente, permanece y llega a las personas capaces, todas lo somos; capaces de ensalzar el anhelo por encima del desánimo, capaces de disfrutar camelando las dificultades, como si fueran fáciles, como si no costaran, capaces de ser incapaces de sentirnos ajenos a la injusticia.
La valentía, para mí, es el atributo favorito de cuantos existen. ¿Por qué? Ya nos recordaba Sócrates, y no nos aleja de Poveda, que es la habilidad para conquistar no a los otros sino a uno mismo. El valor para querer ser sabios y justos, para saber ir a contracorriente sin dejar de adaptarnos al entorno, el valor para cultivar nuestra alma y mejorar cada día nuestro afán de libertad responsable. Y así, estar preparados para crecer y que la capacidad de asombro no merme; que las sorpresas invadan la vida, ese regalo.
¿Quién eres tú? En el Centro Poveda de Madrid, donde estudié lo que era COU, el primer día de curso, acompañados de una psicóloga, dábamos vueltas en una sala, en corro amplio, para encontramos los alumnos, cara a cara. Debíamos preguntarnos, una y otra vez, mirándonos a los ojos, y esperando respuesta.
¿Quién eres tú?
Yo estaba recién llegada de León. Allí, en el Colegio Santa Teresa, ya había intuido que la misión de la educación, más allá de la comprensión de las materias, tenía que ver con el entendimiento mutuo y el saber mirarnos de frente. Esta es la humanidad, personas mirándose a los ojos; esto es la empatía, ponerse en el lugar del otro. Esto es la garantía de la solidaridad moral.
La Institución Teresiana estuvo enraizada desde la familia; crecí entre ella, a través mi tía teresiana, Concha Solana Villamor, también desde mi primer colegio, en la Plaza de la Inmaculada de León, donde hablaba por los codos y mi profesora Marinieves, todo seguido, no sabía cómo hacerme callar cuando tocaba dormir la siesta sobre una colchoneta en la tarima de color gris que se elevaba como un cuadrilátero de boxeo en el aula. En ese colegio, o tal vez era en el colegio Santa Teresa, había un desván fabuloso donde me enviaron una vez, a modo de castigo, por contar historias cuando no se debía. Pronto iba a buscarme Nati, la directora del Centro, recuerdo que el pelo le llegaba justo hasta la comisura de los labios. Ella me abría la puerta como para decirme, venga ya, sin imaginar lo feliz que me había hecho al dejarme fabular entre tesoros abandonados en ese desván.
Los años pasaban y llegó la adolescencia. Mis padres, animando a otros padres, participaban activamente en el colegio. Años más tarde seguiría yo el mismo camino en el Colegio de mis hijos, el Instituto Veritas de Madrid. Colegio y familia, de la mano. Algo importante.
Pero volvamos a los recuerdos en los que tal vez, muchos, nos identifiquemos. En ambos lados, colegio y casa, siempre te animaban a un mismo punto de partida: dar lo mejor de uno mismo; “Dar tu mejor tú”. Cada alumno era motivo de esperanza, y así, de uno en uno, esperaban lo mejor de cada cual. Ese era mi mundo académico; un mundo exigente y fuerte donde era más importante la autoevaluación que las notas. Todo el peso de la responsabilidad estaba en uno mismo; el camino era un continuo viaje a la audacia sin apenas repechos. Mi vida de estudiante, la recuerdo así, entre esa cara, inmutablemente amable, de quien te dice en el aula: “Todavía puedes hacer más”. Y esa cara, de un alegre demasiado comedido, de quien te dice desde el sofá: “No me esperaba menos de ti”.
En definitiva, en esos años de adolescencia, nunca sabía si eso era la felicidad académica o la felicidad doméstica, o la felicidad del estudiante. O nada, en realidad. A veces me preguntaba cuál era ese mejor yo sobre el que me animaban a indagar. Mi educación en el colegio fue una búsqueda permanente en aquello que llamaban la integridad de la persona. Todo parecía un viaje, una aventura. Un reto. Y creo que me quedé así para siempre; valiente de por vida. Lo demás, es libertad; pensamiento libre. Y eso se lo debo a mis padres. Uno sale de casa fuerte, cuando afronta la vida sin prejuicios ni estereotipos, ni leyendas de familia, ni opiniones heredadas. Nada.
Educarse fue un trabajo porque nada te venía dado, aparentemente. En el momento de mayor tranquilidad, habláramos de lo que habláramos, llegaba directa la pregunta: “¿Tú qué opinas?”.
En el colegio, ocurría igual. Educarse no fue fácil, pero resultó fascinante. Las preguntas, cada vez, se tornaban más difíciles porque los razonamientos, aparentemente contradictorios, podrían resultar igualmente válidos. Hay mucho trabajo en el camino hasta llegar donde mis padres presuponían que llegaríamos. ¿Dónde? A la autonomía de pensamiento. El pensamiento propio; esa dulce estancia del saber en la que todo fluye con naturalidad, la misma naturalidad con la que Marco Aurelio recoge en sus Meditaciones: “Si no es bueno, no lo hagas, si no es verdad, no lo digas. Tú mismo debes juzgarlo”.
Mark Twain, anciano, en sus últimos años de vida, pesaroso y valiente, escribió, “¿Qué es el hombre?”. “No existe la verdad absoluta”, le he escuchado decir a Mark Twain, también a mis padres, muchas veces. Es importante hoy recordarlo, es importante conseguir espacios para los amantes de la reflexión, antes que la conclusión, que parece que quisiera hoy invadirlo todo.
Cuando hubo obras en el colegio, en León, estudié segundo curso de primaria en otro bastante apartado. Todo un curso yendo a clase en autobús con un pichi azul de cuatro botones frontales, un lazo al cuello y camisa blanca. Decir adiós a esa uniformidad y volver a mi colegio fue reconfortante para mí. Cada día jugábamos al baloncesto en el patio sabiendo que una tal Doña Berenguela, esposa de Alfonso IX, vivió ahí mismo, dentro de esas piedras protegidas, antes de que ese Palacio románico, ardiera. Considerada un elemento artístico de gran valor, esa ruina me hizo conocer que los vestigios del pasado, todos, son algo importante. Creí también que las ruinas nunca, o casi nunca, caían del todo porque siempre quedaba algo del pasado en ellas.
¿Qué es más importante, se pregunta Orwell en 1984, el futuro o el pasado? Yo creo que todo está mezclado. Cómo si no, no dejar de sorprendernos porque estemos celebrando, solo, sólo, cien años de la Aprobación Pontificia de la Institución Teresiana. Debemos, tal vez, aportar espíritu al dato; ese espíritu no contabiliza nada y, sin embargo, incluye todo en su narración: lo inconmensurable. Las dimensiones, las métricas tal vez son insuficientes porque no es solo peso, longitud, tamaño, es también, hondura y renovación. Es la modernidad de pensamiento de alguien, Poveda, que ya vaticinó algo que sigue siendo revolucionario y es que a la hora de preguntarnos cómo queremos aprender a vivir de otra manera, nos responde que el inicio de esa transformación debe partir del yo, del nosotros y de ahí, avanzar a la relación entre lo propio y lo ajeno.
¿Quién eres tú? Podríamos preguntar a cada una de las personas que nos encontramos en la Catedral. Mejor aún, ¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu historia? Podríamos preguntar a los que no saben de Poveda.
Escuchemos el silencio, nos decía Elsa, nuestra profesora de Música en León. Son los ecos del pasado, que se quedan, como se quedó en el recuerdo San Manuel Bueno y Mártir, La insoportable levedad del ser y las lecturas con Olga Juarros, con quien me reencontré, igual que con Agustina, no como profesora mía sino ya de mis hijos, en el Veritas. La Salamanca de Unamuno regresó con María Dolores de Asís, ya en la Facultad de Periodismo, y después, volvimos los ojos a Larra y creamos la revista El Pobrecito Hablador. El tiempo es algo extraño, laxo. Por eso, yo creo que lo verdaderamente importante no es celebrar el número sino su intensidad, su proyección. Celebremos la vida.
En la sociedad de la abundancia y el acomodo en lo propio, el diálogo, como nos dice Montaigne en sus ensayos, es lo que nos hace humanos. El mundo es un lugar pequeño, en el que queremos encontrarnos y aprender el placer que arrojan las cosas bellas, las palabras bien dichas, los pensamientos bien libres… Una vida que aspira a crecer en el asombro, la vitalidad creativa, la conmoción ante las cosas y, desde luego, defiende la juventud sin edad; la permeabilidad. ¿Cómo no transmitir esta dicha por tantos buscada?
Bien pequeña aprendí a no pasar el tiempo sino construirlo, haciendo que las cosas sucedan, no solo ocurran. Avancemos hacia el siguiente centenario, celebrando cada día que queremos eso, crecer, contagiar; ser mejores personas reinterpretando la estela que nos vino regalada y que mezcla por igual el esfuerzo y la alegría, una impensable pareja de baile, un impensable hallazgo que hoy, y mañana, agradecemos.
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