La escena está planificada al milímetro. Un fondo oscuro, neutro pero potente. La luz de los focos ilumina el rostro del protagonista, sentado. Sobre una mesa un vaso de agua y sus manos, entrelazadas, que al moverse acompañan sus palabras y hablan. Destaca el anillo de casado en el dedo corazón de la izquierda. Se oye la voz del director del documental, el canadiense Daniel Roher: “Grabando. Le estamos grabando a él”. Él es Alekséi Navalny. Mira con confianza la cámara; llena el plano; sus ojos de un azul intenso, directos, enganchan. “Alexéi, quiero que pienses en esto y puede que te incomode, pregunta el director: si te mataran, si lo lograran, ¿qué mensaje le dejarías al pueblo ruso?”. “Venga, ya, Daniel, responde él con una gran sonrisa. Ni hablar. Parece que estuvieras haciendo una película por si muero. A ver, yo puedo responder a tu pregunta pero que sea otra película, la segunda. Digamos que esto es un tráiler y si me matan que sea una película muy aburrida para recordarme”.
El documental, titulado Navalny, ganó el Oscar en 2023. Once meses después, el 16 de febrero pasado, Navalny ha muerto en la colonia penal siberiana IK3, apodada Lobo polar. Construida sobre un antiguo Gulag es una de las prisiones más duras y remotas de Rusia. Según el comunicado de las autoridades penitenciarias “se sintió mal tras un paseo y perdió el conocimiento casi de inmediato”. Tenía 47 años y llevaba en una celda tres de los treinta a los que había sido condenado por un delito tras otro, incluido el apoyo al extremismo. Vladimir Putin, el presidente de Rusia, se ha librado así de su enemigo más molesto.
El disidente más conocido de Rusia se hizo famoso en 2011, en las protestas contra Putin por fraude electoral en las legislativas de ese año. Sabía incendiar la calle. Su rebelión había comenzado en un blog contra la corrupción del putinismo y su ONG Fundación Anticorrupción. Abogado, experto en finanzas, entendía de lo que hablaba. Compraba acciones en empresas lo que le permitía conocer los desmanes de sus directivos para hacerlos públicos en internet, su arma. No tardó en denunciar los escándalos del propio gobierno que le consideraba insignificante. “Había algo de sacrificial en su estampa” escribe el corresponsal de El Mundo en Moscú, Xavier Colas, en su crónica sobre la muerte de Navalny. “Los periodistas le veíamos volver una y otra vez a su rincón del ring, cada vez más magullado, en un combate que claramente no podía ganar”. Como el Kremlin no le temía le dejó presentarse a las elecciones a la alcaldía de Moscú en 2013. Consiguió el segundo puesto con un 27’2% de los votos y a eso sí tuvieron miedo: le prohibieron ser candidato en las presidenciales de 2018. “Quiero vivir en un país normal“, declaró a la Radio Nacional Pública de los Estados Unidos, la NPR, ese mismo año. Y siguió denunciando la corrupción a través de su canal de You Tube.
Era un gran comunicador, muy incómodo. Utilizaba Instagram, Twitter y TikTok como altavoces de su mensaje: “No tengo miedo de decir que los que están en el poder son ladrones corruptos. ¿Os unís a nosotros para coger a los ladrones con las manos en la masa?”. Allanaron su sede. Confiscaron todo. Le salpicaron un líquido tóxico en la cara. Le detuvieron en directo. Él pensaba que su fama le daría seguridad.
EL 20 DE AGOSTO DE 2020 FUE ENVENENADO
Sintió que se moría en el avión de regreso a su casa desde Siberia, donde había rodado otro de sus reportajes sobre la malversación de las autoridades locales. Sus gritos de agonía alertaron a los pasajeros y el piloto cambió el rumbo para llevarle al hospital más cercano. Esa rápida intervención evitó su muerte. Estaba en coma, pero vivo. Su mujer, Yulia Navalnaya, consiguió que lo trasladasen a Berlín. Allí descubrieron que había sido envenenado con Novichok, una potente neurotoxina desarrollada en la Unión Soviética que causa espasmos musculares, parada cardiaca, acumulación de fluido en los pulmones… La misma sustancia utilizada para envenenar, en 2018, al exagente doble ruso Sergei Skripal y su hija Yulia, en un parque de la localidad británica de Salisbury.
Alekséi Navalny en el hospital alemán que le salvó la vida
Bellingcat, un colectivo internacional independiente de investigadores y periodistas decidió poner “el cascabel al gato” (traducción de su nombre) al intento de asesinato de Navalny. Esta organización había saltado a los titulares internacionales con su informe sobre la caída, en 2014, en Ucrania, del vuelo de Malasian Airlines MH17 que causó 298 muertos: lo había derribado un misil ruso que, ahora se ha sabido, autorizó Putin. Los datos y las redes sociales, según indica su web, https://es.bellingcat.com, son la clave de sus investigaciones. El coordinador para Rusia, Christo Grozev, explica en el documental Navalny que “cada vez que usas el correo, internet, coges el avión, pides cita médica, incluso miras la pantalla del teléfono, dejas rastro”. Y ese rastro los llevó a descubrir que tras el intento de asesinato del disidente estaba el FSB, el servicio federal de seguridad ruso, heredero del KGB. Localizaron los nombres y fotografías del equipo de asesinos que se estaba preparando desde que Navalny había anunciado su candidatura a la presidencia, en 2017.
Antes de divulgar la información, de manera simultánea, a diferentes medios de comunicación de todo el mundo, Navalny hizo una llamada personal a cada uno de ellos para preguntarles por qué querían matarle. Dos le colgaron. El tercero, el científico Konstantin Kudryavstev, con el que Navalny se hizo pasar por asistente del secretario del Consejo de Seguridad, le contó incluso donde habían puesto el Novichok: en sus calzoncillos azules, en la parte de la entrepierna, en la bragueta y costuras. La conversación grabada parece sacada de una película de espías. (https://www.bellingcat.com/news/uk-and-europe/2020/12/21/if-it-hadnt-been-for-the- prompt-work-of-the-medics-fsb-officer-inadvertently-confesses-murder-plot-to-navalny/).
El informe de la investigación se publicó el 14 de diciembre, a las 12. “Hola. Sé quiénes quisieron matarme. Sé dónde viven. Sé dónde trabajan. Conozco sus nombres reales. Conozco sus nombres falsos. Tengo sus fotografías”, comienza Navalny el video en el que recolecta todas las evidencias. En siete horas lo habían visto casi ocho millones de personas. Cuando le preguntaron al presidente Putin, en rueda de prensa, por su implicación se limitó a contestar: “Si hubiéramos querido envenenarle lo habríamos hecho. Habríamos acabado el trabajo”.
Navalny permaneció en Alemania hasta que se recuperó del todo. En enero de 2021 sacó los billetes de regreso a Moscú, aunque sabía que sería arrestado nada más llegar. El día 17, bajo la acusación de violar el régimen abierto de una condena previa por corrupción, mientras estaban en coma en Alemania, fue detenido al pasar el control de pasaportes del aeropuerto de Sheremetevo al que había sido desviado el avión para evitar a las decenas de seguidores que le esperaban en otro aeropuerto moscovita, destino del vuelo.
48 horas después, la Fundación Anticorrupción de Navalny publicó en You Tube la investigación titulada El palacio de Putin: historia del mayor soborno, sobre el palacio que tiene Putin a orillas del mar Negro. A las nueve horas el documental tenía doce millones de visualizaciones. Tras su fallecimiento ha llegado a 130 millones y sigue subiendo (https://www.youtube.com/watch?v=T_tFSWZXKN0).
Tanto los titulares de la prensa como las declaraciones de los lÍderes políticos occidentales han coincidido en señalar que el Kremlin es quien ha matado a Navalny. “Sí se confirma que ha sido asesinado por el régimen de Putin”, declaró a esRadio, Mira Milosevich, investigadora principal para Rusia del Real Instituto Elcano, “no sorprende, ya que Putin ha demostrado que usa todo tipo de instrumentos para competir políticamente con sus adversarios”. La lista de víctimas del presidente ruso es larga: la periodista Anna Politkovskaya, tiroteada; el ex espía Alexander Litvinenko, asesinado con Polonio; el opositor Boris Nemtsov, acribillado; el jefe de los mercenarios de la Wagner, Prighozin, muerto con todo su equipo, en un accidente aéreo…
Occidente debe darse cuenta de que no puede haber diálogo con Putin, titulaba su análisis para El País del 19 de febrero, el investigador de United Ukraine, Dmytro Levus. “El simbolismo ruso de tipo criminal-chequista, escribe este experto en política exterior, se caracteriza por la obsesión con las fechas. Se sacralizan, se simbolizan, se establecen paralelismos y se envían saludos. Ahora se ha elegido la fecha para el asesinato de Navalny. Es el día de la Conferencia de Seguridad de Múnich. Se trata de un acontecimiento simbólico para Putin. Fue en la conferencia de Múnich de 2017 cuando Putin expresó en un discurso su deseo de aumentar el papel de Rusia y amenazar el sistema mundial.
Ahora no se le permite entrar en Múnich. Y esto le duele, porque el reconocimiento del papel de Rusia por Occidente que buscaba no se produjo. Y se está enviando esta señal: vosotros pensabais que teníais otro líder para Rusia, queríais hablar con él, aquí está su cabeza”.
En esa Conferencia de 2017 el presidente ruso arremetió contra Occidente y avisó del “peligro de las acciones unilaterales de EEUU”: podrían llevar a un enfrentamiento. Probablemente a una guerra mundial. En ese mismo escenario, la Conferencia de Múnich, veinticuatro horas después de la muerte de Navalny, su viuda y heredera de su disidencia, reclamó a las democracias “unidad para luchar contra el mal”.
Para la ex ministra de AA.EE., Ana Palacio, ”la Rusia de Putin está en guerra con nosotros, con el Orden Liberal Internacional“(El Mundo,17/02/24) “Hay que prepararse para un ataque de Rusia”, ha advertido el presidente francés, Emanuel Macron. “La amenaza de guerra puede no ser inminente, pero no es imposible”, ha coincidido la presidenta de la Comisión Europea, Úrsula von der Leyen. “¿Está Europa preparada para una guerra?”, preguntaba en su portada el especial de The Economist del 24 de marzo.
Cumplir una condena en una prisión rusa, que no difiere mucho de los campos infernales del Gulag, en el frío del norte ruso, bajo la arbitrariedad de guardias que tienen órdenes de presionar, los castigos regulares o la prohibición de asistencia médica, mata la salud y la psique. Navalny no perdió su sonrisa: en la última audiencia judicial, un día antes de su muerte, en la que participó por videoconferencia, bromeó con el juez que estaba al otro lado de la línea: “Señoría, le enviaré mi número de cuenta bancaria para que pueda utilizar su enorme salario en alimentar mis finanzas porque me estoy quedando sin dinero, y gracias a sus decisiones, se acabará aún más rápido”.
Decía que “la cárcel solo existe en la mente de uno y si se piensa bien, yo no estoy en prisión sino en un viaje espacial a un mundo maravilloso”. Durante uno de sus juicios explicó cuál era su motor para hacer lo que estaba haciendo. “Soy cristiano –dijo– y eso me ayuda a elegir mis acciones. Todo se vuelve más fácil. Tengo menos incertidumbre. Hay un libro, la Biblia, en el que está escrito más o menos qué decisión tomar”. En ese momento de represión explicó, que el pasaje del Evangelio que le guiaba era la Bienaventuranza a los que tienen hambre y sed de justicia porque ellos serán saciados.
Al grito de “Navalny, Navalny” y entre aplausos, miles de rusos le dieron el viernes 1 de marzo, el último adiós a Alexei. A pesar de las amenazas de prisión por parte del Kremlin, la iglesia moscovita de Nuestra Señora Madre de Dios, donde se celebró el funeral y el cercano cementerio de Borisovskoye, donde fue enterrado, estaban abarrotados. Una larga fila de personas desafiaba a la barrera de policías desplegados. “Somos sólo gente de luto, con flores y velas, pero nos temen”, declaraba a la BBC una de las asistentes.
“Tú no tuviste miedo y nosotros tampoco”, era el sentir unánime. “Si llegaran a matarle, ¿qué mensaje dejaría al pueblo ruso?” pregunta al final de documental Navalny el director. Él responde sin dudar: “mi mensaje es muy sencillo: no os rindáis. Si deciden matarme significa que somos muy fuertes y tenemos que usar ese poder”.
Mira serio, directo, a la cámara y su rostro se ilumina con una enorme sonrisa.
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