Jose Luis Garci ha cumplido ochenta años. Una buena excusa para revisar y reivindicar su obra. No sabemos si estrenará algo más, pero la presión ambiental no es poca. Scorsese, Michael Mann y Barry Levinson han estrenado en esta temporada con 81 años, Victor Erice con 83, Ridley Scott con 86 y Woody Allen con 88. Todos ellos en el lapso de pocos meses. En cualquier caso, y haga lo que haga, de momento la obra que cierra la filmografía de Garci es El crack cero, estrenada justo antes de la pandemia. Una filmografía que comenzó en 1977 con Asignatura pendiente, realizada después de la experiencia de varios cortometrajes. De esta manera, el cine de Garci es testigo de uno de los periodos más interesantes de la España contemporánea.
La transición ilusionada
Su filmografía arranca con la transición política, una época de ilusión y esperanza, un tiempo de cambio deseado. Y sus primeras películas están muy pegadas a la realidad social que vive esa España en transformación. Más allá de sus primeros cortometrajes, Garci arranca con tres largometrajes de tono dramático que toman el pulso emocional del españolito medio. Uno por año, en un momento decisivo: en el 77, Asignatura pendiente; en el 78, Solos en la madrugada; y en el 79, Las verdes praderas. En el tramo final de Solos en la madrugada, Garci pone en boca de Pepe Sacristán una larga declaración de principios en la que encontramos frases como estas: “Estamos en 1977… somos adultos… ya no tenemos papá… estamos maravillosamente desamparados ante el mundo… No podemos pasarnos otros cuarenta años hablando de los cuarenta años… va a acabarse para siempre la nostalgia… no importa mucho si al principio cuesta un poco porque al final habremos recuperado la convivencia, el amor, la ilusión… vamos a intentar algo nuevo y mejor”.
Algo parecido, pero con un poco más de resentimiento, lo habíamos encontrado en Asignatura pendiente, en una larguísima dedicatoria final en la que se ponía el acento en los aspectos más oscuros del nacionalcatolicismo franquista; eso sí, sin perder nunca ese punto de ternura tan característico de Garci. Esa trilogía termina con otra declaración de principios, pero visual –el incendio del chalet–, en la que se alerta ya de los peligros de la nueva España libre recién estrenada: el conformismo con una sociedad consumista que parece ofrecernos la felicidad en tener más que en ser. En una conversación que tiene Rebolledo (Alfredo Landa) con su mujer Conchi (María Casanova), le confiesa su profunda insatisfacción: “Estudia, trabaja, échate novia, cásate, cómprate un piso, un chalet, un coche… y trabaja como un burro para pagar las letras, los colegios de los niños, el friegaplatos, la cortacésped,… y al final te das cuenta de que has vivido para Seat, para Philips, para Zanussi, para El corte inglés…”. Pero en la película la última palabra no la va a tener el desencanto, sino la posibilidad de “volver a empezar”, expresión que daría título a la película que conseguiría un Oscar dos años después.
La democracia asentada
Las ilusiones de la transición dejan paso a la democracia real, con la amargura del terrorismo, los vaivenes económicos y las nuevas contradicciones sociales. Garci se vuelve un poco más sombrío, menos didáctico, y nos deja películas más adultas, como Sesión continua (1984), un homenaje al mundo del cine, pero con personajes escépticos, como el del José Manuel (Adolfo Marsillach), un director de cine sentimentalmente fracasado que está realizando una película que se llama Me deprimo despacio. En este periodo de madurez su mejor película es El crack (1981), paradójicamente superior a la citada galardonada Volver a empezar, y que tendría una secuela en 1983. Es la incursión de Garci en el cine policiaco, con todo el peso del cine clásico americano consumido y degustado hasta la saciedad por el director, y con la construcción de un personaje sólido e inolvidable como Germán Areta, que le supuso a Alfredo Landa un justísimo reconocimiento. En esos años Garci hace un retrato maravilloso de Madrid en sus películas. Un Madrid nada objetivo, pero muy real, un Madrid vivencial y sentimental. Como el retrato que hicieron de las calles de Nueva York los directores de los setenta, al estilo de Sidney Pollack en Los tres días del condor (1975). De hecho, los planos de la Gran Vía en El crack nos recuerdan a tantas imágenes de Manhattan servidas con el saxo de melodías de jazz en el cine de Hollywood.
Las adaptaciones y el cine de época
En los noventa, José Luis Garci va a plantear un giro a su carrera. Un giro que no tiene que ver con sus planteamientos de fondo, pero sí con si manera de vestirlos. Comienza a adaptar relatos de época, y a trasladar sus argumentos a la España pretérita y así seguirá hasta su última película, El crack cero, que retorna a 1975, el comienzo de la transición, cerrando un círculo que termina exactamente donde arrancó. Hablamos de Canción de cuna (1994), ambientada a finales del siglo XIX, que adapta a Martínez Sierra; La herida luminosa (1997), situada en los años cincuenta, a partir de la obra teatral de Josep Maria de Sagarra; El abuelo (1998), adaptación de la novela homónima de Galdós ubicada en Asturias a principios del siglo XX.
En el siglo XXI abandona los referentes literarios y Garci vuelve a los guiones originales, casi siempre de la mano de su gran amigo Horacio Valcárcel, pero anclando los argumentos en el pasado ¿Desencanto del presente? ¿Nostalgia del pasado? ¿La irrupción de una edad en la que se sucumbe a la idea de que “cualquier tiempo pasado fue mejor”? Sea cual fuera la razón, el hecho es que Garci se instala en un pretérito norte de España, en pueblos ficticios de la Asturias de sus ascendientes. You´re the one (2000) es un drama melancólico que se ambienta en unos años cuarenta en blanco y negro en el imaginario pueblo de Cerralbos del Sella. En 2002 estrenó Historia de un beso, y con ella volvemos a Cerralbos del Sella a una historia ambientada en los años cuarenta con flashbacks a los años veinte. Otra película atravesada de nostalgia y melancolía.
Después de esta etapa asturiana, Garci da un cierto bajón en su carrera con dos películas que abandonan un poco el estilo del director y se quedan en un plano más superficial y frívolo: hablamos de Tiovivo c.1950 (2004) y de Ninette (2005). Se recupera con Luz de domingo (2007), la adaptación de una novela escrita en 1916 por Ramón Pérez de Ayala. Con esta película retornamos a Asturias, al inexistente pueblo de Cenciella, a principios del siglo XX. La trama vuelve a afrontar un presente herido por un pasado, en una historia de caciquismo y revanchas políticas. Siguen dos cintas que ponen el foco en el costumbrismo, en cómo se vivía en la España del siglo XIX: Sangre de Mayo (2008) y Holmes & Watson. Madrid days (2012), aunque una trate de la Guerra de la Independencia y la otra sea un argumento policiaco. Cierra su filmografía El crack Cero, una precuela en blanco y negro, ya sin Landa, fallecido. La película es un auténtico testamento cinematográfico: un homenaje al cine negro del Hollywood clásico, a Alfredo Landa, al Madrid de la transición, a la novela negra americana, al fumador empedernido, al boxeo… y también un autohomenaje a su propia filmografía.
Un personal estilo cinematográfico
Garci es un autor cinematográfico. Es decir, tiene su propia caligrafía, un estilo propio e inconfundible. Es poco amigo de marear con la cámara, procura tenerla quieta mucho tiempo, como John Ford. En cambio le encantan los diálogos largos, trabajadísimos en el guion, a veces rodados de un tirón como la conversación que mantienen Iñaki Miramón y Lydia Bosch en You`re the one. Sin embargo, no se parecen a los de Eric Rohmer, desenfadados y aparentemente banales. Son diálogos que funcionan como un reloj, como un mecanismo de relojería que va dosificando el contenido dramático y emocional a la perfección.
Las películas de Garci son siempre contenedores de cultura popular: en ellas hay futbol, hay boxeo, hay jazz, hay cinefilia, hay cócteles… como en Tarantino, pero al modo español y castizo, que es muy diferente. Su cine es un alambique que destila nostalgia, nostalgia del clasicismo, nostalgia de un mundo predigital, la nostalgia de un mundo de celuloide como el que ha reivindicado Víctor Erice en su último film, Cerrar los ojos (2023).
Para Garci el cine es como una religión en cuyo altar hay que sacrificar muchas de las falsas promesas que nos ha traído el llamado progresismo. Si el filósofo coreano Byung-Chul Han hiciera películas se parecerían a muchas de las que ha hecho Garci: habría sobremesas con puros en vez de chats; partidas de mus en el bar, en vez de videojuegos; miradas cómplices en vez de Tinder, largas conversaciones en vez de grupos de whatsapp.
Tampoco habría espacio para lo políticamente correcto. Pero Garci no es un filósofo. O sí. Fue un hombre que creyó en su juventud en la utopía del cambio político (era comunista), después vino el previsible desengaño, y pasó a creer solo en las experiencias verdaderas. Pequeñas, pero auténticas: un paseo como el del Conde de Albrit con el maestro Pío Coronado en El Abuelo, una confesión sincera como la del doctor Don Lino en Historia de un beso, o una visita cariñosa como las que hace German Areta a Carmen en El crack.
En la hipótesis de que Garci haya puesto ya punto final a su carrera nos ha dejado una filmografía coherente, redonda, rica y profunda, y sobre todo nos ha regalado un retrato magnífico de una forma de entender la vida que ya es historia. Insisto, como Erice. Hay que estar muy agradecidos a ambos.
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