EXPOSICIONES

ISABEL QUINTANILLA, UNA ESPLÉNDIDA LECCIÓN PARA APRENDER A MIRAR

Sobre la biografía y la trayectoria artística de Isabel Quintanilla no voy a detenerme. A grandes rasgos o con cierto detalle, pueden encontrarse datos suficientes en los medios: una personalidad atractiva, una reivindicación de la mujer en el mundo del arte, una entrega indiscutible a su obra, una vida familiar y unas amistades sólidas en el círculo de intelectuales, pintores, escultores realistas o hiperrealistas del que formó parte… Más bien trataré de explicar qué me suscitó el recorrido, asombrado y agradecido, por la exposición, muy generosa y bien organizada, de la obra de la pintora madrileña.

Una octava real, un verso y un relato budista

Pedro de los Reyes, benedictino de Sevilla y Obispo de Yucatán es autor de muchas octavas reales, fáciles para memorizar, que se han usado durante siglos para infundir la conciencia de la seriedad de la salvación eterna. Para la espiritualidad ascética del siglo XVI, frente a la muerte se abría con claridad la posibilidad de la salvación o la condenación. El “amor a lo visible” apartaba del “ver a Dios”, la santidad implicaba un alejamiento de todo lo que pudiera ser placentero… José Luis Blanco Vega hizo en 1989 una reelaboración, con un sentido distinto, aunque no paródico, de la famosa hasta nuestros días “Yo para qué nací” de Fray Pedro de los Reyes. La pregunta de éste (“¿Y tengo amor a lo visible?”) se transformó en una rotunda afirmación: “Y tengo amor a lo visible”. En 1997 la editorial Sal Terrae publicó un parte de la producción poética y religiosa de Blanco Vega, prologada por Schökel y titulada precisamente con ese verso. Me cautivó el título aun sin conocer el contenido porque me identificaba con la afirmación. Creo que, sin llamarlo amor, lo visible, lo material, la forma, el color, la luz y la sombra, también el tacto, me atraen, ya adulta, como atrae todo ello a los niños. Y desde la infancia he desarrollado una especie de afecto o apego hacia muchos objetos visibles y tangibles. Creo que no es demasiado original. Con certeza es algo, consciente o no, compartido con buena parte de los seres humanos e incluso con el reino animal. Y es este amor lo que he encontrado en la obra, no muy sentimental o emotiva, pero intensamente expresiva e intimista, de Isabel Quintanilla.

Recuerdo, y asocio a lo anterior, un relato corto que escuché hace tiempo en un seminario sobre budismo: un maestro budista pasea por el campo y se encuentra con un campesino que recolecta algo, cereal o verdura, y lo lleva en sus manos. Conversan, tal vez sobre sus quehaceres y finalmente el maestro, a lo mejor con una sonrisa condescendiente de superioridad, señalando lo que el campesino lleva, dice: tú recoges eso… y levantando el índice hacia lo alto: yo quiero alcanzar aquello… A lo que el campesino responde, quizá con una sonrisa socarrona: tu buscas aquello, yo tengo esto. “Aquello”, según el director del seminario es algo así como el hiperuranio platónico. Bien, para situarnos ya en la exposición: me gusta más el mundo material y más Aristóteles que Platón. Como me parece mejor la fe cristiana que la budista. Una fe que ha sacralizado la materia ya que el mismo Dios tomó carne. Isabel Quintanilla, a mi parecer, amó lo visible con lo cual no estoy aventurando nada acerca de sus creencias sino explicando por qué su arte, el arte de representar materia, la de la naturaleza o la trabajada por manos e inteligencia de seres humanos, me ha resultado tan ajustado a mis preferencias.

La esencia de lo cotidiano

Isabel, con su reproducción precisa, casi fotográfica, parece querer aflorar la esencia de lo cotidiano. Pura belleza, algo misteriosa. Me he preguntado a veces, ante la famosísima obra de Antonio López de la Gran Via madrileña, por qué una fotografía tomada desde el mismo lugar, con la misma luz, de la misma calle, aunque me agrade, no me impresionaría del mismo modo que la obra del pintor. Y lo mismo me ocurre con lo pintado o dibujado por Isabel. Una de las pinturas expuestas en esta ocasión es una vista panorámica de Roma. Para mi tiene un encanto singular. Representa lo que se divisa desde una cierta altura desde una de las siete colinas, tal vez la Vaticana. Podría ser una buena imagen para un folleto turístico, pero es una obra de arte hermosísima. Dice un comentarista: el hiperrealismo, fotográfico en esencia, implica un enfoque mucho más complejo del tema elegido, presentándolo como un objeto vivo, tangible. Es como una foto… pero no es lo mismo.

Durante sesenta años, la pintora produjo bodegones, paisajes de lugares en los que vivió o que visitó ocasionalmente (Italia, Grecia, Alemania y por supuesto España) interiores y jardines en los que transcurrió su vida, su mundo más próximo y la naturaleza doméstica. Una veintena de dibujos y óleos en torno a los interiores domésticos o del colegio en el que enseñaba dibujo, sirven de motivo pictórico con una gradación de luces nocturnas o diurnas del mismo encuadre, visible en Atardecer en el estudio (1975) y Nocturno (1988-1989), donde introduce luz artificial en Habitación de costura (1974), El teléfono (1996), La noche (1995)  o en Interior, Paco escribiendo, (es la única obra expuesta en la que hay una persona) del mismo año, donde capta a su marido reflexionando antes de hacer unas anotaciones nocturnas bajo la intensidad de una lámpara de despacho.

El vaso de Duralex y el agradecimiento

Los vasos de Duralex, tan cotidianos en nuestras casas en los años 60 y 70, son protagonistas en muchas obras. Hasta el punto de que se ofrecen a la venta en la tienda del museo dedicada a la exposición. Vacíos o medio llenos de agua, a veces con una flor, se presentan en solitario en muchos de los cuadros expuestos. La visión evoca muchos momentos familiares y hace descubrir una belleza escondida que ignorábamos en el uso diario. Aún queda algo de duralex en mi casa y, ya de vuelta, me he parado ante ello con una nueva mirada, entre asombrada y divertida. En efecto, aunque la práctica no me era del todo desconocida, he avanzado en el aprendizaje de mirar y descubrir la belleza en este mundo material doméstico tan aparentemente vulgar. Tengo que agradecer a la autora esta enseñanza.

En una de las salas del espacio expositivo se proyecta una filmación en la que Isabel Quintanilla, en su taller o en algún local de trabajo habla con otros artistas y se ocupa de preparar minuciosa y prolijamente un soporte para una de sus pinturas. Este trabajo previo, hecho con un cuidado que conecta con el propósito de la pintura o dibujo a que se destina, revela que la artista no deja nada a la casualidad o la improvisación. Sabe lo que quiere hacer y cómo hacerlo. Sin duda poseía un dominio absoluto de la técnica que debía emplear para lograr el resultado deseado. Entre sus obras hay óleos sobre distintos materiales y dibujos a lápiz en diversos tipos de cartulina. La precisión y el detalle y el acabado con los que trata los espacios interiores, los contrastes de luz y sombra, la perspectiva y los juegos de planos y contraplanos de pasillos, puertas y rincones son de una maestría asombrosa.

Pues bien, no sé si era su intención pero estoy segura de que el que se asoma a estos cuadros experimenta, como me ha sucedido, agradecimiento y una extraña alegría. No son obras pensadas ni artificiosamente diseñadas para provocar algún estado de ánimo especialmente gozoso. Pero no queda más remedio que agradecer y celebrar la belleza que trasmiten. Y esto, no deja de ser un motivo de alegría.

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