En las cumbres rocosas de Celama, frente a ese viento umbrío en la distancia que te eriza la piel, porque te trae la voz de los pastores que narran una historia frente al fuego, encontramos el timbre, el pulso y la escritura de Luis Mateo Díez. En su caso, podríamos decir que no ha sido un escritor quien ha inventado un territorio mítico, sino una geografía la que ha escrito a un hombre.
Su Premio Cervantes representa una literatura que ya no es de este mundo, y precisamente por eso se alza con valor de tensión narrativa verdadera en el turbio aluvión de escaparate. Hay en Luis Mateo una manera sabia de contar que lo hermanan con José María Merino y Juan Pedro Aparicio, sus hermanos leoneses, que han recibido este Premio Cervantes no de manera subsidiaria, sino de ligazón sanguínea en la manera de inventar y narrar, de fabular el aire de un relato con rostros sucesivos prendidos de la llama, mientras el hacedor del milagro continúa su sortilegio de palabras y asombro.
Eso es escribir: sortilegio, palabras y asombro. En la amistad de estos hombres, de estos tres escritores leoneses, se cimenta una tradición. Es la fantasía, pero con los pies hundidos en la arcilla cambiante y maleable de la vida en la calle. Porque lo cotidiano puede ser terrorífico y tiene su misterio, abierto y ofrecido en las costuras que de pronto se abren: una noticia nos asalta y vemos la novela que hay detrás.
Luis Mateo Díez la sabe ver sin necesidad del titular, porque su mirada está ajustada a la revelación desde Las estaciones provinciales, su primera novela, hasta Vicisitudes, la gran obra maestra de este narrador que sabe proteger al escritor joven que todavía está presente en él, dejándose desbordar por esa especie de fiebre y de entusiasmo que es comenzar a escribir una novela. Porque Luis Mateo Díez, que ha pasado ya de los 80 años, tiene la arquitectura cervantina de la novela corta dentro de la novela, o del relato dentro de la novela corta, en esa especie de historias sucediéndose, interminablemente y en cascada, como seguimos disfrutando en La ruina del cielo, que fue recibida por unanimidad por los lectores y obtuvo el Premio de la Crítica y el Premio Nacional en 1999. En aquella época, cuando Luis Mateo Díez era requerido por las aulas literarias de los colegios mayores de la Ciudad Universitaria de Madrid, los novelistas aún aspiraban a serlo, con una especie de nervio en el lenguaje y una historia con poso y con pasado, desde ese eco que habla de otros mundos erigidos en pie. Un escritor de los de antes, que es también decir siempre. Como Julio Llamazares, como Juan García Hortelano, como José Manuel Caballero Bonald. En esa estirpe se entronca Mateo Díez, desde su universo oral de mito.
Siempre ha brillado Luis Mateo, especialmente, en la narración corta: La mirada del alma, con los ojos que brillan como luciérnagas en la oscuridad que se prolonga hacia una eternidad de días de barro, o El eco de las bodas, con su rastro de equívocos burlones en el rito ancestral y parejas cruzadas, más allá del espanto que a veces se vislumbra si miramos más allá de la tarta. Dentro del grupo de narradores que protagonizaron el paso de España a la democracia, la obra de Luis Mateo Díez representa, más que ninguna otra -o, al menos, tanto como sus compañeros leoneses- la pasión de contar. Veníamos de un tiempo y Europa demandaba otra generación de novelistas españoles. Más allá de los nombres y de las preferencias, Luis Mateo Díez ha encarnado la vigencia de la poética cervantina de la historia dentro de la historia, con ese pulso interior, a lo Cervantes, entre la realidad y la fantasía.
Estamos ante un hombre que nos habla escribiendo, que nos narra su vida en las historias que fabula deprisa. Luis Mateo Díez publica tanto que necesita varias editoriales a la vez que puedan dar salida a sus criaturas, ya sean novelas cortas o amplias, y lo cierto es que su legión de seguidores no sólo no se cansa, sino que pide más.
Hay misterio, hay Celama y León, hay silencio y hay furia, una meditación hacia el desván en el que siempre duermen los recuerdos. Y eso, sin hablar de la presencia portentosa del cine en su escritura, de esa fabulación visual del enigma, con tintes neorrealistas italianos, de modernidad francesa y hasta de épica narrativa a lo John Ford, porque su generación también leyó la vivencia en el cine. Celebramos este Premio Cervantes al más cervantino de nuestros escritores como se debe hacer: leyéndolo sin prisa, pero también sin pausa.
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