No es decir demasiado que la memoria es inseparable del hilo de la vida humana y que forma parte de la historia de los pueblos, aunque no haya que identificar los términos memoria e historia, ni dejar de advertir las relaciones que corren entre memoria individual y memoria colectiva.
Además, de acuerdo con quienes saben de la complejidad de nuestra mente, hay que reconocer que los recuerdos llevan consigo una carga inevitable de subjetividad. Con todo, la memoria confiere al testimonio su particular autoridad. Y sabemos por los propios testigos que el haber estado allí carga sobre su conciencia el peso de una responsabilidad tanto más dolorosa cuanto más terrible haya sido lo presenciado o padecido: “Cuando los acontecimientos vividos por el individuo o por el grupo son de naturaleza excepcional o trágica, el derecho (a la memoria) se convierte en un deber: el de acordarse, el de testimoniar” (Tzvetan Todorov).
Estas cuestiones nada simples, siguen abiertas hoy mismo entre memorialistas, historiadores y psicólogos, porque está en juego nada menos que la noción de verdad histórica y la construcción y equilibrio de la existencia personal. En este sentido se puede afirmar, sobre la base de saberes varios, que la memoria nos constituye personal y socialmente, y aceptar la conocida advertencia de que los pueblos que desconocen su historia están condenados a repetirla. Así mismo, se puede constatar que los horrores de la Shoah han multiplicado la atención a la memoria de los testigos y han avivado el interés por una historia que no se construye sin dar voz y espacio a los vencidos.
Pero para nuestro propósito, que es tan solo el de volver sobre algunas páginas que hablan de los recuerdos como de un tesoro inapreciable, basta entender por memoria la capacidad de conservar informaciones o impresiones pasadas, que responde a funciones psíquicas y que podemos actualizar representándolas como pasadas. Sabedores también de que la memoria refigura los hechos, que no es exactamente lo opuesto al olvido, y que –la metáfora es de A. Trapiello– “la cordillera del pasado está formada por dunas que van moviéndose”.
Dos voces sobre el tema
Nos atendremos a resumir las singulares defensas de esa facultad que hemos encontrado en la lectura de dos autores que han hablado magníficamente del surgir de los recuerdos sumergidos, y de la persistencia y fragilidad de ese hilo que da continuidad y consistencia a nuestras vidas. No extrañará que sean dos autores judíos: Marcel Cohen y Elie Wiesel, dado que memoria y sentido de pertenencia son inseparables en la peripecia del pueblo de la Biblia.
Es aceptado que la tradición judía es, desde sus orígenes, la tradición de la memoria y la Biblia (y Talmud) e invitan repetidamente al recuerdo y avisan del mal del olvido. Un mandato que vale –lo han indicado ya varios estudiosos– para otros grupos sociales pero que en Israel ha tenido una incidencia que dura hasta hoy. Que ha dado lugar a un largo proceso que pasa por la escritura de los textos sagrados y se identifica con la historia del pueblo (Cf. Dt 8, 11.14.19). Así, en una historiadora que nos ha dejado no hace mucho (Josefina Cuesta Bustillo) encontramos estas afirmaciones: “La historia del pueblo judío ilustra los mecanismos de la memoria y el contenido del recuerdo, que no consiste en rememorar todo el pasado. La Biblia conoce bien que la memoria de las personas es incierta, decepcionante y pérfida, frágil y caprichosa, corta e infiel”.
“Aceptando que es selectiva, realiza su opción y elige su contenido: el Libro judío no es la memoria de un pueblo, sino la de una relación entre Dios y los hombres en la que no importa tanto lo sucedido en el pasado, sino el cómo. Así, la memoria se ha convertido en esencial para la fe de Israel y para su misma existencia (…) En la tradición judía dos canales fundamentales transportan esta memoria a través del tiempo: los ritos y los relatos (…) La necesidad de fijar el relato y de dar continuidad a la memoria impulsó a la consolidación escrita de la tradición y engendró una verdadera literatura histórica. Aunque no debió ser obra de historiadores, dio lugar a unas concepciones históricas fundamentales”.
Marcel Cohen: el rescate de lo olvidado
Hoy sabemos que la catástrofe de la II Guerra Mundial y el exterminio obligaron a algunos testigos a padecer años de mutismo antes de poder tomar la palabra y liberar lo que encerraba su memoria. Y a otros, a dejar que determinadas sensaciones y hallazgos casuales despertaran los recuerdos sepultados. Recuerdos en los que redescubren rasgos innegables de su personalidad y que son algo no distinto de una verdadera patria.
Es el caso de Marcel Cohen, un huérfano que quedó abandonado a su soledad a partir del momento –bien documentado– en que unos cuantos convoyes partieron de Drancy-París hacia Auschwitz en 1944. Marcel, único superviviente de una familia llegada a Francia desde Turquía, ha llegado a ser miembro de la Academia francesa y ha dedicado muchas páginas a la memoria reencontrada.
Uno de sus libros, premiado en 2013, lleva en apertura una mención de “los que no están presentes más que en nuestra escena interior” que concuerda con el título mismo: Sur la scène intérieure I (Paris, Gallimard 2003). Aquí expresa su convicción de que, si bien los objetos cotidianos, por habituales apenas dicen nada, en ocasiones uno de ellos, una huevera de madera, modesta, gastada y descolorida, pero que ha durado setenta años, puede suscitar oleadas de ternura hacia la mujer que la lavaba, y que el temor a verla desaparecer confirma esa fijación que rodea al pequeño objeto de algo así como un aura. Algo tan modesto puede significar el arranque de páginas que releemos con el mayor agrado.
Al lado de ese primer volumen de recuerdos recuperados se puede colocar Cinq femmes (2023), en el que ante la mirada agradecida del escritor reaparecen otros tantos nombres femeninos, calificados como destellos de luz por su bondad anónima e incondicional: “Me ha sucedido –escribe al comienzo– encontrar hombres admirables; sin embargo, los únicos seres a los que tengo conciencia de deber todo son mujeres. Ellas se han portado conmigo con tanta naturalidad, determinación y, una de ellas, con tanto coraje, que yo he podido subestimar hasta qué punto no era algo a dar por descontado. Huérfano y niño escondido durante la guerra, no aceptaba ni la autoridad de hombres que sustituyeran a mi padre, ni el afecto de mujeres que tenían los gestos de mi madre (…) La buena voluntad no bastaba entonces y, aún hoy, el empeño testarudo de mujeres de las que habla este libro no deja de asombrarme”.
Los recuerdos de Marcel Cohen emergen vinculados a objetos y espacios caseros reencontrados al cabo de varios decenios, ante las fotografías amarillentas de abuelos, tíos y padres que habían dejado –en el caso del abuelo sefardí– Tesalónica y luego Estambul para reemprender sus vidas en un bulevar parisino donde encontraron refugio, donde se asentaron hasta la nueva deportación, dictada por los ocupantes alemanes, desde Drancy a Auschwitz. Solo una carta arrojada por su madre a las vías del tren quedó al alcance de Marcel como huella de sus padres y de su única hermana. Aquel trozo de papel salvado por algún ciudadano anónimo, no afectado por la terrible y bastante común indiferencia, y la ventana del hospital por donde ellas pasaron quedaron impresos con toda nitidez en el niño de cinco años, el huérfano que rescató recuerdos de lo vivido al cabo de más de 70 años.
El pequeño Marcel pudo evitar ser subido a uno de los siniestros convoyes gracias a María, la entrañable empleada doméstica que arriesgó su vida haciéndole pasar por un niño más en la localidad de Moissac. Ocultar a un niño judío, como hizo María, la más apreciada entre las cinco mujeres del relato, requirió una fidelidad y valentía excepcionales. Su bondad espontánea, su sabiduría práctica y su invariable decisión de ayudar a la familia Cohen resguardando al pequeño, marcaron de por vida la memoria del escritor, que no cejó en el empeño de encontrar la tumba de aquella mujer anodina en el cementerio de aquel pueblo perdido.
En los relatos de Cohen, objetos caseros, alfombras y paisajes que habían quedado muy atrás traen a la memoria gestos entrañables que abrigaron su infancia de desamparo y clandestinidad. Y son los aromas los mejores mensajeros de un pasado inolvidable: “Los perfumes (especialmente la antigua agua de colonia ya usada por el abuelo) atraviesan inocentemente el tiempo”, asegura, y citando a J. Paul Kauffmann, corrobora que “hacen resucitar recuerdos desaparecidos, traen un eterno presente”. Igual que el olor áspero de los uniformes de la Gestapo, o la lejía de los pasillos de hospitales y cuarteles le devuelven al miedo y al desamparo. Con esos recursos, ya entrado en años, el escritor va ensartando la historia de una familia. Al tiempo que nos deja admirar la imparable necesidad de saber de nuestro antes que no es nostalgia inútil sino consciencia de un legado íntimo, impagable e inseparable del ser que somos.
Elie Wiesel: el temor a olvidar
Hablar de la memoria debida a lo inolvidable del pasado por lo que tiene de inhumano, obliga a mencionar a uno de sus más decididos defensores: Elie Wiesel. Nacido en una región de Rumanía donde aún existían sinagogas de leño y se oía hablar en yiddish, con 14 años fue internado en Auschwitz y allí conoció la muerte de sus padres y hermana.
El creyente Wiesel no ha ocultado el temblor de su fe ante la inhumanidad del campo. Nobel de la Paz y Presidente del Memorial del Holocausto, ha dejado libros –pensamos en la trilogía que le hizo mundialmente famoso: La noche, El alma, El día– que son un continuo y dolorido “elogio de la memoria” y del peso inestimable del testimonio. De hecho, su nombre, junto con los de otros testigos-escritores, es inseparable de la “memoria del horror” que empaña los logros del siglo XX. Sin entrar en el interesante debate que desde la postguerra se viene dando sobre la relación entre el deber del recuerdo, la palabra de los testigos y el reclamo de justicia, nos limitaremos a releer El olvidado (trad. esp. Edhasa, 1994). Un libro que en este tiempo de frecuentes diagnósticos de Alzheimer resulta doblemente impactante.
Esta lectura ayuda a tener en cuenta aquel aprecio único de la memoria presente en la tradición judía. En esa tradición, con la contundencia de las palabras de alguien que sufre al pronunciarlas, se inscriben el desasosiego y empeño de Makiel, el hijo de Elhanan Rosenbaum, que se desvive porque el olvido no se apodere de la mente de su padre. Y llega a desandar kilómetros y decenios para, de algún modo, reapropiarse de los recuerdos paternos que se desvanecen.
Un dicho del Talmud, que recuerda que en el Arca se guardaban también las tablas rotas de la Ley, que Wiesel ha querido colocar en apertura, adelanta y, en cierta medida, condensa el contenido del libro sobre un padre que siente nublarse su memoria. Como si quisiera adelantar que, incluso en su debilidad, los recuerdos son el legado de mayor precio. Y justifica la odisea de un hijo para reapropiarse de lo que pudiera ser definitivamente olvidado.
En esta, como en más obras del autor, encontramos una veneración por la memoria que hace justicia al pasado, que asienta en lo firme el presente y que comporta responsabilidad hacia el futuro. Elie Wiesel la ha expresado más veces sin restricciones: “Sin memoria, el ser humano entra en una soledad de silencio e indiferencia; quién no recuerda, pierde su humanidad”; “sin memoria, no hay cultura. Sin memoria, no habrá civilización, ni sociedad, ni futuro”; “olvidar a los muertos sería como matarlos por segunda vez”. Y en esta nota autobiográfica: “Hemos aprendido que el silencio no es nunca la respuesta. Hemos aprendido que lo opuesto al amor no es el odio, sino la indiferencia. Y ¿qué es la memoria sino la respuesta a la y contra la indiferencia?”.
El respeto a la memoria, que en la fe israelita se remonta a la mismísima Memoria, aparece aquí en la conmovedora oración de Elhanan, el padre de Malkiel, que resume su propia biografía. Una plegaria a la que Wiesel ha querido reservar nada menos que la primera página de El olvidado: “De niño aprendí a venerarte, a amarte, a obedecerte; ayúdame a no olvidar el niño que fui (…) De adulto, he aprendido a respetar la voluntad de nuestros muertos; impide que olvide lo que he aprendido. Dios de mis antepasados, haz que el vínculo que me une a ellos permanezca sólido y entero. Tú que has elegido residir en Jerusalén, haz que yo no olvide Jerusalén. Tú que acompañas a tu pueblo en su dispersión, haz que yo lo recuerde. Dios de Auschwitz, comprendo que debo acordarme y recordártelo (…) Tú que comprendes nuestro sufrimiento, Tú que participas en nuestra espera, no me alejes de los que te han albergado en su corazón y en su morada”.
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