La escuálida, obstinada y desollada silueta de un hombre de pesados pies anclados a la tierra que se muestra en su condición humana más primaria y terrenal fue hasta el año 2010 la escultura más cara del mundo. Sin embargo fue realizada en un pequeño y caótico taller del barrio de Montparnasse por un artista llamado Alberto Giacometti. Un suizo de espíritu modesto y que sintió toda su vida que era un fracasado, pues sentía que no lograba plasmar lo que observaba.
Lo que proyecta esta escultura es tan atávico como apasionante, tan primigenio como extraño. Un hombre que desde su precariedad, indigencia, dolor e inevitable soledad, decide ponerse en pie y caminar, caminar hacia adelante. No sabemos si es consciente que camina hacia un futuro desconocido, pues a este hombre le sobran incertezas mas no le falta determinación. Giacometti crea una imagen de hombre despellejado casi arañado, extremadamente delgado pero erguido como el que más y desde allí nos convoca a todos a hacernos cargo de la fragilidad humana. El ser humano está diseñado para caminar hacia adelante. Ojos y pies van en la misma dirección por tanto, no estamos hechos para retroceder. Algo tan cotidiano y rutinario corresponde a un astuto sistema que implica un movimiento complejo de talón, pie, pierna y rodilla. Un sistema basado en la resistencia más que en la velocidad. Según los científicos e ingenieros mecánicos, la base, la clave para que el ser humano camine, está dada en el pie. Esa forma de pisar de talón a pie, es algo que no se da en los animales, ellos caminan en puntillas o bien ocupando toda la planta.
El pie humano debe ser capaz de sostener y desplazar a las pesadas piernas ayudados, claro está, por la función de los tobillos. Ya vemos todo un sistema mecánico perfecto, mas muy complejo y también único en la naturaleza. Este sistema mecánico estudiado por los científicos fue abordado desde otro punto de vista por el gran artista suizo de manera tan apasionada que fue el gran tema de toda su trayectoria plástica.
Alberto Giacometti buscaba y observaba insistente y obsesivamente. Observaba en los bares, observaba en las calles a medianoche mientras caminaba y deambulaba, sin saber bien qué buscaba pero grabando en su memoria claramente aquello que veía. Dibujando en todo momento, grabando con su lápiz el movimiento humano en las calles de su barrio de Montparnasse, en los parques, en las escaleras, dentro, fuera, en todos los espacios que habita una persona.
La antesala de Giacometti fue el dibujo, para el artista era una etapa indispensable, una etapa que le permitía plasmar lo que observaba y también aquello que casi pasa inadvertido. Realizaba un dibujo casi frenético como una escritura psíquica, como una psicorragia. Así logró arrancar a ese ser humano primigenio, a ese ser interior atávico y primero. Y es que para el suizo el arte era como una escuela de la mirada.
De más está decir que este Hombre que camina se nos hace inevitablemente presente, y que esa imagen de hombre muy flaco, cabeza pequeña, larguísimas y delgadas piernas, sostenido por unos pies rocosos y grandes, con su cuerpo inclinado hacia adelante formando una diagonal, es una imagen de un ser humano que recorre la historia. Siempre hay una tragedia, un acontecimiento en la vida que nos hace ver a la escultura de Giacometti viva, desplazándose de un lugar a otro, migrando, huyendo, arrancando. Por ello, la escultura creada por el escultor suizo en 1960 es universal, atemporal, por ello nos reconocemos en aquel flaco y desgarbado ser humano.
A pesar de su constante sentido del fracaso, de creer que no lograba absolutamente nada y su hondo deseo de mandar todo a paseo, su perstinaz sentido de observación le hizo seguir. Es decir, el propio Giacometti también es “un hombre que camina” e irremediablemente se dirige hacia adelante.
Como dice Franck Maubert en su obra El hombre que camina Editorial Acantilado año 2019, “para quien no renuncia, no hay más remedio que el trabajo. A ello se debe la humildad del artista.”
Allí estaba Giacometti en un trabajo al que no renunciaba, observando el movimiento humano. Trabajaba de noche haciendo y deshaciendo sus creaciones con los ojos cerrados como quien trabaja de memoria escuchando, atendiendo a los dictados más profundos atesorados gracias a su capacidad de observación.
En un principio El hombre que camina fue Una mujer que camina, obra del año 1932. Luego hubo una segunda mujer que camina llamada La noche del año 1946. El artista suizo plasma a una mujer que avanza con la espalda recta, dando un paso con un pie apoyado y el otro levantado. En ella se advierte el origen del Hombre que camina, pues es una mujer que también avanza con su espalda recta y mirando al frente. Desde esa primera escultura surgieron cuatro obras con ese nombre, El hombre que camina. En los años 1947, 1969, 1960 y 1962.
Más, igualmente su trabajo va cambiando, pero hay algo que se mantiene. Su idea es que caminar es ser, entonces se da cuenta de que lo que busca no es plasmar los rasgos de un ser humano, sino la tensión, el espíritu, todo lo que implica física y psicológicamente caminar. Cada figura que hace, se yergue sola, no se comunica con otro, quien camina está en su propia soledad. Un hombre que camina con el pecho hundido, apresurado, que se asemeja mucho a su creador, un hombre sin vanidad, pero decidido hacia adelante. Un hombre perdido, despojado, pero que no obstante sigue hasta el final, lo que sea el final, aunque después de tanto caminar se encuentre con un precipicio y caiga finalmente al abismo.
Esa velocidad, esa determinación del Hombre que camina nos recuerda a Hombres volviendo a casa de Edward Munch, año 1915. Justamente una de las obras más vitales del pintor noruego quien conecta y plasma la energía masculina, mas a diferencia de Giacometti, Munch toma contacto con la vitalidad colectiva. En este caso una vitalidad que surge de la unión de la clase obrera masculina quienes en la obra de Munch reúnen la fuerza reivindicativa de los apaleadores de nieve.
En esta obra observamos una primera línea de horizonte baja, fuera de la obra, y otra al fondo a los pies de las construcciones. Claramente esta masa está en un limbo. No tiene posibilidad alguna de ascender, ni tampoco de llegar a la zona de máximo vuelo, ellos caminan hacia adelante. Munch ha dado tal energía a los pasos de los hombres que vuelven a casa, que pareciera que como espectadores deberíamos hacernos a un lado, porque si no, nos atropellarán. Ellos caminan hacia adelante, si no nos movemos, chocarán con nosotros y nos arrasarán.
Es muy interesante el recurso de Munch para aumentar esta velocidad, en la zona inferior izquierda, las piernas de los trabajadores se superponen a los adoquines de piedras, los pies desaparecen y se desvanecen en la marcha. Ciertamente, un recurso que nos recuerda al caballo en galope de las cuevas de Francia, o a la misma Mujer bajando la escalera de Delanauy. Se provoca mucha velocidad pues los tres trabajadores más cercanos al espectador forman un ritmo de tres grandes triángulos, y al fondo se forma un ritmo de tres triángulos muy sugerentes. Los ritmos otorgan más movimiento a la agitada escena. En los trabajadores de Munch vemos a un hombre que con sus zancadas veloces, su cuerpo hacia adelante y su energía agresiva ha conquistado el vacío mediante la fuerza de su movimiento.
Vincent van Gogh en 1890 estaba ingresado voluntariamente en el sanatorio de Saint-Rémy de Provence, tenía, por tanto, poco contacto con el exterior. Allí decide copiar viejas estampas, entonces copia el grabado de Gustave Doré London: a pilgrimage. Un grabado que resonaba en Vincent, él se sentía en una prisión, aislado del mundo, y caminando pero en círculo no en línea recta hacia adelante. Caminar en círculos es la imagen simbólica de no tener escapatoria, de estar realimente condenado a una cárcel interior.
Por ello, Vincent van Gogh en su obra La ronda de los presos año 1890, crea unas altísimas paredes, inaccesibles y claustrofóbicas que ocupan todo el soporte. Unas ventanas que no liberan, una baja línea de horizonte la cual junto a la altura de esos muros crean una desproporción con la figura humana, que se ve empequeñecida e insignificante. Vincent van Gogh junto a un grupo de hombres no caminan como los trabajadores de Munch abriéndose paso entre la multitud yendo hacia adelante, no, los presos de Van Gogh caminan en círculo, con la cabeza gacha y la espalda encorvada, son la imagen del desaliento y la desazón. Sin embargo, hemos de fijarnos que al lado izquierdo hay dos mariposas volando, un evidente símbolo de sueño y libertad, de sutil optimismo, escondido pero presente.
La ronda de presos de Vincent van Gogh plasma al ser humano caminando en ese círculo sin fin que es la agonía misma y el sinsentido, pues estamos hechos para caminar hacia adelante en línea recta, una recta que muchas, muchísimas veces se tuerce.
El hombre que camina de Giacometti y los Hombres volviendo a casa de Munch, tienen en común, el ímpetu, la energía y la determinación en su caminar. Y es que una vez que nacemos, no nos queda más remedio que caminar, y además, hacerlo hacia adelante, el hombre no camina hacia atrás, estamos diseñados para caminar hacia adelante, y como sea, avanzar. Por tanto, caminar es una liberación, caminar es estar en la vida, como decía Friedrich Nietzche “Los grandes pensamientos surgen caminando.”
Ese acto de caminar, ese acto natural y atávico subyugó a Alberto Giacometti, a tal punto que fue un tema que trabajó incesantemente a lo largo de su trayectoria artística. Tanto trabajo obsesivo, meticuloso y vehemente le llevó a un lenguaje propio, único y a crear una obra universal.
Giacometti le vuelve la espalda a las vanguardias hasta tal punto que André Bretón lo expulsa del movimiento surrealista por volver a hacer cabezas figurativas. El artista suizo siguió a lo suyo, en su diminuto y caótico taller de París. Su hermano Diego le preparaba las estructuras de hierro, y luego Alberto como un poseso a ojos cerrados pasaba las noches llenando aquellas estructuras de escayola chorreada con sus dedos, hasta dar con el movimiento, con la forma que buscaba. Creaba cuerpos desprovistos de músculos, de órganos, de sexo. Hacía y deshacía goteando escayola hasta dar con la forma que recordaba y que había dibujado, esa forma que retrata el mecanismo perfecto que nos permite caminar como especies.
Ese trabajo, esa capacidad de observación incesante es la que permitió a Alberto Giacometti plasmar lo inhumano en esas estructuras y desde allí reforzar lo humano. El hombre que camina contiene lo sublime y lo divino haciendo visible los sufrimientos de todo ser humano. En esas figuras vimos a los prisioneros de Dachau o Auschwitz, hoy vemos a los migrantes sobre las pateras que llegan a Canarias, los mismos que cuando logran ser rescatados, ya en tierra firme caminan hacia adelante, sin dudarlo. También vemos a través de la escultura de Giacometti a los desplazados de Gaza, y antes vimos a los hutus y tutsis haciendo lo propio. El hombre que camina es todo ser humano erguido que avanza hacia adelante, hacia el futuro aunque éste no exista o sea incierto. Este hombre de Giacometti toma conciencia de su precariedad, solo sus grandes pies lo anclan a la tierra, aunque a ratos quisiera convertirse en las mariposas volátiles del cuadro de Van Gogh. Este hombre sabe que no queda más remedio que caminar. El 3 de febrero del año 2010 en Londres, en Sotheby´s El hombre que camina salió a subasta, dos mil millonarios se batieron en duelo hasta que se llegó a una cifra de 74,2 millones de euros. Luego en el año 2015 otra obra de Giacometti El hombre que señala fue vendida en Nueva York por la fundación Christie´s en un precio de 116 millones de euros.
Alberto Giacometti yacía sin la posibilidad de caminar, bajo tierra desde 1966 y no vivenció aquellos espectáculos de subasta con tal nivel de ceros. Ese hombre corroído por la sensación de fracaso es el autor de las esculturas más caras del mundo.
¿Acaso eso tiene algún sentido?, difícil saberlo pues el camino que recorren los milmillonarios es muy diferente, quizás opuesto al camino que ha recorrido El hombre que camina desde que salió de ese pequeño, desordenado, atiborrado taller del barrio de Montparnasse. Ver la imagen de Giacometti trabajando en ese taller y ver las cifras que se han pagado tantos años después por sus esculturas deja la cara vacía de gestualidad, vacía de todo, pero no hay más remedio que seguir caminando.
Comments