Cuenta María Montessori en su obra Secreto de la Infancia: “Un día entré en la clase llevando en mis brazos a un niño de cuatro meses que había tomado de los brazos de su madre […]. El silencio de esa criatura me causó una impresión profunda y quise hacer partícipes de mis sentimientos a los niños. “No hace ruido,” dije, y para bromear, añadí: “Mirad cómo tiene fijos los pies… ninguno de vosotros sabría hacerlo”. Observé con estupor una tensión en los niños que me miraban: todos pusieron los pies juntos e inmóviles.
Parecía que estaban pendientes de mis labios y que sentían profundamente mis palabras. “Pero que delicada es su respiración,” continué. “Ninguno de vosotros podría respirar como él, sin el más leve rumor […]”. Y los niños, sorprendidos e inmóviles, contenían la respiración.
En aquel instante reinó un silencio sepulcral, comenzó a oirse el tic-tac del reloj, que generalmente no se oía. Parecía que aquel pequeño hubiese aportado una atmósfera de intenso silencio, como no existe en la vida ordinaria. En aquellos instantes, nadie realizaba el más pequeño movimiento. De ello nació el deseo de encontrarse en aquel silencio, y reproducirlo”1.
Casi un siglo separa este texto de hoy. ¿Por qué traerlo a estas páginas? Sin duda, no se trata de una bella anécdota que se pretende mostrar, a modo de fósil, para elevar un canto al pasado que fue mejor. Quiere ser un punto de arranque para compartir una preocupación que muchos compartimos: urge recomponer lo humano en el panorama educativo actual apostando por reconciliar al hombre con lo que es. Para ello, sabemos el papel que juega la educación en el silencio, un extraño en el panorama educativo.
Es necesario rastrear el silencio poliédricamente. Las aproximaciones al concepto de silencio son amplias y muy ricas. Abordaremos algunas perspectivas que tienen algo en común: considerar el silencio como humus, como sustancia rica en nutrientes cuando se trata de formar a los alumnos y alumnas. Queremos tratar el silencio como humus del crecimiento humano y, por ello, considerarlo desde la educación2 como un desafío de primer orden en el entramado de nuestra cultura, caracterizada por el ruido que ensordece la escucha; la multiplicidad y simultaneidad de impactos de todo tipo que debilitan la conciencia y el disfrute de la humilde y magnífica realidad cotidiana; la convivencia con pantallas de muy distintos tipos que conlleva en muchos casos un ritmo trepidante que ahoga la observación tranquila, la pausa para experimentar la riqueza y belleza de nuestra casa interior.
Somos conscientes de que abordar el silencio en términos educativos no deja de ser contracultural y que argumentar las bondades del silencio puede considerarse fuera de los usos y costumbres sociales. Pero la condición humana, si la escuchamos, nos dice lo contrario. Pablo D’Ors3, en su Biografía del silencio advierte que el alma humana solo se alimenta si el ritmo de lo que se le brinda es pausado; que el silencio nos concentra, nos devuelve a casa, nos enseña a convivir con nuestro ser y que, sin esa convivencia con uno mismo es muy difícil que una vida pueda calificarse de humana y digna.
En el contexto escolar, el silencio pedagógico es el silencio humano aplicado a los fines de la educación, de la enseñanza y del aprendizaje, por parte de los sujetos educativos, estudiante y docente. Es el desempeño de la función del silencio respecto de la escucha, como expresa Foucault (2005, p. 386, citado Motta, 2012, p.182 ). Invitamos a los educadores que consideren la riqueza que encierra el concepto de silencio pedagógico en el clima del aula. Un desafío y una necesidad imperativa.
El silencio como humus de crecimiento humano
El silencio hay que vivirlo y hay que aprenderlo. Hay que vivirlo porque, como todo valor, se aprehende por experiencia y por contagio. También hay que aprenderlo. Para ello, el educador debe experimentarlo en su vida y tiene que intencionarlo en su enseñanza, en el clima del aula, en su relación pedagógica, en su modo de concebir el proceso de enseñanza y aprendizaje y de propiciar intercambio y reciprocidad con los alumnos y, sobre todo, entre los alumnos. Silencio y escucha generan un ritmo casi imperceptible pero fundamental en la comunicación humana. Como dice Heidegger, “escuchar y callar son dos posibilidades inherentes al hablar” (Torralba, 2014, p. 9). Si el ser humano es comunicación, relación y lenguaje, qué importante enseñar el hecho comunicativo dando verdadera importancia y oportunidad a la cadencia silencio y palabra; silencio y escucha; silencio y atención. Para ello, es imprescindible generar en el aula un clima de conversación, más o menos pausada, que propicie la consciencia de lo que se dice y se escucha.
Se trata de educar en la importancia de la palabra del otro, y de la atención a lo que quiere decir; de entablar un diálogo, interior y/o exterior en una interlocución significativa. Sin temor a exagerar, podemos afirmar que en el crecimiento humano de cada niño, de cada joven, experimentar y convivir con el silencio supone un plus de conocimiento, de realidad y, sobre todo, de humanidad.
No es tan fácil en este mundo nuestro vivir lo que se vive, dada la velocidad frenética a la que nos sometemos. Y sí lo es no ir más allá del impacto o resbalar por encima de la vida cotidiana sin adentrarse en ella, como le gustaba decir a María Zambrano. La escuela, la cultura escolar necesitan desvelar las bondades del silencio para formar personas que lo sean. Los alumnos tienen derecho a aprender que el ritmo de interioridad y exterioridad forma parte de su equilibrio y armonía.
En este sentido, tomando la analogía de las fuerzas centrífuga y centrípeta, utilizada por el humanista y pedagogo Pedro Poveda4, aunque aplicada a otra situación y contexto, en términos físicos, la fuerza centrípeta es la que actúa sobre un objeto en movimiento circular, dirigiéndolo hacia el centro de la trayectoria. La fuerza centrífuga, por otro lado, es una fuerza aparente que parece empujar al objeto hacia afuera, lejos del centro. Cuánto importa ofrecer a nuestros alumnos herramientas para moverse entre estas fuerzas. De nuevo, el silencio.
El silencio como humus de la interioridad abierta al misterio
Seguro que hemos comprobado en nuestra vida cómo el silencio viene en nuestra ayuda cuando la palabra se queda corta para expresar la experiencia de la belleza, del dolor, del amor, de lo incomprensible, de tantas realidades, emociones y vivencias que nos trascienden. Somos seres vulnerables y la frustración, la enfermedad, el desamor, la incomprensión, la inseguridad, el sufrimiento en muchas ocasiones nos dejan inermes. Es entonces cuando entrar en el hondón del alma es un regalo. Hablamos del silencio que acompaña al misterio, con minúsculas y con mayúsculas.
Es entonces cuando el silencio es un lenguaje muy potente. Familiarizarnos con él en estas ocasiones, por difícil que esto sea, se convierte en fuente de sentido que trabaja en nuestro interior como elemento liberador, catalizador, pacificador, purificador, consolador… Nuestras sociedades contemporáneas construyen sus significados a través de la interacción de diversos factores, incluyendo la tecnología, la globalización, los cambios en las estructuras sociales y la cultura de masas. Estos factores moldean la forma en que las personas entienden el mundo, sus identidades y sus relaciones sociales.
La escuela es una microsociedad con un gran potencial para poner en marcha todos los medios a su alcance y construir el sentido del silencio, sus distintas interpretaciones y significados, introduciendo a los niños y jóvenes en su práctica, en la atención a ellos mismos como seres interiores, enseñándoles a crear ese espacio en el que se pueden encontrar. Hablamos de la interioridad, que encierra el conjunto de imágenes, recuerdos, evocaciones, sentimientos de toda índole que coexisten en la vida interior y que están revestidos de silencio. También de la interioridad cultivada en la espiritualidad y la relación con Dios.
Qué importante educar para saber que hay momentos que necesitan del silencio y para sostenerlo en la dificultad que entraña: unos pocos minutos de silencio ejerciendo la capacidad de contemplar, escuchando una pieza musical, admirándose de una obra de arte, disfrutando de la recitación de un poema.
Unos pocos minutos de silencio ante la vivencia dolorosa o gozosa de un compañero, permaneciendo a su lado. Unos pocos minutos de silencio invitando a los alumnos a observar desde dentro algo que han vivido. Unos pocos minutos de silencio escuchando los sonidos de la naturaleza, los ruidos de la calle, el bullir de la vida a su alrededor, el latido del propio corazón. Unos pocos minutos de silencio tomando conciencia de algo o de alguien. Unos pocos minutos de silencio reconociendo la presencia y la Palabra del Dios Amigo.
El silencio como humus de la generosidad, la salida de sí y el respeto hacia el otro
La verdadera escucha, la que se hace de silencio y palabra, no es posible que se dé sin el aprendizaje de la generosidad. Para escuchar hay que aquietar, silenciar las conversaciones que se dan cita en nuestro interior que son muchas y en tantas ocasiones contradictorias. El otro y su palabra me tienen que importar y eso es generosidad, puede ser amor.
Nunca olvidaré la experiencia que supuso para mí la lectura de El Ulises de James Joyce en mis años universitarios y cómo adentrarme en ella me hizo caer en la cuenta del casi interminable flujo de conciencia que pasaba por el protagonista de la novela en un día. Cuando alguien requiere de mi escucha es necesario acallar el maremágnum de impresiones, ideas, representaciones, emociones, deseos, sentimientos que coexisten en mi interior para acoger, comprender y empatizar con la palabra del otro. En milésimas de segundo se realizan multitud de operaciones mentales para dificultarlo. Hay que salir de sí y eso amerita mucha generosidad, saber despojarse interiormente de lo propio. Silencio, escucha y palabra son una magnífica combinación. Si eso se da, tendrá lugar un contacto verdadero, un encuentro comunicativo humano.
Sí. Escuchar conlleva generosidad. Esto lo deben saber los alumnos en las escuelas. Cuando explicamos el fenómeno comunicativo entre emisor y receptor, en muchas ocasiones no vamos más allá de la acústica, del elemento físico y del hecho lingüístico puro y duro. ¿Les planteamos que escuchar es un acto de generosidad y de inmenso respeto? Un respeto que el silencio engrandece y cualifica porque hay que aprender a dar valor a lo que el otro expresa y no estar preparando la respuesta o el momento de intervenir. ¿Les hablamos de que la escucha desde el silencio nunca nos deja impasibles y siempre tiene una repercusión, un eco en nuestro ser y que eso forma parte de la fenomenología de la comunicación?
El silencio como humus del conocimiento propio, del control de las emociones y de la fortaleza del carácter
Dice Torralba que “el silencio es un tipo de experiencia que rompe nuestras máscaras y nos sumerge en las turbulentas aguas de la propia identidad” (2014, p.39). Ciertamente, la práctica del silencio fomenta la conciencia de uno mismo y pone de relieve la verdad o la falsedad de nuestra vida y de lo que somos. El autoconocimiento profundo, no el de los manuales al uso, va emergiendo en nuestra biografía personal, lenta y progresivamente, en el silencio meditativo que sostiene el miedo a uno mismo y la tentación de huida y deja entrar los materiales vitales que nos cuestionan y también nos confirman; que posibilitan la visión en perspectiva de uno mismo, de los otros y del mundo.
El conocimiento propio que brota del silencio meditativo viene en nuestra ayuda para reconocer las emociones que nos agradan y las que nos desagradan y nos va orientando un modo personal de convivir con ellas y también, de establecer un control sobre ellas. Sabemos que la educación emocional tiene un lugar significativo en los paradigmas educativos actuales pero, sin la experiencia, práctica y aprendizaje del silencio, es inconsistente.
Así mismo, si el carácter representa la línea de conducta con la que se manifiesta la personalidad del alumno y expresa el modo o la manera propia en que obra, se enfrenta con la vida y reacciona ante ella; si el carácter resulta de una progresiva adaptación o regulación del temperamento a las condiciones del ambiente social; si el carácter se forma y se modifica en las actividades prácticas que realizamos, se sigue de ello la estrecha relación entre fortaleza del carácter y educación en el silencio.
Todo ello nos conduce a trabajar con niños y jóvenes la resonancia interior de lo que viven día a día, la proporción y la importancia que conceden a lo que les acontece. Las herramientas para hacerlo pueden ser diversas pero debemos enseñarlas en el aula, en la tutoría, en el seguimiento de alumnos. Como diría Madeleine Delbrêl, “hemos de adentrarlos en el duro, magnífico, apasionante y necesario ejercicio de perforar la realidad”. Por el tema que nos ocupa, añadimos, perforar la realidad en el silencio.
Hemos iniciado estas páginas con la importancia que Montessori otorgó a la educación de los niños en el silencio, desde edades muy tempranas. Eso es posible si los educadores estamos convencidos de la belleza del silencio y lo practicamos. Gracias al silencio conseguimos meditar, relajarnos, entender cómo nos sentimos, cómo actuamos e incluso quiénes somos. La respuesta del niño al silencio y su goce natural se produce porque representa para él una conquista personal, en la que entra en contacto con su interioridad. Por esto y por mucho más, el silencio tiene que dejar de ser un extraño en el paisaje educativo.
1. Montessori, M. (1937). EL niño. El secreto de la infancia. Barcelona: Ediciones ARALUCE, pp. 197-198.
2. Torralba F. (2014). El silencio: un reto educativo. Madrid: PPC Editorial, 3ª edición.
3. D’Ors, P. (2012). Biografía del silencio. Madrid: Ediciones Siruela.
4. Poveda Castroverde, P. Vol.I de la Edición Crítica de las Obras de ese autor. Madrid: 2005, nº 79, texto de1916.
