ARTÍCULOS LITERATURA

NECESITAMOS UNA ISLA GRANDE

Los que hemos leído con atención a Rafael Soler (Valencia, 1947) sabemos algo que los demás no saben. Es algo que no se entiende siempre a la primera. Ni a la segunda. Es una suerte de llamada que nos apela a indagar, blanca y dura como un hueso íntimo, familiar, que tocamos a solas y reconocemos, bajo la ropa y la piel, como nuestro. Como nuestra. Voz hueso. Voz dignidad. Y no podemos dejar de oírla. Estaba ya en aquel grito de David, el niño autista de su primera novela, que se acaba fundiendo, confundiendo, con el grito de un absurdo y entrañable Tarzán urbano. También está, invencible, en los pensamientos de tantos recién muertos que pueblan sus libros, de tantos vivos en muerte, de tantos nunca fantasmas. Y en el lenguaje indescifrable del azar, que se vuelve destino, y en las derrotas compartidas, que se vuelven mitades de victorias. Y en todas las recetas, títulos, titulares, llamadas sin respuesta, órdenes, deseos e instrucciones obligatorias que, desde la ironía, hacen de su universo literario una constante apelación al . Comunicar, compartir. Las palabras son actos. Escribir es abrazar. En esas coordenadas se mueve la obra de Rafael Soler.

Los que hemos leído su última novela, Necesito una isla grande (Contrabando, 2019), sabemos que esa llamada urgente (“Sonata urgente” era el subtítulo de su primer poemario, Los sitios interiores) tiene que ver con la libertad y con la reivindicación de la bida como asunto estrictamente personal e intransferible. Fracasaremos, sí, quién lo duda, pero de tal manera que resulte una experiencia inolvidable. Y eso lo saben los cinco octogenarios (Panocha, Carmina, Tomás, Coronel, Rocky) que huyen de la Residencia de doña Asunción y su sopa fría, en busca del mar, furgoneta robada y pasta filipina en la guantera incluidas. En varias entrevistas, Rafael Soler cita este verso maravilloso de Claudio Rodríguez que el líder de la tropa, Panocha/Liberto, podría haber exhortado a modo de arenga a sus amigos: “Estamos en derrota, nunca en doma”, sin olvidarse del redoble triunfal de un “¡salud y república!” marca de la casa. 

Asistimos, pues, a un viaje que olía a comienzo, gestionado por el entusiasmo libertario de Panocha/Liberto, pero financiado, no lo olvidemos, por la buena fortuna póstuma de Pulga, que gana la lotería al mismo tiempo que le llega la muerte en forma de ataque al corazón. De nuevo los mensajes cruzados, tan característicos del estilo de Rafael Soler. El éxito y el fracaso mirándose a la cara, el bien y el mal intercambiándose números de teléfono. Pero en esta novela hay algo diferente de las anteriores. Una impresión de viaje sin retorno. Ya lo advierte Carmina al acordarse de la Residencia: “[…] nunca volveré, pues siempre hace falta un sueño para seguir viviendo”. Es la impresión de que esa isla grande que Tomás necesita, que todos necesitamos, no es de este mundo. ¿Quién premia realmente el billete de lotería de Pulga? En esa pregunta, creo, residen algunas claves para entender la verdadera dimensión existencial y hasta espiritual de Necesito una isla grande. 

Veamos. El mensaje que encuentran Tomás y Coronel en el móvil cuando descubren el cadáver de su amigo es el siguiente: “Nos ha tocado el segundo premio doscientos mil eurazos del alma”. En estos casos, lo habitual es emplear la locución adjetiva del ala en lugar de del alma para calificar una suma importante de dinero. Sin embargo, el autor ha querido que sea expresamente del alma. ¿Se trata de un error o un descuido? En absoluto. Según la tradición cristiana, la muerte viene a liberar al alma de su prisión, el cuerpo. Y eso mismo sucede en la novela. ¿Qué hacen esos doscientos mil euros sino liberar a nuestros personajes de la cárcel que es la Residencia? La idea de que el premio tiene un origen potencialmente divino y providencial se consolida cuando avanzamos en la narración. El denominado invisible socio de Pulga, con quien jugaba a medias, es un tipo sin nombre que surge de un modo casi fantasmal en el cementerio para entregarle a Panocha lo que le debe. No volverá a parecer en la novela. Es, por tanto, un simple mensajero colocado ahí para accionar un resorte esencial de la trama, una especie de ángel funcionarial con «los zapatos manchados de barro y un sobre marrón en el bolsillo». Así pues, lo que parecía un cabo suelto deviene símbolo crucial. Y no en vano, al oír que su amigo Panocha responde desde ese instante al nombre de Liberto (esclavo liberado por su amo), Tomás se muestra “encantado con aquel juguete nuevo que la providencia, no siempre generosa, ponía en sus manos”. Tomás está pensando en el nombre de su amigo, sí, pero no deja de ser llamativo que precisamente ahí y solo entonces, cuando reciben el dinero que ha de liberarlos, se aluda a la providencia. 

Una vez colocada esta pieza fundamental en el conjunto, el resto de elementos encajan como un puzle con sentido. La novela aparece ahora ante nosotros como el último viaje, en clave de road movie tragicómica, de unos personajes atormentados hacia la isla interior que necesitan. Pero no es fácil llegar al paraíso. Cada cual agarrado a su madero, náufragos felices, deberán hacer frente a sus demonios. Es el caso, por ejemplo, de Tomás y su culpa nunca confesada, cuyo terrible desenlace conoceremos solo en las últimas páginas. Y de Carmina y su “mar severamente oscuro”. Pero también del hijo de Tomás, Julián, el cuarentón en crisis liado con Cris, que acompaña en la aventura a su padre y que regresa de aquel peregrinaje con un puñado de buenas historias para su programa radiofónico. No faltará, sin embargo, quien se quede en el camino antes de tiempo en brazos de una isleña.

Conocida es la máxima de que no existe azar en la literatura. Lo que sucede en apariencia por azar no es más que una expresión del destino de los personajes. Incluso los accidentes y las casualidades. Por eso Carmina llega exactamente a la misma cala donde su padre, vestido de pirata para la ocasión, lanzó aquel “grito largo y cargado de razón” ante la mirada atónita del director de la película, que esperaba de él un grito de celuloide. Y por eso Rocky, boxeador vapuleado, se topa en su camino con un perro atropellado, reflejo de sí mismo. Por no hablar de la barca y la tormenta de Tomás, Nepo y Elvira.  

El azar es un tema mayor en la obra de Rafael Soler, a menudo concretado en el motivo recurrente de los juegos de azar: póker, ruleta, lotería… ¿Es la vida también una ruleta donde apostárselo todo? Gran pregunta. Y si es así, ¿apostamos en ella aun sabiendo que vamos a perder o precisamente porque de todos modos perderemos? No sorprende, por tanto, que la última parada de nuestros peregrinos sea precisamente en un casino, templo por excelencia del dios Azar. Y allí los recibe la atentísima mirada alucinada del comisario Abraham Deza Sotero, que ya los conocía del Rosita´s, prostíbulo de mujeres isleñas y agridulce recuerdo. Los recibe el comisario, decía, que les ve “entrar en grupo y casi cogidos de la mano, como si fueran de compras a un supermercado”. La escena de esos cinco seres desubicados entrando en el casino es fabulosa, digna del mejor Tarantino, con Panocha a la cabeza, calvo y luciendo “una camisa de flores, que llevaba por fuera, y unos zapatos marrones que cualquier tribunal habría aceptado como agravante incuestionable”. Después de aquella “experiencia inolvidable”, como la define el narrador, ¿importa de verdad si han ganado o han perdido a la ruleta? Rafael Soler nos demuestra que la diferencia entre la doma y la derrota es, muchas veces, cuestión de actitud. 

Parece innecesario afirmar, a estas alturas, que Necesito una isla grande es una de esas obras que nos hacen preguntarnos por nuestro lugar en el mundo. Y más en estos tiempos pandémicos y nada celestes, con la Parca campando a sus anchas por infames residencias olvidadas como la de doña Asunción. ¡Cuántos Pulgas y Panochas y Carminas no han tenido la bendición de un premio que los salve! ¡Y cuántos no han tenido ni un familiar al lado que los despida dignamente! La salida del libro, pocas semanas antes del estallido de la pandemia, encierra una suerte de premonición, de advertencia, de grito, de apelación al individual y colectivo que hoy, meses después, resulta atronador. 

Traducido a varios idiomas e invitado habitual de festivales internacionales, Rafael Soler es, por méritos propios, un autor ya indiscutible tanto en la narrativa como en la poesía de nuestras letras. Los que lo hemos leído sabemos que novelas como El grito, El corazón del lobo o El último gin-tonic, editada también por Contrabando, y poemarios como Maneras de volver, Ácido almíbar o la reciente antología Leer después quemar tienen el don de hacernos indomables en la derrota, grandes en nuestra pequeña isla.

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