ARTÍCULOS LITERATURA

IDA VITALE: POESÍA Y CHOCOLATE

Poesía y chocolate han acompañado siempre a esta joven poeta de 96 años, junto al correspondido amor de su esposo Enrique Fierro. Considerado como Nobel de literatura en castellano, la concesión del Premio Cervantes 2018 a Ida Vitale (Montevideo, 1923), es el merecido reconocimiento de una poeta, traductora, ensayista y crítica literaria que ha hecho de la Palabra asunto central, territorio compartido con afines, herramienta de un uso para tantos usos como el diario acontecer demanda. Representante de la poesía esencialista, el jurado valoró, en palabras del escritor nicaragüense Sergio Rodríguez, premiado el año anterior, “su lenguaje, uno de los más destacados y reconocidos de la poesía moderna en español, que es al mismo tiempo intelectual y popular, universal y personal, transparente y hondo”, rompiendo una regla no escrita, pues desde su fundación en 1996 siempre hubo alternancia entre autores españoles con iberoamericanos, incorporándose así Ida Vitale a la corta nómina, frente a cuarenta varones, de solo cinco autoras premiadas: María Zambrano, Ana María Matute, la cubana Dulce María Loynaz y la mexicana Elena Poniatowska.

Toda la poesía de Ida Vitale concede a cada palabra su más honda significación, desnuda de inanes apoyaturas. Tienen cada uno de sus libros de versos, publicados a lo largo de sesenta años, un decir y asunto propios, pero en todos deja la poeta su personal mirada de un mundo no siempre grato, al servicio de una realidad que muchas veces se presenta con el pelo mojado y sin pintar. “La corrección tiende a eliminar. Pero no hay un método. El único método es desconfiar, revisar, volver…”, tiene dicho a quien quiera escucharla, “es la desconfianza lo que me lleva a reducir o a concentrar. Siempre hay más seguridad cuando las palabras son más precisas”. La palabra, pues, como respiración del poeta, como aliento del lector cuando su corazón se expande con sonidos nuevos, con certezas solamente intuidas y que ahora, por ese raro misterio de la comunión entre afines –poeta, lector y viceversa– son revelación, guía, compartido temblor.

Ya en su primera entrega, La luz de esta memoria (1949), queda explícito ese decir testimonial que caracterizará toda su obra: “¿Qué tendré un día, cuando la niebla pase, / entre mis manos?” se pregunta en el poema “A fuerza de decir: esto no sirve”. Y a la búsqueda de respuestas, atrapando siempre cuanto la vida ofrece, dedicará su buen hacer, la Poesía como altavoz, destino y acicate. Apenas cuatro años más tarde, Ida Vitale cumpliría viaje con Palabra dada, un libro de poemas cortos, bien tallados, que abren una multiplicidad de posibles revelaciones, interpelado el lector por versos que le miran a los ojos con descaro: “Toma, dale mi vida / a quien te pida un trozo. / No tardes. Mira: / Quién sabe cómo están allí, sin uso, / cinco minutos, diez, de dicha pura”, nos dice en el poema “Impaciencia”. ¿Y qué otra cosa es la poesía sino una manera de zarandear al lector, de concernirle y conmoverle? La poesía, la Poesía, nunca es inocua, no puede serlo, y ya este segundo libro anunciaba cuanto vendría luego: Todo estaba a mi alcance, / todo de pronto es nada.

Criada en un ambiente intelectual, rodeada de libros y profesores, Ida Vitale fue profesora de Literatura hasta su exilio mexicano tras el golpe de Estado de junio de 1973, que instauró la dictadura en Uruguay. En México formará parte del consejo editorial de la revista Vuelta, tutelada por Octavio Paz, y de aquellos años intensos de creación y amistad, que se prolongarían hasta 1984, da buena cuenta en su reciente libro “Shakespeare Palace. Mosaicos de mi vida en México”. Un testimonio con las melancolías del exilio, comienzo de clases, puertas que se abren y otras apenas entornadas, los encuentros con Rulfo, Mutis y Westphalen, instantáneas de lo allí vivido que la autora renuncia a presentar como Memorias, aunque, como reconoce, “una ciudad, un país, un paisaje, en el más amplio, complejo e impreciso sentido de estas palabras, y seres, lenguaje, afectos, olores, rumores, guardados en un misterioso matraz, a veces matriz, se amalgaman y desprenden imprevistas añoranzas. Una nada casual nostalgia impone su resurgir y echamos mano de nuestras evocaciones, tal cual, hoy, las organiza”.

Cuando en 1984 regresa a Uruguay, donde su esposo, el también poeta uruguayo Enrique Fierro, ocuparía el cargo de director de la Biblioteca Nacional dirigiendo las páginas culturales del semanario Jaque, Ida Vitale tenía cinco libros publicados, el último de ellos, Jardín de sílice (1980) dedicado a su compañero. En 1989 la pareja se instala en Austin, Estados Unidos, y allí, en el pequeño estudio que compartieron a lo largo de 30 años, fue cuajando lo mejor de su obra. Cuatro nuevos libros dedicados dan muestra de su relación plena y cómplice: Sueños de la constancia (1988), Léxico de afinidades (1994), Procura de lo imposible (1998) “A Enrique, en cuya soledad habito”, y Reducción del infinito (2002) “A Enrique, una vez más”. Una exigente y lúcida obra tejida sin prisas, cerca siempre su amado y el chocolate como dieta y recompensa. Ida Vitale había iniciado en 1964 su relación sentimental con Enrique Fierro, dieciocho años más joven, y junto a él estaría hasta su fallecimiento en mayo de 2016.

“Las palabras son nómadas, la mala poesía las hace sedentarias”, y esta reflexión bien recoge su actitud a la hora de enfrentarse a la escritura de un nuevo poema como si fuera el último. Inscrita en la tradición de las vanguardias latinoamericanas, indagadora exigente del lenguaje y sus poco transitadas periferias, su obra ha sido calificada de esencialista (esencial: aquello invariable y permanente que constituye la naturaleza de las cosas), con ecos de José Bergamín, su profesor en Montevideo, y Juan Ramón Jiménez, al que tuvo ocasión de conocer con motivo de su visita a la ciudad en 1948, acompañado por su esposa Zenobia Camprubí. Tenía nuestro premio Nobel la intención de trabajar en una “Antolojía de la poesía escondida de Arjentina y Uruguay”, que quedaría inédita, con cuarenta autores elegidos, seis de ellos uruguayos entre los que figuraban Ida Vitale e Idea Vilariño.

Reconocida por unanimidad en 2015, entre 43 candidatos, con el Premio Internacional de poesía Federico García Lorca, distinguida con importantes galardones internacionales (premio Octavio Paz 2009, premio Alfonso Reyes 2014, Reina Sofía 2016), Ida Vitale pertenece junto a Mario Benedetti y el que fuera su primer esposo el ensayista y crítico literario Ángel Rama, a la así llamada por Emir Rodríguez Monegal “generación del 45”, donde también militó la muy excepcional Idea Vilariño, esa mujer menuda de indómita voz que dio a la leyenda su turbulenta relación con Juan Carlos Onetti (“ya no será, ya no, no viviré contigo; no criaré a tu hijo, no coseré tu ropa”). Dos mujeres en un nutrido grupo de varones –también Elda Lago, Amanda Berenguer– que anticipan en su obra los movimientos que vendrían luego de lucha por sus derechos. Para muestra un botón, que un lector avisado encuentra en “Obligaciones diarias”, en el libro Cada uno en su noche (1960): “Pasa, por esta misma aguja enhebradora, / tarde tras tarde; / entre una tela y otra, / el agridulce sueño, / las porciones de sueño destrozado. / Y que siempre entre manos un ovillo / interminablemente se devane / como en las vueltas de otro laberinto”. Casi 60 años después de la publicación de estos versos, otros son los telares donde se afanan las mujeres uruguayas, posiblemente las más beligerantes del continente americano.

De la exigente relación de Ida Vitale con el lenguaje, da razón Léxico de afinidades, donde conviven poemas muy breves (“Taza / con su pequeño cielo servido, / servida taza, / doble cielo, / paz voraz”) con otros inusitadamente extensos (el muy brillante “Gato”, en cinco partes), y en todos la palabra al servicio de decir lo justo abriendo espacios para la sugerencia y el silencio. ¿Por dónde deambula el quehacer de quienes tienen el don y la condena de ser poetas? El don de vivir, el don de escuchar, el regalo de amar, la imperiosa exigencia de no posponer cuanto te acerque a la verdad. Todo concluye siempre antes de tiempo, con las cuentas por saldar; y si la vida es urgente, desentrañar su significado último es noble empeño inalcanzable. La vida se escribe sola y a su aire todos los días. Para suerte de todos, Ida Vitale ejerce en su obra de notario a la caza siempre de cuanto merece ser nombrado: “no es casual / lo que ocurre por azar”.

El heterodoxo Efraín Huerta, también conocido como El Gran Cocodrilo por sus amigos y miembro del Taller Generación junto con Octavio Paz, dejó escrito: “No puedo dejar de escribir / porque si me detengo me alcanzo”. Y esa podría haber sido el lema que ha guiado la peripecia vital de nuestra autora: dar al día su sentido haciendo de la escritura una manera de estar en el mundo.

De abarcadora erudición, Ida Vitale ha traducido del francés y del italiano a significados autores como Simone de Beauvoir y Luigi Pirandello, ha cultivado el ensayo con trabajos notables sobre la obra de autores como Jorge de Lima o Juana de Ibarbourou, y tiene en su haber trabajos en prosa deslumbrantes, como De plantas y animales (2003) y El abc de Byobu, una colección de textos en prosa poética que son en realidad reflexiones ensayísticas de varia procedencia, hilvanadas todas bajo la lúcida mirada de una autora que viene a desdoblarse en ese tal Byobu, para así compartir sus predilecciones y hallazgos. Súmese a todo ello su producción poética, y cobrará pleno sentido el así llamado poemínimo de Efraín Huerta: militar en la escritura continua para nunca darse alcance.

Según nuestra autora, “la estética debe ser la primera obligación de la poesía. No se usa la poesía para convencer a la gente de que tiene que dejar de ser analfabeta, o que tiene que cumplir unos principios éticos. Hay muchas cosas importantes que no son tarea de la poesía. Nadie ha querido a través de la pintura convencer a nadie de que tiene que hacer tal o cual cosa. ¿Por qué le cargan a la poesía con esa responsabilidad?”. Y desde esa asumida certeza ha escrito Ida Vitale una obra ancha y deslumbrante, honesta en su decir, intensa en su interpelación a unos lectores que hoy, ahora, celebran su ingreso en la exigente nómina del Premio Cervantes recitando sus poemas con una pizca de chocolate entre los labios.

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